Andrés Grillo
agrilloc@gmail.com
Universidad de Chile
Santiago de Chile
Resumen
El presente artículo releva la concepción sobre las artes visuales de vanguardia del escritor chileno Juan Emar (1893-1964) descrita en una de sus novelas de 1935, Miltín 1934, y la inclusión de tres imágenes de artistas famosos de vanguardia (Jean Arp, Max Ernst y Pablo Picasso) en ella, con ese fin. Después de una intensa aparición pública como crítico de arte vanguardista bajo el nombre de Jean Emar (1923-1926), este artículo resitúa su visión del valor de las artes visuales de vanguardia abordando por primera vez este material visual que evidencia a Emar en su país de origen y región, como (re)articulador de las estéticas vanguardistas, ahora, en 1935.
Palabras clave
vanguardias — Chile — Miltín 1934
Title
Three Avant-Garde Works in Miltín 1934 by Juan Emar: Didactics, Fiction, and Renewal in Chilean Visual Arts in the 1930s
Abstract
This article examines the conception of avant-garde visual arts held by the Chilean writer Juan Emar (1893–1964) as described in his novel Miltín 1934, and the inclusion of three images of famous avant-garde artists (Jean Arp, Max Ernst, and Pablo Picasso) within it. Following an intense public presence as an avant-garde art critic under the name Jean Emar (1923–1926), this article re-examines his vision of the value of avant-garde visual arts by addressing, for the first time, this visual material that reveals Emar, in his country and region of origin, as a (re)articulator of avant-garde aesthetics, specifically in 1935.
Keywords
avant garde — Chile — Miltín 1934
«Nuestra tradición se quiebra…Nuestra originalidad se empaña bajo influencias ajenas, influencias del viejo mundo, del otro hemisferio… Fidias está inquieto, en la Chimba; Rembrandt tiembla, junto al Mapocho; Leonardo llora, en Baruri (sic); Velásquez (sic) protesta, en La Cañadilla; Ingres se desespera en Las Hornillas; Miguel Angel está triste, en la Avenida Matta, ¿Qué tendrá Miguel Angel?»
(Emar, Miltín 202)
El extracto inicial pertenece a la novela Miltín 1934, publicada en 1935. Hacía doce años, el escritor chileno Juan Emar (Álvaro Yáñez), había iniciado su aparición pública como crítico de arte cuyo fin era modernizar las artes plásticas de su país. Ese año adopta el seudónimo de Jean Emar, homofonía del francés para la frase «¡estoy harto!» [J´en ai marre], de cuyo apellido no se separaría más. Comprometido con una misión pedagógica, en una primera lectura, Emar quiso romper con los modelos miméticos establecidos a partir de la fundación de la Academia de Bellas Artes en 1849, cuya necesidad de superación se le hacía determinante, harto de su endogamia y sus criterios de valor. Emar adoptó un rol rearticulador dada la gran distancia formal y conceptual entre la vanguardia europea y las artes de su país, habiéndose abismado él mismo en dicha distancia. Por ello, tal como en el nombre utilizado, la firma de Jean Emar es también un evento decisivo para comprender el proceso crítico del propio Yáñez. A punto de ser una consolidación en su propia historia, «¡estoy harto!», prolongará la crisis del sujeto Yáñez y transformará dicho acto del habla en estética de disrupción.[1] Aquella estética permanecerá en él como horizonte de creación y de recepción, razón por la que, en 1935, de sus tres novelas (Un Año, Miltín 1934, Ayer), la segunda se constituirá en una consolidación sumaria de las estéticas de los movimientos de vanguardia, pudiendo Emar describir en el formato de la ficción cómo se construye un manifiesto de vanguardia.
El periplo crítico de Emar parece remontarse desde muy temprano. Los relatos sobre su vida lo evidencian como un individuo ciclotímico, distante, lacónico, por un lado, o gran conversador, por otro (Flora Yáñez 60–61). Un desadaptado, renuente incluso a su lugar en el mundo y, como se verá, a su nombre.[2] En esto, debe decirse que disponía del tiempo y el espacio necesarios para su intenso cavilar, ya que su situación económica era privilegiada, habiendo hecho formación en Suiza en 1909 y, pudiendo viajar posteriormente varias veces desde Chile a Europa, sin carencias. Para su elevación autoral, decisivo sería lo sucedido tras el primer viaje, según su propio relato, pues entonces pudo dimensionarse como sujeto sudamericano separado del tiempo de la modernidad y su historia en París,[3] fue de tal impacto que, determinaría su rumbo a las artes en cuyo resultado la reconciliación espacial y temporal del Santiago y la Europa del momento parecería imposible, salvo por el factor del arte de vanguardia.
No era una cuestión de la modernización del país, pues ésta había tomado un crecimiento acelerado con los beneficios económicos de la exportación del salitre tras la victoria en la llamada «Guerra del Pacífico» (1879–1883) con Chile contra Perú y Bolivia unidos. En materia cultural, también se pudo dar un gran avance, pues el Modernismo había principiado con el arribo de Rubén Darío (1886–1889) y su vínculo con el poeta e hijo del presidente, Pedro Balmaceda Toro, y la publicación del fundamental Azul. Pero hacia los años de juventud de Emar, el país había dirigido su fortalecimiento cultural hacia lo nacional, en consonancia con su centenario en 1910. Para Emar, Chile en pintura y literatura demostraba un atraso evidente que, hacia la publicación de Miltín 1934, lo evidenciaba en la misma novela con una ácida panorámica de la crítica, particularmente ejemplificada en el crítico Hernán Díaz Arrieta, «Alone» (1891–1984).
Existe un consenso investigativo acerca de considerar a Jean-Juan Emar como un autor de vanguardia, sobre el cual consta el privilegio bautismal de su amistad y cercanía al panteón de la vanguardia parisina,[4] por lo que comprendemos que el arte de la época se hará sentir con total naturalidad en sus influencias, y desde lo cual la provocación del nombre se suma al elemento de shock de las vanguardias históricas. Este shock, Jean Emar lo vendrá a ejercer no en las artes plásticas sino en la escritura crítica desde una columna de opinión, convenientemente publicada en el diario La Nación, de propiedad de su padre, Eliodoro Yáñez: las llamadas «Notas de Arte». La cuestión tangible era introducir el estudio y la comprensión del arte de vanguardia o «Arte Nuevo» en un contexto cultural nacional que se reconocía en los valores plásticos de lo local y el criollismo, a través de un nacionalismo revitalizado por las celebraciones del centenario. Jean Emar, por su parte, retrotraía anacrónicamente el estudio de Paul Cézanne y con ello iniciaba una didáctica de la vanguardia, valoración del arte feísta y otras manifestaciones culturales para el contexto chileno, en las cuales a su criterio se configuraba la condición actual y moderna de manera imperativa para el progreso de las sociedades en general, y de las sensibilidades en particular.[5] También, y muy relevante, los escritos, conocidos como las «Notas de Arte», habían comenzado a publicarse para dar las condiciones de recepción de una exposición audaz de artistas chilenos con los que Emar había trabado amistad en Francia, todos convencidos del valor y la necesidad del arte de vanguardia, en una Sala de Remates, conocida como la primera exposición del «Grupo Montparnasse», en 1923.
En este contexto es que, a este nombre, del escritor y crítico, se le atribuye el hartazgo de los modelos de educación artística y sus correspondientes representantes entre creadores, académicos, críticos y directivos. A Emar, la valoración dada a las artes plásticas y la literatura en Chile le parecían sin el menor potencial crítico, y, por lo mismo, con una distancia insalvable para hacerse cargo de su historia, pues era un arte que se satisfacía en la contemplación de su retrato nacional. Álvaro Yáñez está harto del ritmo endogámico de estas disciplinas siendo aquí donde las interpela de frente al contexto del escenario mundial, que ha tenido el tiempo y los recursos para aprehender. Reacción precisa, luego, la de darse un nombre de estas características, que sin pudor daba a conocer su ímpetu conflictivo vanguardista y afrancesado, y a través del cual tomará la investidura de un docto investigador dispuesto a enseñar la razón y motivación del feísmo de las vanguardias.
De cuánto de vanguardista, en el sentido histórico del término, hay en la obra de Juan Emar, sigue siendo un estudio pendiente sobre el tema.[6] Lo que sí es claro es que sus mayores cercanías las tendría en el entorno de los artistas de los movimientos dadaísta y surrealista, no habiendo tampoco mayor información de amistades directas. En esto cabe situar la extensa descripción del personaje pintor de Miltín 1934, Rubén de Loa, sobre creación artística donde cita como referentes de un arte verdadero a Jean Arp, Max Ernst, Georges Braque, y Pablo Picasso.
La escritura de Juan Emar, de igual modo, posee características de las vanguardias como el collage, apreciable con claridad en su segunda novela Miltín 1934 (1935) y sus pliegues y contraposiciones de tiempo; la ironía y lo absurdo; el elemento de la máquina, y una escritura que, en el caso de Emar, asemeja al automatismo. Todos estos elementos pueden ser ubicados en su escritura, con la asunción del nombre Juan Emar, no obstante, es en Jean donde las vanguardias comenzarán su proceso de inserción y apropiación.
Por ende, es mejor comprender a Jean Emar como un rearticulador de la vanguardia; un sujeto ajeno a las historias locales, superadas por los operadores artísticos europeos que, ha encontrado allí, sin embargo, su propia herramienta. Es en el París de las vanguardias que Yáñez alcanza su condición de sujeto. Esto equivale a decir que, en la incesante modernización de ese París, Álvaro Yáñez toma plena conciencia de sí mismo, y ésta es una conciencia de tipo trágica, menoscabadora. Ser sudamericano lo aleja de la magnificencia vanguardista pero no de la definición de un equivalente. Ese equivalente es Jean Emar.
Si leemos con detención uno de sus relatos más famosos, El Pájaro Verde (1937), podremos observar cómo Yáñez-Emar, desdoblándose, introduce una descripción de la vida bohemia de Juan Emar en París, así mismo llamado en el relato. Allí, los compañeros de juerga de Emar le regalan un loro amazónico embalsamado al narrador autodiegético ya que éste coincidía con un término de uso común extraído de la letra de un tango. Este loro, cuenta el relato, fue traído por una expedición francesa a Sudamérica y, tras una serie de eventos, termina en un escaparate de una tienda desde donde es llevado a Emar. Con la vuelta a Chile del narrador, el loro es puesto de frente a un busto de Arturo Prat[7] y tras una conversación entre un tío del narrador y éste, cobra vida para atacar al tío, caracterizado como un hombre conservador, no así a Emar, a quien saluda en varias ocasiones hasta que da muerte al malogrado tío. El relato describe cómo lo americano es apropiado con fines de dominación y exotismo donde es catalogado y archivado, para ser devuelto en manos de un rearticulador, Juan Emar, el juerguista de la vanguardia, quien —con su experiencia y aprendizaje— destituye y acaba con el conservadurismo local. Pero debemos recordar que quien arriba primero no es Juan Emar, sino el hartado Jean.
Al final de Miltín
Es, tras un momento de polémica y tensión entre 1923 y 1926 en el campo de las artes visuales, cuando Emar concluye con las «Notas de Arte», ahora llamadas las «Notas desde París», y desaparece del ojo público. Las «Notas» habían iniciado a través del propósito común de los artistas chilenos residentes en París antes de 1923 de dar a conocer el arte de avanzada europeo, y principalmente integraban el autodenominado «Grupo Montparnasse» (Luis Vargas Rosas, Henriette Petit, José Perotti, Manuel y Julio Ortiz de Zárate). Instigados por la estética del shock de dicha avanzada, idearon exhibir su arte en un contexto de gran desconocimiento de los valores de aquél. Jean Emar comenzó a situar y redefinir una didáctica acorde a un público ajeno a qué iba dicha cuestión, comenzando por el arte de Cézanne. Tras consolidar su primera exposición, los artistas y el crítico tuvieron que afrontar las críticas sobre su arte desarraigado e impertinente. Su mayor adversario fue un connotado crítico de la época, Nathanael Yáñez Silva (1884–1965), lo que derivó en una serie de intercambios entre Emar y Yáñez Silva y algunos otros. Como resultado, los vanguardistas fueron ganando espacio, siempre en oposición al público mayoritario.
En 1935 aparece la primera novela de Emar en la Editorial Zig-Zag, Un año, seguida por Miltín 1934 y Ayer, ese mismo año, bajo la autoría de Juan Emar. Con su talante polémico, era difícil que fuesen bien recibidas; además, su estilo, inclasificable para el período, llevó a que dichas publicaciones se fueran relegando al olvido.
A través de sus novelas, la narración autodiegética es permanente. Resulta difícil separar las voces de narración y personajes, más aún cuando Emar agrega episodios de su propia vida. Éste es el caso del extenso diálogo final entre el personaje del pintor Rubén de Loa y el narrador de la última, Juan Emar. Tras los sobresaltos de la narración que termina por observarse como una anti-novela, la decisión del autor Juan Emar aboga por una larga reformulación de lo que el arte plástico debe ser. En Miltín 1934 se da repaso a la historia y la política nacional, la crítica literaria, los recetarios de cocina y los viajes espaciales, todo envuelto en la tarea imposible del narrador de escribir el «Cuento de Medianoche», una novela completa que debe escribirse en un día y concluir antes de la medianoche. El nombre deriva de un cacique imaginario, Miltín, al que su gente debe enfrentar a un estrafalario y diacrónico ejército conquistador español con aviones y ametralladoras, junto con héroes de guerra de la nación chilena.
Hacia el final de Miltín, Juan Emar ha vuelto del espacio donde ha conocido a Dios —un burgués absoluto— gracias a las habilidades como piloto del Capitán Angol, y de vuelta a tierra, ha llegado a un túmulo de papelitos dentro del cual se encuentra el personaje del pintor Rubén de Loa. Coincidentemente con la labor de Jean Emar, Rubén de Loa se extenderá doctamente acerca del valor de la creación artística y del absurdo de la crítica del arte local, invitando al narrador-personaje Juan Emar a hacerse parte de una discusión que es permanentemente interrumpida por la confusa certeza de ser solo un monólogo interior del autor frente a su escritorio.[8] Este final es equivalente a las tempranas páginas donde el narrador Emar despliega una ácida crítica contra los críticos literarios, pero, esta vez, con Rubén de Loa dando cátedra, se lo muestra ajeno a las artes visuales, en lo que puede considerarse como la evidencia de la ruptura entre Jean Emar y Juan Emar. Ahora las cuestiones de las artes visuales pertenecen al pasado y a una figura designada para ello.
Es aquí donde Rubén de Loa purgará la vieja polémica de Yáñez-Emar y las artes visuales chilenas de la década de 1920 al revelar que dicha estructura tumularia de papelitos está compuesta de fragmentos de crítica de arte real del período, y comenzará a leer al Emar narrador su contenido a fin de darse a entender. El arte no es materia sencilla, pero lo que le da una gravitación mayor es que persiste un modo de pensar que impide a la creación en artes echar raíz y producir cambios. No obstante, Juan Emar no es Jean Emar. Jean Emar es ahora el pintor de Loa.
Éstas son las claves para entender el uso de las imágenes. Emar, en su afán de redondear la construcción de una (anti-)novela, se despide con una afirmación de su labor crítica como Jean Emar, es decir, que, tras un relato sin orden cronológico, interrupciones y convivencia de distintos relatos, el autor finaliza con un texto que desborda la ficción y nos recuerda la figura previa del crítico. Debe resaltarse que una de las características de su escritura fue su tendencia al desdoblamiento, es decir, sus relatos están construidos con personajes que emergen como continuación o antítesis de alguno ya definido, y que constituirá el estilo del autor.
La inclusión de tres imágenes de pintores consagrados para el entonces 1935 venía a cumplir dos motivaciones profundas de Emar: dar cuenta de su absoluta lealtad a las palabras plasmadas diez años antes, recreando su vigencia frente a un entorno todavía por desbaratar; y actualizar la cuestión de la vanguardia como proceso perfecto y necesario más allá de los nombres de artistas consagrados.
Rubén de Loa, ubicado en pleno centro de la ciudad, invita al narrador a sentarse junto a él, y comienza a aleccionarlo sobre el absurdo del ciclo creación-exhibición-recepción de toda obra de arte:
Pues, te diré me sentía agobiado, aplastado y reventado de ver tanto sublime en tan poco tiempo. Amigo, he llegado a una conclusión: no hay que ir más a ningún Salón, a ninguna Exposición, a ningún Museo, Es preferible comprar nuestra santa prensa y constatar en ella, por lo menos dos veces por semana, que junto a nosotros, en miles de puntos de esta urbe, crece, como crecen las florecillas multicolores en la primavera, crece la obra elevada que nos levanta del lodo cotidiano y nos aleja del espectro de la fealdad. Aunque no nos movamos de nuestra habitación, saber tal cosa fortifica la fe en la grandeza humana. (Emar, Miltín 200–201)
Para Malva Vásquez, Emar activa una ironía sumaria, y pone en circulación lo que considera como «falso sublime», una manera de eludir la confrontación abierta, propia de Jean Emar, en la que el narrador y el autor, Juan Emar, se adapta hacia una exaltación de valores burgueses vinculados al Nacionalismo, edulcorada y en diminutivo:
Ya en ese primer acercamiento nos hallamos, en primer lugar, ante aquel falso sublime que para Emar radica en un mero guiño acomodaticio al arte por parte de la burguesía. Frente a esta musealización de la experiencia artística, De Loa plantea la existencia de un arte: «Como un medio más para que el hombre se realice, amplíe su campo de visión y comprensión, ajeno, totalmente ajeno, a sus pequeñas miserias cotidianas. (…) para abrir nuevas posibilidades humanas, y el artista que lo hace obliga, a quien quiera tocarlas, a subir hasta él y a tener el coraje de afrontar lo que venga, aunque atropelle y revuelque sus pequeñas aficiones y pequeñas costumbres». (Emar, Miltín 218, citado en Vásquez 220)
Una batalla que el Emar crítico no está dispuesto a olvidar, de ahí que, abiertamente, haga de su proyecto literario no solo una obra en el estilo de la vanguardia, sino un repaso de un accionar al modo de un manifiesto, como en las «Notas de Arte» de La Nación. El arte es catalizador de cambios, revolución, expresión. Rubén de Loa se va incendiando a medida que reitera el falso sublime de la nación, y otorga el razonamiento detrás:
Fíjate bien que en todo este seudo arte de consumo, hay un gusto totalmente individual, a tal modo que, si al señor A, B, o C le placen, hoy, supongamos, las marinas, bastaría cambiar algo de su pasado o infundirle otras aspiraciones para el futuro, para que olvidara tales marinas y empezara a mostrar marcado interés por paisajes o figuras, según cual hubiesen sido los cambios de ese pasado y cual lo nuevo para ese futuro.
Te he citado «temas»: marinas, figuras y otros. Manera de decir. Esto, amplifícalo cuanto quieras. Di colores cálidos o colores fríos; di expresiones de tragicismo o de dulzura; asuntos religiosos o sicalípticos; formas rectas o formas curvas; facturas de frotes o facturas de pastas; en fin, amplifícalo en todos sus matices. Más sea como sea, el hecho esencial subsiste:
Cada buen hombre tiene en su fondo un sentimiento escondido, una ambición frustrada, una añoranza, una esperanza… —y quiere que ellas estén en sus muros ¡siquiera en sus muros!, ya que en la propia vida no ha podido realizarse ni se realizará jamás. (Emar, Miltín 217)
En esto, debe hacerse notar que una línea que recorre el texto de Miltín es la de la perversión de la cotidianeidad. Es bien claro, como se ha logrado establecer por Wallace (1993), Traverso (1999), Retamal (2015), Canseco-Jerez (1989), Burgos (2011), y en especial Lizama (2003, 2010) y Vásquez (2011), que hay un Juan Emar embebido de vanguardia francesa (cubismo-dadaísmo-surrealismo), y que en Miltín 1934 trastoca el orden tradicional de la novela, por lo que, justamente, lo cotidiano es contaminado, invertido desde una «puesta en abismo» del inconsciente. Para Sonia Rico, la escritura emariana no puede ser clasificada únicamente en una línea de vanguardia surrealista, como la más comentada, sino que, así como en el impacto de las vanguardias a nivel global en el espectro de la literatura, es mejor hablar de intertextualidad, pues en «el siglo XX, con el surgimiento de las vanguardias y la producción artística posterior a ellas, época en la que se inscribe Juan Emar (…) los géneros, las técnicas y, en definitiva, el concepto de literatura se fracturan». En palabras de Laurent Jenny, para Rico:
Desde el momento en que la intertextualidad es movida por cierto autotelismo estético (…) somete a una dura prueba los marcos narrativos que le sirven de coartada. El despliegue de las formas y de las escrituras abusa de su importancia, el relato pasa a segundo plano, cae en jirones, o —situación aún más humillante— ya solo se mantiene a título de señal estilística de valor poético, pero despojada de funcionalidad. El marco narrativo deviene pre-texto en el cual se injerta toda clase de discursos parásitos. La intertextualidad es utilizada allí entonces como máquina de guerra que permite la desorganización del orden del relato y el despedazamiento del realismo (lo que es la misma cosa) (…) Redes semánticas recorren así el texto sin tener en cuenta los niveles de sentido (literal o figurado) y la estructura retórica del relato, muy alterada. El discurso intertextual se articula entonces sobre los escombros del relato. (Jenny 118–119) (Rico 356)
Inversión y provocación en toda la extensión del texto y sus meta-textos. La línea de corrupción a la que hacemos mención es la «Trilogía de lo Bueno», no así llamada en el texto, pero indicada en él con: La Buena Mesa, El Buen Ropero, y El Arte Bueno, este último revelado por Rubén de Loa. En cada uno de estos elementos, el narrador se introduce en los pequeños placeres burgueses para iniciar su desborde. En el caso de La Buena Mesa, «nuestro monumento nacional de cocina», se trata de la descripción de La Sopa Oceánica, un plato denso, cuya autoría es adjudicada por el narrador a Vicente Huidobro, el poeta de «Por qué cantáis la rosa, ¡Oh Poetas!» y que el mismo narrador extrae del capítulo Sopas con receta y preparación incluidas:
SOPA OCÉANICA
(Para 8 personas)
4 tazas de caldo de hueso
4 tazas de caldillo de congrio en vino
2 docenas de camarones
12 machas
12 ostras
10 choros
6 lenguas de erizos
6 locos
6 ostiones
2 huevos
2 cebollas grandes
A continuación, La Buena Mesa complementa al buen burgués junto a El Buen Ropero:
«En un pueblo bien comido reina la paz pública . . .» (página 9; líneas 16 y 17). Ni más ni menos: en un pueblo bien comido reina la paz pública: sal, pimienta, orégano, comino, cebollitas en escabeche y jugo de limón. Y, naturalmente, es la lógica misma, para que el pueblo esté bien comido, se escribe un libro sobre comida.
Pero yo me atrevería sino a rebatirle al prologuista su afirmación, a decirle que si esa es una de las más grandes verdades que haya elaborado un cerebro humano, no es, sin embargo, «toda» la verdad. Pues el pueblo no solo necesita para respetar la paz pública comer bien, sino que también necesita vestir bien. Es así. En un pueblo bien vestido reina la paz pública.
Es, pues, necesario, para llevar la obra a feliz término, escribir ahora El Buen Ropero.
Es inimaginable el número de hombres en todos los pueblos del mundo que no saben escoger con certeza la corbata armonizadora con la camisa, que no cambian a diario de indumentaria las cinco veces que prescribe la elegancia, que llevan a las 3 de la tarde calcetines que debieran llevarse a las 4 y cuarto. Y es necesario poner coto a tales cosas, so pena que veamos alterada la paz pública. Es necesario que cuanto antes vea a la luz pública El Buen Ropero. Así desaparecerán todas esas ideas anarquistas. Pues los pueblos se convencerán acto continuo que los hombres que las sustentan, han sido hombres que jamás han sabido cuál es la cinta precisa para un sombrero suelto llevado a las 11 de la mañana en el primer día de otoño en una ciudad populosa. (Emar, Miltín 155–156)
El manual del burgués moderno solo puede completarse con aquello que lo empuja a su destrucción, pues si, tal como el relato se plantea al comienzo y al final sobre lo decisivo que es practicar la apreciación del arte, este es el único elemento de la trilogía que es sometido a crítica, y cuya prosecución deriva en la observancia de las decisiones estéticas, que, de ser seguidas de manera correcta, terminan por evidenciar la insignificancia del burgués. El narrador de Miltín 1934 que, a través del estilo de la obra, ha demostrado ser un férreo enemigo de la tradición literaria, de la devoción naturalista, del absoluto teológico cristiano, ha dejado pasar las transformaciones y dinámicas actuales. El pintor Rubén de Loa despliega ante él el valor fundamental de las artes visuales, ante las cuales el propio narrador autodiegético teme sucumbir:
¡Santas paces! Y en muchas paredes de respetables mansiones entra, un clavo más. ¡Todos felices! Ya nadie duda de su grandeza, de su eminente superioridad, puesto que las artes están en juego. ¡Todos felices! Y tan feliz como todos está también el Supremo Gobierno pues sabe que mientras tales sociedades sigan produciendo la mercadería solicitada, los buenos burgueses-reposados tendrán dónde desaguar sus ensoñaciones borrosas y podrán seguir tranquilos. Y esta es muy importante para que reine la paz pública, como genialmente dice el Prologuista-gastrónomo. Pues un señor reposado cuando pierde el reposo . . ., es algo horrible.
— Me asustas, Rubén de Loa. Vea que el alma humana es de complejidad increíble. Cuando leí al prologuista en cuestión, creí que con tener una buena mesa en casa ya todo quedaba solucionado. Luego creí que sería necesario agregar un buen ropero y, al anotarlo, creí quedar en paz hasta el final de mis días. Y ahora tú me haces ver que hacen falta más cosas.... Es necesario también salpicarlo todo con arte (…) veo que la tarea es larga: ya tenemos, si, La Buena Mesa, pronto haremos El Buen Ropero. Más fuerza nos será agregar El Arte Bueno.
— Ni más ni menos. Por eso estoy preocupado. El Arte Bueno me va a dar un trabajo penoso. Pues, ¿te das cuenta cuán complicado es esto de averiguar algo sobre la puntita del arte que todos quieren tener? ¿Saber por qué se aferran de tal modo a ella que si se las pones en duda te dan de zapatazos? Trabajo penoso, extremadamente penoso. (216)
Entonces, el narrador viene a decirnos por boca de Rubén de Loa que, en el entramado que sostiene el arte de vanguardia, se encuentra una verdad superior. A través de él es posible el conocimiento definitivo:
Mas te aseguro: la línea única, desde el primer día hasta siempre, les queda totalmente al margen a esos señores que solo viven en sus propias personas. ¿Cómo demonios, adaptarles algo del arte de hoy, tenderles un puentecito entre una vida y un cuadro?
¿Cómo hacer aceptar que no es únicamente lo que se ve a «primera vista» la realidad total? ¿Que todo ser, que todo objeto no es aislado y único sino un infinito comienzo de probabilidades y que marchar por ellas, lejos de alejarse de la realidad, es, seguramente, penetrarla más? ¿Que un objeto, que un ser sean acaso solamente su relación con el cerebro que los piensa? Pero, en fin, volvamos al puentecito. ¿Cómo tenderlo?
Te lo he dicho: se podría, pero no se puede.... Porque haría falta un poco de imaginación.
Ya muchos han querido tender ese puente. Creo que el espanto de los serenos varones va a crecer, pues, en vez de entregarse a un juego imaginativo —que es a lo que se les invita—, van a creer que sus vidas mismas van a cambiar de raíz. (230)
Luego, mirar las obras que él mismo coloca insta a comprender que solo sacudiéndose la mirada puede uno ingresar en el umbral de su desciframiento; uno, por lo demás, extenso. La historia del arte, entonces, aquélla en la cual el absurdo de los grandes maestros en barrios periféricos y bohemios santiaguinos sufre y se lamenta, y a la que se acude para refrendar el valor del costumbrismo pictórico, conforma un vínculo forzoso y absurdo que ha estado lejos de comprender la liberación hacia la verdad de las vanguardias:
Verás creo que el firmante es don Alberto Mackenna, caballero que, como todos sus consocios, está íntimamente convencido que las artes universales —así como suena: universales— tienen como objetivo halagar lo que piensa, siente, anhela y suspira su persona.
Cierto día parece que este caballero se encontró ante cuadros que «a él nunca le habían sucedido en su vida», y, al ver tamaña insolencia (de los autores —los mancebos sin pudor—), corrió a las columnas de un Mercurio cualquiera y lanzó su indignación.[9]
Se trataba especialmente de un desnudo de mujer hecho por Hernán Gazmuri en tendencia constructiva algo cubista. El señor Mackenna al ver una mujer así (…) «una mujer», ¿entiendes? —se indigna, y exclama con toda la ingenuidad deliciosa de un adolescente: «¡Yo siempre preferiré las mujeres del Ticiano!»
¡Te das cuenta de todo lo que hay encerrado en ese magnífico grito espontáneo? […] Ya empezarás a ver lo cómico, pues no me negarás que lo es en alto grado ver el nombre del veneciano en boca de don Alberto Mackenna... Pero esto no es todo ni es lo esencial. Es a una comicidad de grupo a la que quiero referirme, común a todos estos d-p-a-n-s.[10] Verás: ¿Comicidad? Te confesaré que a veces preferiría decir «infelicidad». Pero desde el momento que, al final, hace reír, dejemos «comicidad». Hela aquí: Todos estos caballeros d-p-a-n-s, no pueden hablar dos palabras de arte sin que, a borbotones, se les vengan a los labios nombres como el que acabamos de ver. Se exhibe un cuadro en una vidriera céntrica… Giotto retumba en los diferentes mercurios;[11] un pintor dominical expone sus manchas de vacaciones…, Murillo sale a bailar; se hace un concurso para regalar a la familia de luto el retrato al óleo del jefe finado…, Poussin es traído de una oreja y zarandeado a diestra y siniestra. Ya has visto: en Santiago de Chile, como en todos los pueblos del globo, se pinta, se esculpe, se rima y se toca..., pues don Pedro Reszka habla de la ¡Atenas! Americana.[12] (218–219)
Luego, en boca de Rubén de Loa, Yáñez-Emar retoma el ímpetu vanguardista y fuerza al reconocimiento del arte por su capacidad trascendental y en perpetuo examen y búsqueda. Los maestros, incluso los más sagrados, se han vuelto inofensivos, estériles, útiles al conformismo burgués imperante. Si el arte posee todavía su faceta reveladora, esta ocurre en los pintores de vanguardia.
Tres obras de vanguardia
Las obras de vanguardia son un verdadero desafío: la primera, de la serie Constelaciones de Arp (1896–1966), es rotulada como «Imposibilidad de reconocer los seres y objetos cotidianos», y comienza a demostrar cómo se experimenta la distancia con las vanguardias, todavía en 1935:
ven el arte únicamente de acuerdo con las necesidades y posibilidades de sus propias vidas —no de vidas totales, no en lo que pudiesen tener de imaginativo y creador— sino de vidas actuando en la diaria sucesión de los hechos. Por lo tanto, como una obra, pongamos, de Arp, de Braque o de Ernst, no tiene asidero —casi diría «comodidad»— para la realización de los hechos diarios y materiales les queda, acto continuo, en un terreno falto de aplicación, falto de utilidad (Emar, Miltín 228–229).
Más allá de las nubes de Ernst (1891–1976), es rotulada como «Temor de que se transformen los objetos y seres cotidianos». En este sentido, más parece que Emar en Rubén de Loa va dando a entender el pesar y la profunda decepción e incredulidad de poder cambiar ese estado de cosas. Emar, esotérico convencido,[13] se ubicaba como iniciado donde el arte de vanguardia es un estado de revelación de lo oculto, que debe ser sustraído de la experiencia cotidiana misma. Continúa:
Cesar Miró, con motivo de la exposición de Picasso, en Buenos Aires, hizo la tentativa. Ve lo que, entre otras cosas, decía: «Por otra parte, creo que se podría vivir en estos paisajes y, más todavía, juzgo que no sería demasiado arriesgado nacer en ellos. Me gustaría tocar esta guitarra y comer las manzanas de esta naturaleza muerta y asomarme a esta ventana y sentarme en esta mesa. No me parecería mal ser un saltimbanqui como aquel o trabar una gran amistad con esa mujer de brazos y piernas fabulosas, de ondulantes caderas y firme y armoniosa cabeza griega. Viviría en este mundo lleno de misterio, de brujería, y me encantaría encontrarme de pronto transeúnte en un paisaje de la época azul». Un d-p-a-n-s que leyó estas líneas, exclamó: «¡Yo siempre preferiré vivir en mi casa!» (230–231)
Junto a la tercera ilustración, simplemente rotulada como «PICASSO», donde se muestra una naturaleza muerta junto a una ventana del pintor español, Rubén de Loa va concluyendo y asegura que seguirá visitando exposiciones, sin demasiada convicción. Además, reitera que el valor de la vanguardia es crear y no imitar:
Es decir, resumiendo que estos artistas trabajan con su propia personalidad. Digámoslo de una vez: no imitan.
En cambio, todos los demás, los del Salón Oficial, los independientes, etc., carecen totalmente de personalidad, imitan. En sus obras se ve, en la concha del consueta, a Cézanne, Picasso, Chirico, Gris, Grigoriev, Lhote, Matisse y ¡qué sé yo! La concha de los otros —los de la S. N. de B. A.— está vacía. En ella no están los impresionistas ni los Artistes Français ni Álvarez de Sotomayor ni Somerscale ni Aman Jean, ni Sorolla ni nadie. Esta gente se inspira directamente del cielo, de sus arreboles y avecillas. (236)
De aquí entonces, la inclusión de estas tres imágenes de vanguardia responde, en primera instancia, a un propósito didáctico. En sintonía con lo realizado por Jean Emar en las «Notas de Arte» del diario La Nación, el pintor Rubén de Loa enseña sobre el valor del arte y sus exponentes de vanguardia. Hay dos frentes donde se disputa la legitimidad del «Arte Nuevo» incluso en el tardío 1935. El personaje del pintor viene a retomar lo escrito por Emar desde 1923, en un giro que, en una segunda lectura, sitúa el abandono definitivo, vía desdoblamiento, de la figura del crítico de arte. Ahora a Juan Emar le competerán asuntos de literatura, filosofía y experiencia vital —las que también serán portadas por otros personajes recurrentes en la literatura emariana, principalmente en la magna y definitiva obra final y póstuma, Umbral—, y las de las artes visuales mucho mejor las resolverá Rubén de Loa.
Es en una tercera lectura que podemos observar que Juan Emar define que vanguardia y verdad esotérica están unidas. Frente al escenario político y cultural que ampliamente comenta en la ficción, el arte como «verdad» es la materia y el horizonte al que se debe propender. Emar, de profunda convicción gnóstica y esotérica, creía que la experiencia cotidiana, con su manto de repetición y ocultamiento, podía, según ciertas coordenadas, dotarse de instantes de profunda revelación mística y que, en este sentido, el arte de vanguardia posibilitaría tal revelación en tanto su ser auténtico, producto de reflexión, abstracción y síntesis del mundo concreto. Por ello, su perfil de crítico y divulgador anhela otorgar las vías hacia lo sublime auténtico —término que, como se ve, Rubén de Loa no ubica en el arte de vanguardia— tan elevado que ni siquiera es llamado al lenguaje. Es una experiencia intransferible y repentina. De tal modo, es imperativo a todo hombre despierto, como los artistas contemporáneos, desentrañar la verdad inserta en el mundo concreto y, por ende, por muy deseable, nada le hace convencerse de que aquello ocurrirá en el sitial del arte nacional, donde sí debiese ocurrir y donde él mismo pudo lograr edificar entre 1923 y 1928.[14] Tres imágenes que, exhibidas, ocultan su significado, ya no por una condición de superioridad intelectual sino obscurecidas para los ojos no iniciados, cuya aproximación por voluntad es simple; pero el impedimento para el no iniciado —se concluye, lapidariamente— es absoluto.
La tarea: hacer escritura de vanguardia
Miltín 1934 es la novela considerada de mayor cualidad vanguardista según los investigadores de la obra emariana. La inclusión de dibujos e imágenes no es propia solo de Miltín 1934, también es utilizada en Un año y Ayer. En Miltín constan un retrato del asesino Henri Landru, un mapa ficticio del Río Puangue y una silueta de un cuadro de Honoré Daumier, «Crispin et Scapin», lo que unido a los cuadros de los pintores de vanguardia corrobora la intención del autor de crear una novela o artefacto nada tradicional. Con los cuadros de Arp, Ernst y Picasso, Emar quiere concluir su obra con un diálogo que puede dar sentido a todo lo narrado previamente. Extendiéndose en las valiosas consideraciones del personaje pintor Rubén de Loa que, de manera irónica, va desenvolviendo cuestiones acerca de la crítica de arte y su recepción, el autor y el narrador Juan Emar abandonan el talante crítico que por tanto tiempo han llevado en su accionar y atentamente escuchan a De Loa discurrir sobre dónde yace el valor del arte, al que parece no querer revelar del todo, sino que establece en su interlocución una relación de maestro e iniciado.
En esta última escena, Juan Emar reitera su compromiso e identificación con las artes vanguardistas que ya pusiera en circulación con las primeras «Notas de Arte» de 1923, con la sutil pero altamente significativa diferencia de ser aquellas firmadas como Jean Emar. Hacia 1935, el interés manifiesto de Emar es la literatura. Sobre las artes visuales ya parece haber demostrado con evidente ímpetu su posición. No obstante, ahora como el autor Juan Emar, es en la ficción donde los temas que le son más propios aparecerán y, como se ha podido apreciar aquí, han tomado aparición en el personaje de Rubén de Loa.
Es de notar que toda esta cuestión de las artes visuales (su misión, la razón de su expresión formal, el lugar de los artistas) responde de manera inequívoca a los planteamientos de Jean Emar, lo que permite reconocer que el propósito de la creación en artes visuales, primero, y de la literatura, después, no ha variado en su matriz y destino. Más todavía, el modo en que Rubén de Loa dialoga con Emar retoma el tono didáctico de la escritura de las «Notas», lo cual permite unir sin contrariedad la escritura y los dibujos y reproducciones de las «Notas de Arte» con las tres claves de los artistas del entorno cubista-dadaísta-surrealista situados en Miltín 1934. Por ende, Juan Emar sostiene la misión de Jean Emar como el rearticulador de la vanguardia inicial, pero en tono de despedida. En la autoría de Juan Emar, la tarea es hacer vanguardia literaria. Las artes visuales ya han ocupado una década y más en la vida de Emar, la de Jean Emar, cimiento para la obra futura del chileno. A partir de 1935, el autor tendrá tiempo y forma para expresar su crisis personal y epocal hasta el final de su vida.
Notas
[1] Álvaro Yáñez Bianchi (1893–1964), nombre real de Juan Emar, fue un escritor chileno poco valorado por la crítica local dada la excentricidad de sus tres novelas principales: Un año, Miltín 1934, Ayer. Después se publicaría la colección de cuentos titulada Diez en 1937. Sin mayor repercusión en el campo literario nacional, su figura se inundaría de misticismo hasta años posteriores a su muerte, cuando se reveló la existencia de un escrito de enorme extensión y en continua escritura, conocido como Umbral, publicado en 1996. Previamente, Emar hizo su aparición como crítico de arte del diario La Nación, de propiedad de su padre, el destacado político liberal Eliodoro Yáñez Ponce de León (1860–1932). A lo largo de su vida, este cambio en el uso de nombres personales comenzó desde muy joven, según se ha constatado en sus escritos personales, llevando a la ficción esta condición, en la cual vida y obra suelen sobreponerse.
[2] Véase Emar, M[i] v[ida] 134–135.
[3] Ibid. 162.
[4] Según establece Alejandro Canseco-Jerez en una cita de Juan Larrea: «Vicente [Huidobro] se empeñó en que un grupo de amigos nos trasladáramos a ver a los toros desde la barrera africana de Angola. Recogió informaciones en el consulado portugués, leyó libros y durante no pocas semanas estuvo machacándonos con el proyecto. Nadie se dejó seducir. (…) Tampoco se sintieron conmovidos Tzara, Lipchitz, Vargas Rosas, Pilo Yáñez» (Larrea citado en Canseco-Jerez, «Cronología» 502). En el ambiente familiar a Juan Emar se le conocía como Álvaro «Pilo» Yáñez.
[5] «En 1913, el propio Huidobro, en su libro Pasando y pasando, explica y critica al futurismo, señalando que esa escuela no aporta nada de nuevo (él mismo, sin embargo, más adelante, sobre todo en Altazor, va a recurrir a imágenes de filiación futurista). Probablemente conocía la traducción y comentario que publicó Rubén Darío del “Manifiesto Futurista”, de Marinetti, en 1909, en La Nación de Buenos Aires. A lo largo de toda la década circulan también artículos de prensa que tangencial o directamente critican las nuevas tendencias, explotando con sarcasmo el desconcierto del lector o del espectador ingenuo. Por ejemplo, en el mismo Pacífico Magazine (julio-1919), Daniel de la Vega publica “Las nuevas escuelas”, texto en el que adopta una actitud burlona sobre el futurismo, cubismo, creacionismo e imaginismo, calificando a éstos y aquéllos como “los incoherentes”, “los iluminados”, “los feístas”; se trata de artículos que se escriben desde los prejuicios del tradicionalismo estético y del modelo mimético del arte que equipara a todos los “ismos” con caos y locura» (Subercaseaux 141–142).
[6] Todavía no existen estudios que permitan comprender las relaciones de transferencia e intercambio entre los autores de las vanguardias históricas y la escritura de Juan Emar de manera precisa. Deben destacarse, sin embargo, los siguientes trabajos: Niall Binns, «En torno a Juan Emar.» Anales de Literatura Hispanoamericana, no. 26, 1997, fasc. 2, pp. 473–484; Cantin, Nadine. «Miltín 1934, una estética del espacio.» Taller de Letras, no. 36, 2005, pp. 99–111; Espinosa, Patricia. «Un año de Juan Emar, intertextualidades, metatextualidades y ontología del fragmento.» Aisthesis, no. 36, 2003, pp. 108–115; Lizama, Patricio, y M.ª Inés Zaldívar. «Emar, Juan (1893-1964).» Bibliografía y antología crítica de las vanguardias literarias. Chile, Iberoamericana-Vervuert, 2009, pp. 116–126; Niemeyer, Katherine. «Las novelas de Juan Emar». Subway de los sueños, alucinamiento, libro abierto. La novela vanguardista hispanoamericana, Iberoamericana-Vervuert, 2004, pp. 413–437; Vásquez, Malva Marina. «Lo sublime y lo impensado en la apuesta vanguardista de Miltín 1934 de Juan Emar». Aisthesis: Revista chilena de investigaciones, 2011b.
[7] Arturo Prat Chacón (1848-1879). Héroe chileno de la llamada «Guerra del Pacífico» (1879-1883) quien perdiera trágicamente la vida, tras arrojarse al acorazado peruano Huáscar junto a otros hombres, en calidad de capitán de la Esmeralda, torpedeada por dicho acorazado.
[8] «— ¿Estás seguro —pregunto— que, en este momento, ¡oh, amigo desinteresado! estamos charlando los dos y no estoy yo solo charlando ante mi mesa?
— Te lo ruego, ¡dadivoso y espléndido oh, amigo!, que no embrolles mi mente con semejantes dudas» (Emar, Miltín 210).
[9] Se refiere al periódico El Mercurio, nacido en 1827 como El Mercurio de Valparaíso. Se publica desde 1900 en Santiago hasta día de hoy. Se caracteriza por representar a los sectores más conservadores de la sociedad chilena y por su espacio abierto a la publicación de cartas enviadas por los ciudadanos sobre algún tema de interés.
[10] Sigla inventada por Emar para clasificar a sus oponentes: d-p-a-n-s = defensa pro-arte nacional sublime.
[11] Alusión irónica a la existencia de cualquier diario conservador que se erija como garante en materia de arte.
[12] Tal como estableciera el primer director de la Academia de Bellas Artes, el pintor italiano Alessandro Ciccarelli (1811–1879), quien —en su discurso inaugural de la Academia— dijera que Chile poseería «tantas analojías con la Grecia i con la Italia», que, profetiza Ciccarelli, «este hermoso país será un día la Aténas de la América del Sur», y él, «el primero en poner esta semilla de prosperidad en América del Sud» (Ciccarelli 16).
[13] A este respecto, consúltese Cecilia Rubio, «El motivo de la boda alquímica en “El unicornio” de Juan Emar.» Litterae, no. 5, Año 3, 2002. www.udec.cl/~litterae/articulos.htm; «Diez de Juan Emar y la tétrada pitagórica: iniciación al simbolismo hermético.» Tesis doctoral, Université de Montréal, 2004; «Las figuras de la trascendencia en la vanguardia chilena: arte hermético, arte espiritual.» Crítica y creatividad. Acercamientos a la literatura chilena y latinoamericana, editado por Gilberto Triviños y Dieter Oelker, Editorial Universidad de Concepción, 2007, pp. 311–333; «La euritmia de Juan Emar: Teoría del equilibrio y sistema constructivo.» Acta literaria, no. 37, segundo semestre, 2008, pp. 9–23; «El método iniciático de Rudolf Steiner en Un Año de Juan Emar.» Anales de literatura chilena, no. 10, Año 9, 2008, pp. 53–67; y Soledad Traverso, «Los personajes Martín Quilpué de Juan Emar y Belcebú de Gurdjieff: dos agentes del recuerdo cósmico.» Taller de Letras, no. 26, 1998, pp. 149–153; Juan Emar: la angustia de vivir con el dedo de Dios en la nuca, RIL Editores, 1999; «Piotr Demianov Ouspensky y Mario Roso de Luna en la obra de Juan Emar.» Hispamérica, no. 118, 2011, pp. 111–116.
[14] En 1928, tras intensos cambios políticos, alumnos y profesores de arte, durante el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en el poder tras un Golpe de Estado contra el presidente Arturo Alessandri Palma, viajaron becados por el Estado chileno a Europa, luego de que se procediera al cierre de la Escuela de Bellas Artes. El propósito de este viaje consistía en que los artistas se especializaran en el estudio de técnicas de artes aplicadas y posteriormente se reintegraran al proyecto modernizador impulsado por Ibáñez.
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Referencia electrónica
Grillo, Andrés. «Tres obras de vanguardia en Miltín 1934 de Juan Emar: didáctica, ficción y renovación para las artes plásticas chilenas de 1930.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 8, 2025, pp. 78–96.
URL: https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/tres-obras-de-vanguardia-en-miltin-1934-de-juan-emar
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.17664366
Imagen superior: Pablo Picassso. Frutero, partitura, botella y guitarra frente a una ventana. ca. 1920.






