El pensamiento ecfrástico y la potencia liberadora de la imaginación. Interrelaciones entre literatura y artes. América y Europa en las épocas Moderna y Contemporánea (II)

Resenia_Navarro_Whistler

Fernando Navarro
Universidad Nacional de Rosario
Investigaciones Socio-históricas Regionales - ISHIR
CONICET


Un acontecimiento, un pliegue en el horizonte de los saberes, el entrecruzamiento y el intercambio entre palabras e imágenes indicado de modos diversos es el inspirador motivo que ha reunido en este libro a sus autoras y autores. Interrelaciones entre literatura y arte. América y Europa en las épocas Moderna y Contemporánea, compilado por Ana Lía Gabrieloni,[1] constituye, así, una invitación a reconstruir singulares constelaciones conceptuales, y a seguir las huellas, a veces esquivas, de esa relación que se ha establecido, desde los tiempos homéricos, entre imagen, palabra y literatura. Por tanto, no resulta extraño que las cuestiones relativas a la écfrasis se entronquen y articulen con la extensa tradición del ut pictura poesis como el potente tópos que cruza ese camino de encuentros e intercambios. Para transitarlo, entonces, han elegido recorrer la historia, moverse entre los dominios del lenguaje y de las artes plásticas; entre las prácticas de la poesía y de la pintura; entre los textos y las imágenes; y entre la escritura y la representación. En tal sentido, la obra de tapa, una fotografía de la escultura Cubo de hielo y charco de agua, de Juan Pablo Renzi, perteneciente a la serie De representaciones sólidas del agua y otros fluidos (1966), se ofrece como privilegiado punto de partida.

Sabido es que el humanismo del siglo XV inició el proceso de autonomía del arte que se terminó de consumar con la Ilustración en el siglo XVIII. Sin embargo, una extraña paradoja recorría este momento autonomista. En efecto, la libertad asumida por el arte era la que resultaba imposible de realizar en la sociedad. Por ello, éste, para liberarse de la metafísica y de la moral, se sostuvo, ante todo, en la condición de los hombres libres; sin embargo, la sociedad no llegaba aún a cumplir con el sueño optimista de Immanuel Kant según el cual todos los individuos gozarían de los bienes que como especie se habían conquistado. Al no llevarse a cabo la promesa de una vida más libre, se asignaba el reino de la libertad como el lugar propio del arte. Ésta es la razón de peso, por la cual, en un contexto de mínima libertad empírica, la máxima libertad inteligible se manifestó mediante el arte enteramente autónomo; emancipado no sólo de las viejas tutelas metafísicas de la verdad y el bien, sino, y fundamentalmente, del trabajo manual del cual nunca antes había terminado de diferenciarse.

Desde la perspectiva de la estética como disciplina filosófica, la écfrasis no gozó de ninguna consideración. Apenas, quizás, por momentos, se la percibiera como una estrategia nunca del todo perdida, aunque siempre disimulada, y sujeta, incluso, a fuertes restricciones. No obstante, en el seno mismo de la actividad artística se consolidaba la crítica de arte, que se comprendía a sí misma como el cruce plural entre textos e imágenes. Las artes se manifestaban, al interior de su sistema, menos distantes entre sí, lo cual le permitió a Théophile Gauthier afirmar cierto «codeo» entre ellas, ahora entregadas a frecuentes transposiciones.

Como vemos, la tarea que han elegido los autores no es nada fácil. Dirigir la mirada hacia los hilos que traman todas estas cuestiones, a través del espejo de la écfrasis moderna y de la larga duración en la historia, es un desafío que pocos han aceptado. Así, a la introducción de Ana Lía Gabrieloni, le siguen seis capítulos y un epílogo. El primero de ellos, de Laura Catelli, lleva por título «Usos de la écfrasis en la Nueva corónica y buen gobierno (1615), de Felipe Guamán Poma de Ayala»; seguidamente, Tadeo Stein expone una serie de debates teológicos y estéticos en «Nuestra Señora de Guadalupe: las reglas del arte y la écfrasis sagrada (1648-1680)». El tercer capítulo, «Ut pictura poesis y modernismo hispanoamericano. Tres ejemplos», a cargo de Daniela Chazarreta, indaga en la poesía de Rubén Darío, Julián del Casal y José Martí; el cuarto, de Silvia Tomas, «Imaginarios modernos en torno al color. Apropiaciones desde la crítica de arte en Argentina a inicios del siglo XX», introduce una pregunta sobre la transposición de las ideas estéticas europeas en el contexto argentino. Lucrecia Radyk, por su parte, en «Textos e imágenes en la ficción modernista: la representación en cuestión», aborda el problema a partir de las relaciones entre la literatura y la pintura durante el modernismo en Europa y los Estados Unidos. Este capítulo es seguido por «El museo ideal, real e imaginario de la écfrasis», de Ana Lía Gabrieloni, quien propone un acercamiento a las imágenes textualizadas en lenguaje poético para pensar la relación entre el arte de la naturaleza y la naturaleza del arte. Finalmente, el epílogo a cargo de James A. W. Heffernan, titulado «La grieta en el espejo: la autorrepresentación en la literatura y el arte», reflexiona acerca de cierta imposibilidad fundante en la relación entre arte y vida.

Ya en el primer capítulo del libro, Laura Catelli hace ingresar un término, visualidad, cuyo discernimiento resulta parte fundamental del problema. Luego de elaborar un minucioso estado de la cuestión sobre la Nueva corónica y buen gobierno (1615), no sólo se demora en comprender los lenguajes que se entrecruzan e interactúan en el texto de Guamán Poma de Ayala, sino que también se aboca a pensarlos en términos de visualidades. «Tendríamos entonces, por un lado —sostiene—, la visualidad europea católica del siglo XVII bajo la Contrarreforma, con su intenso énfasis en el control de las imágenes, la iconografía y el plano simbólico y, por el otro, la visualidad oral y objetual incaica, donde los objetos, la tradición oral y las imágenes tienen un alto valor simbólico, pictórico y visual.» Más aun, la autora se apropia de los conceptos de Walter Mignolo —desobediencia epistémica, desprendimiento— y de Mary Louise Pratt —zona de contacto— para proponer otra manera de releer las écfrases de la Nueva Corónica. Se trata de una manera que busca desestabilizar el paradigma epistémico católico, moderno y colonial, y abrir espacios para entrever la construcción de una visualidad contaminada por la adoración de divinidades e ídolos, la cual incluso altera el relato bíblico dominante.

El problema de la idolatría —entendido el término en su sentido más amplio— es un aspecto decisivo al momento de ponderar la pervivencia, transformación y resignificación de las imágenes de culto americano colonial respecto de la religiosidad prehispánica. En el ya clásico estudio de Hans Belting, Imagen y culto. Una historia de la imagen anterior a la era del arte —y más precisamente en su capítulo 3, «Imagen y culto»—, se analiza de forma detallada la devoción a la imagen de la Virgen. Según Belting, el aspecto de la Guadalupe en el lienzo original corresponde al que tuvo la Virgen en las cuatro apariciones al indio Juan Diego; y es ese aspecto, estampado milagrosamente en su tilma, el que refuerza la necesidad de conservar, en las versiones posteriores, los rasgos principales del que quedó establecido como prototipo. No deseo extenderme en la compleja configuración de la tradición guadalupana, sólo señalar la novedad del estudio de Tadeo Stein. Él elige construir un relato histórico cuyas fuentes son écfrases contenidas en los iniciales debates teológicos en torno al carácter sagrado de la aparición. De este modo, cita, por ejemplo, a Sánchez, quien postula que la manifestación material es una mímesis perfecta de la dimensión espiritual de la imagen. Así, la copia exacta de un modelo suprasensible resuelve el problema de «los desarreglos que la pintura Guadalupana ostentaba en un período que se regía por los cánones renacentistas y en una colonia que alcanzaba entonces su apogeo en las artes figurativas». En parte a favor de esta tesis teológica, Luis Becerra Tanco reconoció los defectos de la imagen y los explicó a partir de una teoría óptica. En su investigación, Stein recoge, asimismo, las apreciaciones del pintor Miguel Cabrera tomadas de un tratado que imprimió en 1756, donde se verifica, además, un cambio de rumbo: para él, los defectos eran falsos y se desmentían mediante una medición aplicada de las partes y el conocimiento del escorzo. Por su parte, los poetas de finales del siglo XVII, Carlos de Singüenza y Góngora y Francisco Castro, autores, respectivamente, de Primavera indiana y de La octava maravilla y Sin segundo milagro de México, perseguían un objetivo preciso al describir la iconografía de la Virgen. En el primer caso, se destacaba la filiación inmaculista de la pintura a fin de procurarle un reconocimiento más allá del Virreinato de Nueva España, dado que la defensa de la Inmaculada había sido política de Estado durante el reinado de los Habsburgo. En el segundo, se relacionaba a la imagen con los misterios marianos para asegurar el carácter aquerotipo de la pintura. Al finalizar su estudio, Stein reafirma la condición paradojal de una écfrasis que, en su misma posibilidad, parecía contradecir la naturaleza sobrenatural del milagro, siempre perfecto «en su modo y género» en tanto es obra de Dios.

Daniela Chazarreta, por su parte, analiza una serie de poemas de tres de los mayores exponentes del modernismo latinoamericano, el cubano José Martí (1853-1895), el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) y el también cubano Julián del Casal (1863-1893); artistas finiseculares que confiaron en el valor estético, pedagógico y político de la palabra para sostener esa «querella simbólica» sobre la «invención de las tradiciones».

Los autores, antes que viajeros, son auténticos desplazados. En relación con ello, Chazarreta recupera la sugerencia de Julio Ramos, quien proporciona una clave aporética decisiva para la adecuada comprensión de ese momento histórico, al señalar que «la ausencia fundamental, frecuentemente ligada al exilio o la migración, sitúa al sujeto fuera de las fronteras de la tierra natal —y de la lengua materna— cuyas esencias paradójicamente intenta nombrar». A la precariedad e incertidumbre de esta forma del viaje como condición de posibilidad de un imaginario americano, es indispensable sumar otra situación resumida con agudeza por Yurkievich; la «avidez de una cultura periférica que anhela apropiarse del legado de todas las civilizaciones en todo lugar y en toda época». El especialista observa que «los modernistas se empeñan en la práctica del patchwork cultural», y producen acumulaciones transhistóricas y transgeográficas, al igual que translingüísticas. En el translingüismo encuentra «el correlato verbal de esa visión cosmopolita que, a partir de los modernistas, transforma a la vez la representación y la escritura».

Daniela Chazarreta pesquisa así, magistralmente, el modo en que estos temas se hallan enunciados en poemas como los que integran «En Chile», del libro Azul…, de Rubén Darío; «Mi museo ideal», que Julián del Casal incluyó en Nieve; o en una crónica como «El puente de Brooklyn», que José Martí escribió durante su estancia en Nueva York. Las operaciones formales que implican estos textos abordados desde la perspectiva de la escritura ecfrástica permiten mostrar las razones por las cuales los modernistas asumen una herencia de matriz europea. En efecto, se sienten legatarios de las tradiciones literarias de Francia e Inglaterra, y también de la tradición clásica griega y romana; en tal sentido, asumen las postulaciones del romanticismo, y proyectan programas estéticos e ideológicos con un inalterable deseo de renovación.

En el capítulo cuarto, Silvia Tomas da cierre a las reflexiones de los autores sobre el espacio americano. En atención al ordenamiento histórico, produce un recorte que se extiende desde mediados del siglo XIX hasta los comienzos del XX, para examinar y profundizar el proceso por el cual la relación de la écfrasis resulta fundante de la crítica de arte. Se detiene, especialmente, en la descripción ecfrástica del color realizada por los críticos argentinos Julio Rinaldini (1890-1968), Alfredo Chiabra Acosta (1889-1932) —conocido como Atalaya— y Alberto Prebisch (1899-1970). Allí destaca el modo en que esas reflexiones sobre el color demandaban incorporar los avances de la óptica y la técnica e impulsaban una redefinición del arte. La teoría del color se instituía, entonces, como un hecho cultural.

Tomas compone su propia definición de género ecfrástrico a partir de una lúcida lectura de —entre otros— los trabajos de Heffernan y Gabrieloni, para señalar que, hacia fines del siglo XIX, la écfrasis, antes que constituir una mera descripción, manifiesta su vocación explícita de representar a la representación misma. Por ello, cuando se distancia de la función mimética, provoca que Charles Baudelaire —poeta y crítico de arte—, lejos de limitarse a la descripción de obras plásticas, invente series de imágenes superpuestas o yuxtapuestas, las cuales surgen del libre juego de la imaginación y la interpretación. Así, Baudelaire afirma, sinceramente convencido, que la mejor crítica es aquélla que resulta estimulante y poética, ya que en definitiva es una pintura reflejada por un espíritu inteligente y sensible. La mejor reseña de un cuadro puede ser un soneto o una elegía. Sólo en el préstamo recíproco entre las artes se logra dejar atrás la reproducción con relación a un canon y se inicia el momento en que el mejor traductor de un color es el poeta.

A partir de las trayectorias desplegadas por Rinaldini, Chiabra Acosta y Prebisch, dentro de esta matriz de análisis, Tomas propone una interpretación acerca de cómo se constituyó, desarrolló y profesionalizó el campo problemático de la crítica de arte en Argentina. En Rinaldini, marca el movimiento de transformación del crítico canónico, quien progresivamente amplía su interpretación del arte. En Chiabra Acosta, subraya la «voz combativa que, desde sus comienzos, mantuvo una posición categórica en defensa de los artistas innovadores». Finalmente, de Prebisch enfatiza el impulso que produjo un desplazamiento irreversible, desde los imaginarios sobre el color ligados a una referencialidad objetiva o simbólica, hacia aquellos imaginarios que interpretan el color como manifestación. El texto justiprecia la sutileza y contundencia con las que estos mediadores culturales hicieron uso del género ecfrástico para promover tendencias modernizadoras que conmovieron la escena del arte argentino.

Lucrecia Radyk desplaza el foco de la problemática para abordar el contexto modernista anglófono a partir de la écfrasis como perspectiva fructífera de análisis de las relaciones entre las artes; de lo que ya habían dado prueba las propuestas de Heffernan y Murray Krieger. Sin embargo, observa que los estudios dedicados a los textos de ficción de comienzos del siglo XX no presentan un desarrollo tan pormenorizado. Al respecto, hace suya la pregunta de Krieger acerca de «qué teoría de la representación, qué semiótica, sería necesario construir para sostener que la imitación es el resultado de la misma operación en las artes visuales y en la literatura». A su juicio, no se trata de indagar únicamente el carácter de la imitación en la pintura y la literatura del período, sino de comprender el significado que tuvo para esta última el movimiento de oposición a la mímesis iniciado en la pintura. Su hipótesis impone mostrar el cambio en las relaciones que se establecen entre el artista, el motivo de la representación, la representación misma y el espectador; relaciones que entran en juego al analizar la presencia, usos y funcionalidad de la écfrasis en la literatura.

El corpus que elige para responder a estas preguntas resulta sorprendente. En primera instancia, se encuentra la escena del juicio de James Abbott McNeil Whistler contra John Ruskin; mientras el primero encarna al artista que rompe con la representación mimética, el segundo representa los valores de fidelidad al referente —a los que adhirió con intensidad hacia el final de su carrera. A partir de este juicio, narrado con suave ironía, se dirige al análisis de las diferentes manifestaciones de lo visual en la obra de Virginia Wolf. Allí ofrece una potente interpretación de las relaciones entre Virginia y su hermana, Vanessa Bell, con referencia a la composición de «Three Pictures», y de lo que da en llamar la composición ecfrástica íntima de los Diarios. Luego se enfoca en los relatos breves del pintor y escritor Wyndham Lewis, personaje clave del movimiento de vanguardia inglés conocido como vorticismo; por último, sus reflexiones se detienen en la obra mixta de Djuna Barnes, donde discute con la crítica, que siempre la considera unilateralmente y, por tanto, no logra apreciar aquello que le da espesor, como es el caso de las interacciones entre texto e imagen.

Para concluir, Lucrecia Radyk introduce una última observación, a la que califica de simple divertimento, pero lo que nos regala es un hallazgo. Allí, hace referencia al cuento póstumo «La mosca», de Katherine Mansfield, como prólepsis de los drippings de Jackson Pollock.

El sexto y último capítulo se inicia con una preciosa reflexión que Ana Lía Gabrieloni propone en torno a la revuelta del lenguaje poético, al observar el modo en que dos escritoras como Virginia Woolf y Marguerite Yourcenar subordinan las palabras a las cosas y dan lugar a la creación de museos imaginarios, integrados por objetos de una peculiar naturaleza. A la vez, dichos objetos exigen reconsiderar la narración que canonizó la historia del arte; y más aún, volver a discutir la definición misma de la ciencia histórica, y la implicación entre racionalidad, narración, reconfiguración mimética e imaginación.

Otra apreciación decisiva a la que da entrada Gabrieloni hace referencia a la manera en que los museos imaginarios abren las puertas al libre juego de la imaginación y el entendimiento, mientras conmocionan el estatuto ontológico de los museos reales. Se comprende, entonces, que capturen su atención tanto los versos de Wilslawa Szymborska como la prosa poética de Caillois, a los que propone integrar al museo imaginario de la écfrasis. En el primer caso, se trata del poema «Fetiche de Fertilidad del Paleolítico», sobre la estatuilla del Paleolítico superior conocida como Venus de Willendorf y, en el cual Szymborska ofrece una «apoteosis de la forma»; en el segundo, se trata de los textos en los cuales Callois describe las piedras o los objetos de arte que siempre «invitan a la memoria a inventar».

Al explorar el linaje del museo imaginario, la autora encuentra la rica tradición de la línea iconográfica, que cuenta con los aportes de André Malraux; pero también identifica una línea literaria, asociada a aquello que John Hollander (1988, 209) categorizó como écfrasis «nocional», ya que describe objetos cuya existencia no es necesariamente comprobable; como sucede, por ejemplo, con la descripción del escudo de Aquiles en el canto XVIII de la Ilíada de Homero. Se muestra, entonces, que la écfrasis literaria ofrece moldes retóricos con un valor documental inapreciable para la historia en general, y para la historia y la crítica del arte en particular.

El epílogo de la compilación está cargo de James A. W. Heffernan. Se trata de la versión completa e inédita en castellano de su ensayo «La grieta en el espejo: la autorrepresentación en la literatura y el arte». El diálogo que entabla allí con una serie de escritores y artistas busca desmitificar la capacidad del arte para reflejar de modo perfecto la propia vida; en particular, en lo que respecta a la literatura. Esta hipótesis es desarrollada a partir de una serie de textos cuyo arco temporal abarca desde la Antigüedad tardía hasta el siglo XX, e incluye autores como Filóstrato, Plinio el Viejo, San Agustín, León Battista Alberti, Lord Byron, William Wordsworth, Jean-Jacques Rousseau, Charles Dickens y Jorge Luis Borges. Asimismo, Heffernan despliega sus écfrases sobre los pintores David Bailly, Rembrandt, J. M. W. Turner, Gustave Courbet, y los artistas contemporáneos David Hockney y Marlene Dumas.

Su argumento, cuidadosamente elaborado, apunta a señalar que, ni en la literatura ni en el arte, es posible establecer una continuidad rigurosa entre la experiencia de vida y la autorrepresentación. Por ello, sospecha de que tanto en el relato como en las artes visuales la autorrepresentación de la vida pueda darse en un orden acabado, armonioso y perfecto. Más aun, el modelo temporal que funciona, por ejemplo, en la autobiografía, y que pretende describir la acción de un hombre, se realiza mediante una combinatoria que pone en juego la capacidad de deliberar sobre un futuro desde un presente y negociando con un pasado. Y es precisamente esto lo que no puede afirmarse que acontezca ni en la literatura ni en la pintura, cuyo orden temporal es el instante.

 

A lo largo de la lectura de este libro, retumbaba en mí una frase memorable de la Krisis, de Edmund Husserl: «meras ciencias de hechos hacen meros hombres de hechos». En tal sentido, me parece justo decir que debo una comprensión más cabal de esa frase a la selección, profundización y examen de las écfrases aportados por cada uno de los autores de esta obra que, dado su carácter polifónico, insiste en la nueva relación con el mundo que la écfrasis ofrece.

La intensidad de este libro se reconoce en esa invitación a dejarnos habitar por un permanente movimiento de complementariedad entre lo sensible y el pensamiento, y en su estímulo para animarnos a sostener un intercambio entre el conocimiento estético y el reflexivo que conmueva la «fuerza de las cosas». Nos convoca, de este modo, a no detener nuestra voluntad de creación, ya que sólo si indagamos sobre el archivo de imágenes, podremos estremecerlas y restituir en ellas lo que aún permanece vivo. Ciertamente, la descripción de una imagen liberada de toda fetichización y de toda ilusión de autonomía retorna a sí, pero se percibe afectada por el tiempo y se manifiesta siempre dispuesta para el conocimiento.

Es por esto mismo, pienso ahora, que la reflexión sobre el entre que habita en la écfrasis podría permitirnos abrir un espacio de redención como el que pretendía Theodor Adorno en su Mínima Moralia. Allí postulaba que la única vía que resta para practicar el pensar responsablemente —a la vista de la desesperación que marca los tiempos actuales— consiste en el intento de contemplar todas las cosas como se presentarían desde el punto de vista de la redención. El conocimiento —afirmaba el pensador alemán— no tiene otra luz que la que derrama sobre el mundo la redención; todo lo demás es apenas una reconstrucción técnica. Es por ello que se requieren perspectivas en las que «el mundo se presente trastocado, enajenado, mostrando sus grietas y fisuras. Tan indigente y deformado como aparecería un día bajo una luz mesiánica».

He aquí, por tanto, un libro bello y erudito que nos lega una tarea: la de producir un pensamiento ecfrástico confiados, nuevamente, en la potencia liberadora de la imaginación.

Notas

[1] Interrelaciones entre literatura y artes. América y Europa en las épocas Moderna y Contemporánea. Viedma: UNRN, 2018. Con trabajos de la misma compiladora, Laura Catelli, Daniela Chazarreta, Lucrecia Radyk, Tadeo Stein, Silvia Tomas y un epílogo de James A. W. Heffernan.


Fernando Navarro expuso una versión abreviada de este ensayo en la presentación del libro citado, que tuvo lugar en el Centro Cultural Parque España (Rosario, Argentina) el 20 de noviembre de 2018.


Referencia electrónica

Navarro, Fernando. «El pensamiento ecfrástico y la potencia liberadora de la imaginación». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 2 (2019): 280-288. http://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-pensamiento-ecfrastico-y-la-potencia-liberadora-de-la-imaginacion-158

Publicación Hyperborea
Número 02