De dragones, lobizones y calaveras: entre lo real y lo monstruoso en Lo que más me gusta son los monstruos de Emil Ferris

Natalia A. Accossano Pérez

 


 

En la «Nota introductoria» a su libro El castillo de los destinos cruzados (2004), Ítalo Calvino explica extensamente el procedimiento de composición esta obra a partir de las cartas del tarot; pero también, hacia el final, comenta que su intención original había sido escribir tres grupos de relatos enmarcados: a «El castillo de los destinos cruzados» —compuesto con el Tarot Visconti— y a «La taberna de los destinos cruzados» —que dispone del Tarot de Marsella— se sumaría «El motel de los destinos cruzados», cuyos relatos partirían de las imágenes de las historietas. Explica Calvino:

Sentí la necesidad de crear un brusco contraste repitiendo una operación análoga con material visual moderno. Ahora bien, ¿cuál es el equivalente contemporáneo del tarot como representantes del inconsciente colectivo? Pensé en los tebeos, no en los cómicos sino en los dramáticos, de aventuras, de miedo: gánsters, mujeres aterrorizadas, naves espaciales, vampiros, guerra aérea, científicos locos (14-15).

Calvino nunca llegó a escribir estos relatos, pero la importancia con la que reviste al mundo pictórico de las historietas pulp de finales de la década del sesenta como contraparte contemporánea de los arquetipos del tarot, no deja de ser sugestivo para pensar una obra como Lo que más me gusta son los monstruos de Emil Ferris[1]. Después de todo, una lectura posible de este cómic sería entenderlo como una reflexión en torno a las relaciones que establecemos con las imágenes y de cómo contamos historias con imágenes, incluso las de un diario personal.

A fin de cuentas de eso se tratan los cómics, a los que el reconocido historietista Art Spiegelman propone renombrar «co-mix» para transferir el énfasis de lo cómico (rasgo característico de este medio en sus orígenes decimonónicos) a su naturaleza híbrida, mixta: la combinación de texto e imágenes para contar historias (en Frey & Noys, 2002: 255). Pero no se trata simplemente la yuxtaposición de una cosa con la otra, sino de una auténtica «mezcla heterogénea», en la que lo textual no adquiere preeminencia por sobre lo visual, sino más bien lo opuesto: muchas veces lo visual se apropia de lo escrito en la forma de caligrafía expresiva, onomatopeyas dibujadas y globos de diálogo. En particular, Lo que más me gusta son los monstruos se adscribe al movimiento de la novela gráfica y desde ahí (como muchas de las obras de este tipo) empuja los límites de lo que el sentido común nos llevaría a esperar de los cómics, tanto en la forma como en el fondo.

Para hacer un poco de historia, la categoría «novela gráfica» surge a finales de la década de los setenta dentro del campo del cómic estadounidense, cuando el historietista Will Eisner la usó para diferenciar su última obra (A Contract with God, 1978) del mercado masivo de los cómics de publicación serializada (en general dirigidos a un público infantil); es decir, para presentar una historia de carácter más oscuro, aislada de los mundos posibles de los superhéroes, que comenzara y terminara dentro de los límites de sus tapas. Era aún la época de máxima tiranía de la Comics Code Authority: una asociación de editoriales formada en 1948 para la regulación del contenido de las historietas, con la que se censuraba cualquier cómic con violencia explícita, lenguaje inapropiado, funcionarios públicos recibiendo sobornos, un final donde no triunfara el bien y sí, también a los monstruos. De hecho, la implementación del Comics Code tuvo como blanco principal a la editorial EC Comics, entre cuyas polémicas publicaciones se encontraban las clásicas historias de terror de The Vault of Horror, The Crypt of Terror y The Haunt of Fear. Son las revistas que motivaron el resurgimiento del género en los sesenta, la década en la que Karen Reyes, la protagonista de Lo que más me gusta son los monstruos, las lee a escondidas en su colegio de monjas.

De todos modos, si Will Eisner es considerado el acuñador del término, su auge llegaría casi una década después, cuando se publicaron tres de las obras que se consideran paradigmáticas dentro del movimiento: The Dark Knight Returns (1986) de Frank Miller, Watchmen (1986) del guionista Alan Moore y el dibujante Dave Gibbons y Maus: A Survivor's Tale de Art Spiegelman, que se publicó entre 1980 y 1991 y fue la primera historieta en ganar un premio Pulitzer (1992). Si bien las dos primeras se adscriben al género de los cómics de superhéroes y Maus surge en el ámbito del cómic underground, las tres tiene como característica principal la preocupación por la Historia: por la coyuntura histórica de la que forman parte, por los conflictos sociales que la atraviesan, pero también por el pasado inmediato (la Guerra de Vietnam en Watchmen, el Holocausto en Maus) y el posible futuro. A diferencia de lo que ocurría en el cómic mainstream de los ochenta, en estas historias los personajes se encuentran en un momento específico y en un lugar determinado, tienen un pasado que los define y morirán definitivamente, los buenos (o al menos los que tienen buenas intenciones) no siempre triunfan al final y los monstruos tienen rostros humanos.

La novela gráfica, entonces, surge como una suerte de rebelión de los historietistas (guionistas y dibujantes) contra un formato ya agotado, dominado por los intereses económicos de las grandes editoriales y oprimido por la censura de la Guerra Fría. Más recientemente, Eddie Campbell escribe en su Graphic Novel Manifesto (2004):

Graphic novel signifies a movement rather than a form. […] there is nothing to be gained by defining it or «measuring» it. [...] The goal of the graphic novelist is to take the form of the comic book, which has become an embarrassment, and raise it to a more ambitious and meaningful level. […] The graphic novelists’ subject is all of existence, including their own life. He or she disdains the cliches of «genre fiction», though they try to keep an open mind.

Difícilmente podamos encontrar una definición (aunque sea provisoria, como sostiene Campbell) más acertada para una obra como Lo que más me gusta son los monstruos, en la que el diario personal de una niña se transforma en un relato policial protagonizado por esa misma niña (loba) devenida detective con sobrero y gabardina; pero en sus páginas también encuentran marco las memorias de una sobreviviente del Holocausto (Anka, la víctima del asesinato que inicia la investigación), las historias mínimas de varios marginales habitantes de Chicago en el agitado final de la década del sesenta, y las tan originales como bellas reproducciones de las portadas de las revistas pulp de monstruos (imaginarias) y de las pinturas de los grandes maestros del museo de Chicago (reales).

Karen Reyes, nuestra niña loba protagonista, tiene diez años, vive con su madre y hermano en un ruinoso edificio del Uptown de Chicago y escribe y dibuja un diario personal en un cuaderno anillado durante 1968. El año de la muerte de Martin Luther King y de y de Anka Silverberg, la bella y melancólica vecina de arriba de Karen. Como señalamos, el tiempo y el lugar cobran una nueva relevancia dentro del movimiento de la novela gráfica: los barrios bajos de Chicago, atravesando esa hora histórica marcada por el racismo, la lucha por los derechos civiles, la guerra de Vietnam y el movimiento hippie, así como la atmósfera opresiva de la Guerra Fría, forman parte fundamental de esta historia de monstruos. Tanto narrativa como visualmente.

Tal como lo hemos mencionado, en un cómic lo textual nunca se sobrepone a lo visual y, en esta obra en particular, la hibridación de géneros textuales (diario, relato policial, memoria) se funde en una compleja narración visual, en la que cada página contiene un reducido número de viñetas (la mayoría de las veces sólo una) e incluso los bordes (marcos de las viñetas o cartuchos de texto) se borronean y desaparecen: texto e imagen se funden, como el pasado se funde en el presente y la realidad se transfigura (sin dejar de ser reconocible) en la fantástica imaginación de Karen.

Y es que el libro que tenemos en las manos no sólo nos cuenta la historia de esta niña loba detective, es el diario de Karen; o al menos se nos presenta como tal, desde el interior de las tapas (que ostenta el dibujo de un corazón con las iniciales «M.H. + K. R.») hasta casi el más mínimo detalle: cada hoja presenta las líneas de los reglones y las típicas tres perforaciones, que Karen a veces incorpora a sus dibujos, usándolas como ojos o bocas. Cada ilustración, además, está realizada con bolígrafos de colores y rotuladores de diferentes grosores, demostrando (si hiciera falta) que ninguna herramienta (como ningún medio) es demasiado limitada en manos creativas. Ni siquiera en la mano casi inmovilizada de Emil Ferris.

En una nota para el New York Times, Dana Jennings comenta elocuentemente que, como casi todas las buenas historias de terror, la de Emil Ferris comienza con una mordida —o picadura—: en este caso, la de un mosquito portador del virus del Nilo Occidental, que dejó a la historietista inmovilizada de la cintura para abajo y con su mano derecha inutilizada. En la misma nota, Ferris cuenta cómo Lo que más me gusta son los monstruos fue al mismo tiempo su trabajo final de maestría en la School of the Art Institute of Chicago y la terapia que necesitaba para recuperar su habilidad de dibujar. Cada una de las dieciséis horas diarias que la historietista cuenta haberle dedicado a su libro (originalmente dibujado en cuadernos anillados) se reflejan en las maravillosas creaciones de sus dibujos.

Finalmente, todo el libro es una especie de quimera monstruosa, o un paisaje onírico poblado de monstruos: los que tanto ama Karen que quiere ser una de ellos (y así poder salvar a su familia de la enfermedad y la guerra); los de los relatos mitológicos que marcaron la infancia de Anka en el Berlín de entre guerras y cuyas memorias llegan a Karen a través de grabaciones en cassettes; los que habitan las pinturas del museo del Instituto de Arte de Chicago, a los que Karen llama (junto a los demás personajes: vírgenes, dragones, moscas y calaveras) «sus amigos”.

Vale la pena detenerse un momento para mencionar la belleza de las reproducciones de estas pinturas que Ferris realiza con biromes de colores, pero más aún la de la relación que nuestra niña loba establece con las obras. Karen mira los cuadros, charla con ellos, los vuelve ventanas por las que entrar en las historias que cuentan, así como en su propia historia; entra en los cuadros para buscar pistas que la ayuden a resolver el asesinato de Anka, pero lo que encuentra son rastros que la conducen a los lugares ominosos de su inconsciente, representados como el interior de la cueva del dragón en el San Jorge (1427-1452) de Bernado Martorell y en el fondo oscuro de la Magdalena (1617) de Jacob Jordaens. Finalmente, las pinturas ayudan a Karen en el momento más terrible del cómic: cuando quiere llegar a «la isla verde», una manchita esmeralda en uno de los ojos de su madre —imaginado bosque insular en medio del lago gris de su iris— luego de su muerte. Esta isla era su refugio cuando las pesadillas no la dejaban dormir y su madre la llevaba a la cama con ella. Pero ahora ya no estaba y Karen no sabe cómo hallar su lugar, ese paisaje amado. Al final, lo encuentra atravesando una tras otra las pinturas de paisajes del museo, de la pintoresca claridad de John Rathbone y George Morland (1790-1800) a la sombría casa del pescador de Harald Solhberg (1906).

En la cita inicial de esta reseña, Ítalo Calvino parece vislumbrar en los cómics una versión contemporánea de esas imágenes arquetípicas del tarot que el psicoanalista Carl Gutav Jung creía manifestaciones de inconsciente colectivo. En Lo que más me gusta son los monstruos, Emil Ferris parece reflexionar sobre cómo recurrimos a esas imágenes para contar historias, pero no sólo los mitos griegos y los cuentos de monstruos, sino nuestra propia historia, personal e íntima. En su inocencia de niña loba, Karen las mezcla todas (las pinturas de los grandes maestros, los cómics, los mitos, las gárgolas y cabezas extrañas de los viejos edificios, las imágenes de los santos y mártires que estudia en el colegio) y las dibuja en su cuaderno, donde quiere ser la detective de su cuento de misterio y sin querer se vuelve también la traductora (en el sentido benjaminiano) de las memorias de Anka y la protagonista de la pequeña tragedia familiar de su propia vida, en el Uptown de Chicago en 1968.

Notas

[1] Trad. Montse Meneses Vilar. Barcelona: Reservoir Books, 2018.

Bibliografía


Referencia electrónica

Accossano Pérez, Natalia A. «De dragones, lobizones y calaveras: entre lo real y lo monstruoso en Lo que más me gusta son los monstruos de Emil Ferris». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 3 (2020): 326-331. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/de-dragones-lobizones-y-calaveras-entre-lo-real-y-lo-monstruoso

Fecha de publicación
Publicación Hyperborea
Número 03