Paula Zori
pzori@unrn.edu.ar
Universidad Nacional de Río Negro
Labratorio Texto, Imagen y Sociedad
CONICET
Resumen
Este artículo explora una paradoja que caracteriza a la cultura visual fin-de-siècle: el advenimiento de nuevas tecnologías ópticas prometió mayor claridad y objetividad pero desencadenó una estética del borramiento. A través de una lectura comparada de L’Ève future (1886), de Villiers de l’Isle-Adam, y de la Iconographie photographique de la Salpêtrière (1877–1880), examinaremos los modos en que la literatura y fotografía decimonónica representan —e intervienen— el cuerpo de la mujer. Aquí atenderemos a un escenario moderno que destaca por su hipervisibilidad y por encarnar una hibridez entre arte y ciencia.
Palabras clave
Representación de la mujer — fin-de-siècle — literatura y fotografía
Title
Focus and Blur at the Fin-de-Siècle: Representing Women between Villiers and Charcot
Abstract
This article explores a paradox that characterizes fin-de-siècle visual culture: the emergence of new optical technologies promised greater clarity and objectivity but they simultaneously gave rise to an aesthetics of erasure. Through a comparative reading of Villiers de l’Isle-Adam’s L’Ève future (1886) and the Iconographie photographique de la Salpêtrière (1877–1880), this article examines the ways in which nineteenth-century literature and photography represented and shaped the female body. The discussion foregrounds the hybridity between art and science and the configuration of a regime of hypervisibility characteristic of modernity.
Keywords
Women’s representation — fin-de-siècle — literature and photography
Maxime apportait aussi les photographies de ces dames.
Il avait des portraits d’actrices dans toutes ses poches, et jusque dans son portecigares (…)
Monde singulièrement mêlé, image du tohu-bohu d’idées et de personnages
qui traversaient la vie de Renée et de Maxime.
— Émile Zola (433)
Durante el siglo XIX, los dispositivos técnicos prometían una visión más clara y profunda de la realidad; lo desconcertante fue descubrir que esa claridad tenía bordes borroneados. El presente artículo se propone explorar, en primer lugar, la promesa de verdad revelada que acompaña el advenimiento de los dispositivos ópticos decimonónicos para, en segundo lugar, develar cómo esa misma revolución desencadenó una estética del borramiento: un régimen de imagen que, lejos de garantizar transparencia, exhibe recortes, fisuras y oclusiones. Abordaremos este proceso como un fenómeno intermedial e interdisciplinario, a partir del análisis de los mecanismos de representación de la novela L’Ève future (1886) del francés Villiers de L’Isle-Adam y las fotografías tomadas en la Salpêtrière y recopiladas en los tres tomos de la revista Iconographie Photographique de la Salpêtrière (1877, 1878, 1879/1880).[1] Así, nuestros interrogantes indagan la manifestación cultural de uno de los grandes interrogantes de la época: la naturaleza y definición del cuerpo de la mujer. Aquí, el contraste entre la promesa de transparencia y prácticas que extienden una neblina sobre la imagen impresa abren el eje de análisis que guiará este trabajo: la configuración visual del cuerpo femenino en la encrucijada entre literatura y fotografía.
Si bien, tanto en L’Ève future como en la Iconographie, se encuentran numerosas y detalladas descripciones de mujeres como tema central, las diferencias entre ambas son notables. Así, a pesar de que Alicia Clary es la fuente de la desesperanza que arrastró a Lord Ewald a planear su propia muerte, cuando él la menciona le dedica inspiradas alabanzas poéticas: «ses pesants cheveux bruns ont l'éclat d’une nuit du Sud (…) sa cruelle bouche s’y épanouit, comme un œillet sanglant ivre de rosée (…) le lobe de ses oreilles charmantes est froid comme une rose d’avril» (Villiers 796). La cabellera como una noche cálida, la boca como una flor brillante y el extremo de sus orejas pálidas como la vegetación primaveral se distinguen del cuello hinchado y rendido de la plancha IV (Bourneville y Regnard 1877, 8), la mandíbula contraída de la plancha XVIII (1878, 162) y los músculos excitados de la plancha XXXIV (1879–1880, 221) que caracterizan a las internas de la Salpêtrière. En la Iconographie, el lenguaje es simple y funcional y se limita a exponer objetivamente lo que perciben las miradas, sin incluir impresiones subjetivas que, aunque bellas, pudieran contaminar las descripciones que aspiran a tener valor documental. Así, comenzamos identificando una particularidad importante de la composición de nuestro corpus de estudio porque entre la novela y las fotografías no solo existe una distinción medial —literatura y fotografía— sino también disciplinaria: el discurso del arte en oposición al científico. Los modos de representar el cuerpo femenino que citamos señalan, en efecto, una fundamental diferenciación de objetivos y retóricas. Con todo, ambos grupos de composiciones se empeñan en indagar —insistentemente— cuerpos de mujeres y, también ambos, lo hacen con un mismo mecanismo y ponen en juego las posibilidades de análisis que brindan la representación y la reproducción de esos cuerpos en imágenes. Tanto en la novela como en la publicación científica, la innovadora tecnología para realizar representaciones —la más importante para nosotros es, sin dudas, la fotografía— se introduce como una fuente de nuevas certezas reveladas.
Durante el siglo XX, la imagen cobra una importancia central en los procesos de producción cultural (Bredekamp 8). Bredekamp afirma que —a pesar de la importancia que tienen las imágenes en la historia— la humanidad no ha reflexionado tanto sobre los efectos de este fenómeno desde la iconoclastia del periodo bizantino y el primer cisma del cristianismo dado el advenimiento del protestantismo. Siguiendo esta reflexión, entendemos el contexto de producción de nuestro corpus de imaginería textual y fotográfica decimonónica como una protohistoria donde se asientan las reflexiones que abundarán en el siglo XX. En efecto, la centralidad de la mirada que caracteriza a la modernidad fin-de-siècle (Clúa, «Género» 187) es el punto en común que nos permite conectar literatura y fotografía, por un lado, y arte y ciencia, por el otro.
Generar una explicación universal que resuma el espíritu de época —principalmente en un contexto en el que todo parece sucederse con una velocidad inusitada respecto de la historia precedente (Berman)— resulta excesivamente ambicioso, sin embargo, «la evanescencia de lo real convertido en imagen parpadeante parece ser el denominador común que se halla tras muchos de los destellos de la cultura finisecular» (Clúa, «Cuerpo» 158). En efecto, lo vertiginoso de la modernidad hace que aquello que antes era considerado verdadero y estable parezca esfumarse. Con todo, en paralelo a esta creciente sensación, se desarrolla una sucesión de mecanismos técnicos que, en apariencia, atrapan aquello que está en proceso de desaparición: aquí, la representación brinda la posibilidad de observar más y mejor y, en simultáneo, la verdad se relaciona directamente con lo que se ve, contexto en que el mundo deviene visión (160).
La presentación de Evelyn Habal en L’Ève future —una de las tres mujeres analizadas en la novela— es significativa en este aspecto. Su exótica danza se muestra a Lord Ewald a través de una proyección cinematográfica (Villiers 903). A pesar de que —tal como relata Edison poco después—, al momento del relato, ella sucumbió a una de las enfermedades a las que parecen estar destinadas quienes eligen la vida de una artista de la noche, el cuerpo bello y seductor se materializa en el recinto. Su presencia es parpadeante por el celuloide y, también, lo es por la intermitencia de su ausencia, por la interrupción, pasajera, de la muerte. Así, gracias a los instrumentos tecnológicos, su cuerpo ocupa —una vez más— el espacio y sus movimientos habitan el tiempo. Estamos ante un contexto de hipervisibilidad en el que se manifiestan dos fenómenos simultáneos (Arantzazu Ruiz 41). Por un lado, se multiplican los mecanismos e instancias de registro —Clúa llama a esto el desarrollo de un territorio panóptico («Cuerpo» 160)— y, por el otro, dos dimensiones básicas de la realidad —espacio y tiempo— se desdoblan en representaciones obteniendo un mayor espesor. Aquí, lo real y la verdad adquieren una profundidad que supera la plana superficie del lienzo de una pintura y permite al observador curioso y atento despejar las distintas capas de las apariencias y adquirir un conocimiento más agudo.
En efecto, el atractivo físico de la primera presentación de Evelyn —la danza captada por la cámara cinematográfica— luego es desmentido por una nueva imagen, una composición de los restos materiales que dejó tras su muerte, guardados en el laboratorio de Edison y dispuestos en una composición que simula ser una vanitas barroca. En sintonía con los requerimientos temáticos del género pictórico, los elementos que conforman la nueva presentación de Evelyn —mucho más verídica que la primera— son una serie de bienes materiales. Resulta desconcertante que Villiers decida titular el capítulo en cuestión «Exhumation», término alusivo al proceso de exploración del cuerpo de un muerto (Villiers 906–7), porque la exhumación en la novela no implica materiales biológicos, sino una serie de cosméticos y vestimentas de moda que Evelyn utilizaba para engalanar su aspecto. Al fin de cuentas, la atractiva bailarina no era más que una ilusión, una figuración proyectada, incluso cuando aún estaba con vida. Lo que revela la primera imagen de ella —la cinematográfica— es, en verdad, la reproducción de la apariencia que ella había seleccionado e impreso sobre su cuerpo. La técnica se encarga de crear una composición que ya había sido concebida con anterioridad y, posteriormente, los restos inorgánicos de su aspecto se combinan para formar una nueva representación: una vanitas. En última instancia, estamos ante un mundo que aumenta su complejidad mediante la superposición de múltiples capas de imágenes.
La enorme alteración de los modos de observar la realidad y, por extensión, los mecanismos con los cuales el ser humano produce conocimiento son el resultado de un proceso que comienza a desarrollarse durante la primera mitad del siglo XIX y se acelera considerablemente hacia fines del mismo siglo: la invención de nuevos aparatos ópticos (Crary 15). El principio sustancialmente azaroso de instrumentos como el caleidoscopio, inventado en 1815, colocan ante el ojo composiciones que nunca antes habían sido contempladas. El taumatropo de 1820 ayudó a la consolidación de la idea de una imagen virtual: una que no existe en el mundo y que solo aparece por un instante, cuando el observador tracciona el mecanismo. Asimismo, aparatos como el fenaquistiscopio (1830), el zootropo (1834) y el estroboscopio (1839) suplantaron progresivamente la acción humana en el proceso de creación de la virtualidad y posibilitaron la observación pasiva —podemos exceptuar la pasividad de la mente que, considerando la novedad de los aparatos citados, estaba sobreestimulada— de una imagen en movimiento. El estereoscopio (1840) posibilitó la creación de un efecto de tridimensionalidad que supera los resultados de la perspectiva tradicional. En definitiva, cada una de estas innovaciones representan «un arsenal tecnológico que permitiría captar y registrar mejor un campo de lo visible en expansión» (Arantzazu Ruiz 23). Expansión que acarrea dos consecuencias: por un lado, tal como indicamos, un engrosamiento de la realidad observable —la aparición de la imagen virtual es un ejemplo privilegiado de este aspecto— y, por el otro, el perfeccionamiento de las posibilidades de percepción del ojo humano ya que, con la ayuda de estos implementos modernos, se podía —como ya hemos enfatizado— ver más y mejor. En efecto, estas nuevas maneras de mirar producen una modificación sustancial del mundo observado (Mira Pastor 412).
Tal como indica Jonathan Crary, la aparición de nuevas tecnologías en el siglo XIX desencadena un proceso de modernización del observador que altera las expectativas de las personas respecto de las experiencias de contemplación (26). Así, al dejar de lado el esquema de observación heredado del Renacimiento —subordinado a la idea de la cámara oscura—, tanto el ritual como la experiencia de la percepción se modifican sustancialmente. Es decir, que la contemplación frontal, pasiva y distante resulta ahora insuficiente y las sensaciones —junto con las reflexiones— que surgen de las nuevas prácticas son inéditas. Como consecuencia, el espectador se colma de curiosidad y fascinación renovadas pero también de inquietud. La evolución del panorama de fines del siglo XVIII al diorama decimonónico es un gran ejemplo de este fenómeno: aquí, se suplanta una manifestación pictórica que, aunque con proporciones monumentales, brinda una experiencia de contemplación tranquila y pacífica por otra cuya mecánica incluye juegos de luces, sonidos sorpresivos e imágenes en movimiento. La maqueta animada que representa al diorama se aleja de la tradicional exposición de una pintura en un museo y se parece más a una puesta en escena donde el espectador se funde con la obra.
Si bien la aparición de los dioramas se remonta a principios del siglo XIX, aún ocupan un lugar privilegiado en las últimas Exposiciones Universales de fines de siglo. En efecto, la superación del esquema de observación clásica de la cámara oscura aún resulta fascinante para los espectadores fin-de-siècle. Estas exposiciones, identificadas en los afiches promocionales con la denominación de «sciences et arts industriels», establecen un vínculo entre el espectáculo —el entretenimiento— y la tecnología junto a la producción científica. Por lo tanto, los mecanismos de producción de conocimiento de la época y los aparatos técnicos que allí se exponen son inseparables.
De todos los innovadores artefactos que se exhiben, la fotografía es —para Enric Mira Pastor (416)— el medio moderno por excelencia y su utilización en la ciencia es decisiva. En sintonía con lo que hemos desarrollado hasta aquí, desde el momento de su invención, el medio fotográfico «ha influido radicalmente en nuestro modo de percibir la realidad así como en la funcionalidad de las relaciones sociales y personales» (412) y, asimismo, en los procedimientos de control, registro y diagnóstico de las ciencias —y prácticas— médicas. Por otra parte, la fotografía fue considerada una herramienta para ampliar y perfeccionar las capacidades perceptivas de los médicos, quienes podían utilizarla para observar síntomas o características físicas imperceptibles a simple vista. La creciente importancia de la fotografía como instrumento de tratamiento clínico se refleja en la Iconographie. Allí se indica que los médicos, disuadidos por las limitaciones del dibujo, se vieron obligados a recurrir a un fotógrafo. Los primeros registros fueron tomados a inicios de la sexta década del siglo XIX por operarios externos, sin embargo, pronto fue necesario hacer una nueva modificación ya que: «[les] premières tentatives furent peu fructueuses: souvent, lorsque l'opérateur arrivait, tout était fini» (Bourneville y Regnard 1877, iii). La producción de fotografías se volvió tan indispensable, que fue necesario contratar al fotógrafo Paul Regnard como interno de la institución. Gracias a la vigilancia constante de esta cámara fotográfica, pocos años después, se realiza la primera publicación de la Iconographie con imágenes producidas íntegramente en la Salpêtrière.
Tal como puede inferirse aquí, la utilización de las nuevas tecnologías produce una alteración en las capacidades perceptivas del ojo humano pero, en verdad, no genera cambios en la mirada como medio para conocer el entorno. La innovación afecta el instrumento pero no el método. De esta manera, el artefacto tecnológico suplanta, y mejora, «la capacidad del ojo, no de la vista, a la hora de conocer los secretos de la naturaleza» (Arantzazu Ruiz 20). En la medicina, la inclinación por observar y conocer el cuerpo se mantiene intacta y ahora, gracias a estos medios, particularmente a la fotografía, «el vistazo clínico es (…) un dardo que va directo al cuerpo del enfermo y casi llega a palparlo» (Didi-Huberman 44). Los efectos en el discurso médico no tardan en manifestarse, y este medio de representación se erige como una nueva herramienta para expresar la verdad, una que posee la capacidad de transmitir lo real. En este contexto, «la fotografía fue entendida como un medio de reproducción objetivo de la realidad y utilizada casi inmediatamente para el registro de datos científicos» (Montilla 50). En el prólogo de la Revue Photographique des hôpitaux de Paris —primera publicación médica que incluye imágenes fotográficas como evidencia— se indica que allí utilizan «un mode d'illustration, tout à fait nouveau en médecine, [qui] nous permet de joindre à cette Revue des planches dont la vérité est toujours supérieure à celle de tout autre genre d'iconographie» (Montméja y Bourneville xi). La concepción de que la fotografía posee la capacidad de representar una verdad superior a la de cualquier otro medio es lo que lleva a Edison a concluir que «les peintres imaginent: mais c'est la réalité positive qu’elle nous eût transmise» (Villiers 786). Así, su valor radica en su pretendida relación íntima con la verdad. La idea de este realismo fotográfico conlleva dos creencias muy significativas: en primer lugar, que existe una relación de autoridad y semejanza entre lo representado y el referente y, en segundo lugar, que la imagen producida es siempre clara, transparente —sobre todo en contraposición a las imágenes artísticas con las que las compara Edison— y que en ella no hay información redundante: una figuración que siempre garantiza un conocimiento certero (Didi-Huberman 84).
En las ciencias médicas, la implementación del realismo fotográfico —y por extensión, de aquellas dos creencias— produjeron un novedoso discurso que prometía la creación de un sistema de clasificación de los cuerpos (Arantzazu Ruiz 28). La certeza de que la fotografía podría suplantar al paciente y que dicha imagen era absolutamente clara permitiría identificar rasgos transversales a los enfermos particulares y aplicarlos a la caracterización general de las enfermedades. Si bien la primera publicación de la Iconographie es, en efecto, el resultado de un proceso de identificación y clasificación de los cuerpos, es muy notoria la progresiva evolución que el método de representación desarrolla a lo largo de los tres volúmenes. En el primero, publicado en 1877, es frecuente encontrar rostros ensombrecidos y miembros borroneados por el movimiento, característica que en la última publicación —de 1880— desapareció por completo. A pesar de que la tecnología fotográfica en los tres volúmenes es la misma —placas de colodión húmedo—, las imágenes ganan nitidez, los cuerpos allí retratados se muestran cada vez más categóricos, más claros, más cercanos a un sistema discreto de clasificación de la enfermedad. En efecto, algunos de los dispositivos ópticos desarrollados en este contexto, como la fotografía, se utilizaron «como emplazamientos de saber y poder que operan directamente sobre el cuerpo del individuo» (Crary 24). Así, las técnicas de observación fin-de-siècle tienen una estrecha conexión con los mecanismos de control, así como con la posibilidad de entender y resolver unas de las obsesiones más recurrentes durante el periodo: el cuerpo femenino (Kelly 129).
El realismo fotográfico se ve autorizado en la impresión de que la imagen refleja con exactitud algún aspecto de la realidad. La facultad mecánica del proceso de producción fotográfica, en contraste con el pictórico, refuerza la certeza de que la subjetividad humana no influye en la composición final. Sin embargo, esta creencia no es exclusiva de este medio; la pretensión de semejanza también es una característica inherente al retrato pictórico. Su historia ha sido la de su semejanza con un modelo vivo (Belting 143). Una vez más, la fotografía emerge para alterar el significado de procedimientos representativos previamente establecidos, ya que, tras su invención, la comparación con el referente no volvería a ser la misma. La promesa de fidelidad de la fotografía impregna a la tradición de representación pictórica de un valor relativo, dependiente de la subjetividad del artista. Sin embargo, es importante enfatizar que la promesa de referencialidad absoluta del realismo fotográfico es solo eso: una promesa, una aspiración.
En L’Ève future se ilustra de manera muy elocuente la desconfianza hacia las relaciones de semejanza, sean éstas producidas por el pincel o por la cámara fotográfica. Así, tres personajes que poseen valoraciones sustancialmente opuestas —la Venus, Alicia y Hadaly— comparten la misma imagen. Un solo rostro que se valora, alternativamente, como un pasado cultural admirable, un presente en decadencia y un futuro esperanzador. En consecuencia, Edison reflexiona:
Cette ressemblance avec la statue dont on reconnaît l’empreinte en la chair de cette femme, oui! que cette ressemblance n’est que maladive (…) qu’elle est née avec cela comme d’autres naissent tigrées ou palmées, qu’en un mot c’est un phénomène aussi anormal qu'une géante! Ressembler à la Venus Victrix, n’est chez elle, qu’une sorte d'éléphantiasis dont elle mourra. (Villiers 969)
En este contexto, la semejanza puede ser comparada con una enfermedad, una disonancia existencial que evidencia un malestar. Ahora bien, tal como indicamos anteriormente, el nuevo realismo fotográfico supone una promesa de fidelidad superior que se refleja tangencialmente en nuestro corpus. En L’Ève future con el advenimiento de la ideal Hadaly —cuya imagen será impresa en su cuerpo mediante la fotoescultura— y, en las fotografías de la Salpêtrière, como motivo primario para invertir tiempo y esfuerzo en la creación de un catálogo de cuerpos representados. Estas imágenes son creadas para elaborar un sistema de clasificación de la enfermedad que establecería los parámetros físicos de quienes la padecen. De cara a la sociedad —y en sintonía con la ansiedad por el cuerpo de la mujer— el tratamiento fin-de-siècle de la histeria es un intento de la medicina por mostrar los peligros de lo femenino regresivo (Dijkstra 49). Así, la objetividad del medio de representación mecánica responde a un objetivo que nace de sentimientos que no escapan de ser subjetivos: el miedo y el prejuicio.
De esta manera, la conversión del cuerpo en una imagen —completamente verídica— por medio de la fotografía se sustenta en la creencia de que los locos —las locas, en particular— se diferencian del conjunto de la humanidad por su aspecto, son una subespecie marcada visualmente (Montilla 50). Este mecanismo de clasificación en consonancia con un diagnóstico médico remite a la disección renacentista, consistente en abrir un cuerpo para observarlo y, así, revelar la historia de su muerte. El inconveniente que encuentra la psiquiatría del siglo XIX es que trabaja con pacientes, en principio, vivos. Así, aparece la necesidad de desarrollar un mecanismo de vivisección y la realización de un catálogo —una fisiología de los vivos (Didi-Huberman 34)— acude en auxilio de este requisito. Se inaugura un proceso en el que las personas dolientes se convierten en representaciones y, tal como lo indica Didi-Huberman, la histeria fue un dolor que se vio forzado a ser inventado como imagen (11). De este modo, la fotografía habilita un nuevo examen de los cuerpos femeninos (Lathers 54).
A medida que se desarrolla el método que optimiza la representación de las histéricas se descubren —o inventan— distintos procedimientos que permiten alterar y disponer los síntomas en función de los requerimientos de la cámara y, por extensión, de la puesta en escena de la enfermedad. Procedimientos como la compresión ovárica, los botones histéricos y la hipnosis —todos ellos citados en la Iconographie— suspenden o inician el síntoma a voluntad del médico. En este sentido, la última es un mecanismo particularmente productivo porque «the paralytic immobility of the hypnotic trance, deprives woman of anatomical self-awareness, reducing her to a formless stone block awaiting the inscriptions of the hypnotist» (74). La inmovilidad y la docilidad de una hipnotizada son ideales para los requerimientos de la representación fotográfica: quietud para la definición y una pose dramática para la sorpresa. En la lámina XXXIII de la Iconographie (1879–80) «les bras, le corps, prennent et conservent l’attitude qu’on leur impose» (Bourneville y Regnard 221, fig. 1). En efecto, la intervención del médico sobre la posición de los cuerpos en este retrato es absoluta, el resultado es una imagen increíblemente funcional al síntoma o característica de la enfermedad que se desea representar.

Como estas posturas de la locura, la mujer ideal en L’Ève future también necesita la determinación de un hombre para existir (Kelly 148). Cuando Edison le informa que, por fin, encontró una buena razón para que la androide abandone su refugio —el laboratorio subterráneo del inventor— y salga al mundo para vivir una vida humana, ella murmura dulcemente a través de su velo: «je ne tiens pas à vivre!» (Villiers 828). Sin embargo, cede —dócil— ante la fatalidad de Lord Ewald. En la conversación final de estos dos personajes, cuando la primera intenta convencer al segundo de que derrote el miedo y la acepte como su compañera de vida, la dependencia existencial de Hadaly se manifiesta explícitamente:
Qui suis-je? Un être de rêve (…) Attribue-moi l'être, affirme-toi que je suis! renforce-moi de toi-même. Et soudain, je serai tout animée, à tes yeux, du degré de réalité dont m’aura pénétrée ton bon-vouloir créateur. Comme une femme, je ne serai pour toi que ce que tu me croiras (…) Tu oublies que ce n’est qu’en toi que je puis être palpitante ou inanimée. (991)
Así, la androide es ideal porque permite que su compañero la complete con su voluntad, cualquiera sea ésta. Nada en ella puede contrariar a su amante porque él es quien la define y le da forma. Según Lathers, «the text may be read (…) as a case study of several incurable hysterics who are replaced by an ideal female fabrication who, one may assume, will display no signs of a nervous disorder» (114). En efecto, Edison refiere con frecuencia la inmunidad de la androide a enfermedades que suelen afectar a las mujeres biológicas (851) y en ello identifica una de sus superioridades: «la nature change, mais non l'Androïde (…) elle ne connaît ni la vie, ni la maladie, ni la mort» (939–40). En definitiva, la mujer artificial es perfecta porque todo está en ella bajo completo control: su cuerpo no enferma —nunca pierde el equilibrio— y, además, no existe sin la voluntad de su poseedor, nada en ella es inesperado o disruptivo, todo está controlado.
Por su parte, de Fren afirma que el núcleo narrativo de L’Ève future es la disección de cuerpos femeninos (235). No solo existe un capítulo dedicado en exclusiva a la apertura y exploración de cada una de las partes del cuerpo de la androide, sino que también el relato expone con insistencia representaciones de mujeres, que analiza con detenimiento. No es de extrañar que las dos mujeres que podrían estar diagnosticadas de histeria —Alicia y Evelyn— sean estudiadas a través de fotos o videos, como las internas de la Salpêtrière, y que Hadaly tenga la capacidad de abrir su organismo a voluntad para exponer su misterioso mundo interior. Para de Fren, en L’Ève future «dissection is simultaneously a revelation of the interior wonders and horrors of the body and larger, universal truths that defy both vision and intelligibility» (240). Aquí, la relación entre lo particular —el cuerpo individual— y lo universal —las verdades colectivas— es total pero, tal como indica la misma de Fren, la elaboración de retratos esquematizados impone un desafío a los límites de la visión y el modo como entendemos los objetos del mundo (240). En efecto, el fenómeno de expansión de lo visible de fines del siglo XIX se manifiesta y abre la posibilidad de adentrarse en un cuerpo aparentemente delimitado para desencadenar una serie de imágenes, saberes, interrogantes, etcétera. En definitiva, nuevas fascinaciones y renovados miedos. Aquí la pretensión de las imágenes científicas como asequibles y claras se relativiza porque el mundo revelado por la disección se presenta como un territorio novedoso y extendido. No estamos, en absoluto, ante una imagen simple sino ante una imagen excesiva.
Antes, mencionamos cómo durante el fin-de-siècle se abandona el esquema de visión renacentista simbolizado en la cámara oscura. Al respecto, Crary afirma que el símbolo que mejor representa las nuevas prácticas y pretensiones de observación es el estereoscopio (24). El espectador moderno puede emplearlo para escapar de su contexto inmediato y verse inmerso en una escena increíblemente vívida —dada su tridimensionalidad. Con él, quien observa deviene un espía, un voyeurista, es por eso que Crary afirma que este instrumento se caracteriza por ser obsceno, un aparato que, a lo largo del siglo XIX, «se hizo cada vez más sinónimo de imaginería erótica y pornográfica» (168). Así, podemos concluir que el exceso es una de las características principales de los nuevos procedimientos visuales fin-de-siècle.
A la par de lo anterior, los modelos de representación de la mujer hacia fines del siglo XIX también muestran una tensión interesante en relación a la composición de imágenes simples —calmas— y otras excesivas. Su interpretación cultural, indica Clúa, se encuentra en una encrucijada discursiva («Género» 191). Se contrapone a una representación de la mujer como tímida, frágil y obediente al hombre que posee su tutela —sea padre o esposo—, y cuya sexualidad está perfectamente encauzada por la vía institucional del matrimonio, otra representación con una personalidad perversa, consumida por la maldad y el deseo, y cuya sexualidad está, por tanto, fuera de control (Litvak 141; Deneys 186; Clúa, «Género» 199–200). L’Ève future presenta este binomio con particular claridad. De esta manera, Edison aclara a Lord Ewald que la invención de una mujer ideal no pretende «supprimer l’amour envers ses épouses, si nécessaires (…) à la perpétuité de notre race» (Villiers 951). No obstante el importante rol que estas mujeres cumplen para el devenir de la sociedad —la procreación— y por el cual merecen ser apreciadas, existe en este modelo de mujer otras características que son estimables:
En omettant même ces intelligentes femmes, sans nombre, qui passant, sous des humiliations inconnues, courbées sur les dénués, les souffrants, les bannis, les abandonnées, et n’attendant, pour toute récompense, que le sourire un peu moqueur de celles qui ne les imitent pas, —il est, il sera toujours des femmes qui sont et seront toujours très suffisamment inspirées par plus haut que l’instinct du plaisir. (865)
Mujeres abnegadas y generosas, dispuestas a entregarse por completo al cuidado de los demás y que desconocen los sentimientos de ambición, lo entregan todo a cambio de nada, no esperan rédito de ningún tipo, sobre todo en lo que respecta al placer físico. Estas «nobles fleurs humaines» (865) piensan, cuidan y procrean porque es su deber y no porque les guste hacerlo. En ellas no hay motivación, solo servicio y obediencia. Por ello, indica Edison, no tienen nada que ver con el otro tipo de mujer, aquél que es sentenciado peyorativamente en el discurso del inventor.
En oposición a este modelo sereno y servicial, la modernidad encarna una mujer consumida por sus impulsos vitales, la mayoría de ellos carnales. Aquí el erotismo es presentado como «profanación de lo divino, mancillamiento de lo bello, martirio de lo inocente» (Litvak 86). Y, como tales, estas mujeres extremadamente sexuales no pueden ser más que terrenales, espantosas y pérfidas. Es por ello que Hadaly, la mujer ideal, es un ser asexual. En sintonía, la identificación de una sexualidad exacerbada es normal en las internas de la Salpêtrière. En los relatos de la Iconographie son frecuentes los delirios en los que las internas seducen y consuman el acto sexual con amantes imaginarios y, como puede verse en la plancha XXIX (fig. 2), asumen poses lascivas semejantes a las que realizaban las actrices y bailarinas de la época.

A pesar de la clara definición que Edison realiza de la mujer perversa como desagradable, en verdad, su presencia encarna una profunda hibridez (Clúa, «Cuerpo» 163). Es por ello que los hombres quedan fascinados por la irrefrenable atracción que provocan, sin embargo, el peligro es latente: seducción y espanto se condensan en un mismo estereotipo. Su naturaleza heterogénea se refleja en su frecuente identificación con personajes mitológicos —sirenas, esfinges, vampiresas, etcétera— que no solo comparten su atracción encantadora, sino que también materializan la composición dual en su cuerpo y, por extensión, apariencia. Así, las definiciones de tales mujeres suelen incluir referencias pertenecientes al mundo animal —o al vegetal, como ocurre con la de Evelyn (Villiers 895)— porque se trata de criaturas que se comportan siguiendo sus instintos más elementales, entre los que se encuentran las pulsiones sexuales (Lathers 105).
Tal como indica Lily Litvak, la necrofilia, tan extendida en la literatura fin-de-siècle plantea la indisoluble unión entre lo bello y lo terrible. En ella se mezclaba la repugnancia, el horror y el miedo con la curiosidad y la fascinación (101). Sin embargo, el arte no es el único campo en el cual se manifestó este fenómeno: «fueron, efectivamente, los psicólogos y médicos de fin de siglo quienes descubrieron e investigaron por primera vez la perversidad en el placer» (127). Así, la definición de la mujer fin-de-siècle se encuentra atrapada en una paradoja; una en la cual se condensan dos extremos, en apariencia, opuestos. Si bien la representación del género femenino —al menos en su versión perversa— como una contradicción es un tópico transversal a las dos producciones culturales que conforman el corpus de este artículo, el tratamiento que ofrecerá cada una de ellas difiere. De esta manera, la búsqueda de representación de una verdad clara en las ciencias médicas supondrá, indica Didi-Huberman, que una de las gesticulaciones más características en el comportamiento patológico de las internas de la Salpêtrière sea también el más evitado por los médicos y operarios que las retratan: el grito histérico (341). Representativo por su ambigüedad, el grito resulta un desafío para la interpretación de la clínica porque puede significar alternativamente dolor o placer. Por esta razón, a pesar de su frecuente mención en los relatos, rara vez se encuentra representado en las fotografías. Sacrificado en pos de la efectividad del mensaje, la ausencia del grito delata una cierta desconfianza y pérdida de control.
La sensación de peligro inminente es, en efecto, una de las características principales asociadas a la mujer perversa. De una manera muy ilustrativa, el estereotipo máximo de este tipo de feminidad en L’Ève future —Evelyn— reduce a su amante a la miseria más fraudulenta en solo tres meses para luego abandonarlo sin escrúpulos (Villiers 884–5). Así pues, una vez cegados y contaminados, «ensorcelés par la lente hystérie qui se dégage d’elles, ces “évaporées” accomplissant leur fonction ténébreuse, —en laquelle elles ne sauraient éviter elles-mêmes de se réaliser— les conduisent, forcément, en épaississant, d’heure en heure, la folie de ces amants» (890). Aquí, este tipo de mujeres son presentadas como un impulso irrefrenable y sus acciones y voluntades son absolutas: ellas fuerzan, arrastran, hacen reinar lo tenebroso y hunden a los hombres que las veneran en una locura que no es más que una extensión de su propia naturaleza de histéricas.
Según Bredekamp, la figura del autómata esconde una ansiedad por la influencia que las imágenes tienen en la vida de las personas (105). En consecuencia, la creación de artefactos que cobran vida y toman el lugar de seres animados en la realización de determinadas actividades es un intento por controlar ese miedo latente ya que otorga al fabricante el poder de dominar cada uno de los parámetros de su composición. Por ello, Bredekamp afirma que los autómatas son imágenes que, en verdad, funcionan como contra-imágenes: atenuadores de los efectos adversos de la representación del mundo —que, recordemos, en el periodo decimonónico deviene en un incremento del espesor de la realidad (93). Similar a las mujeres creadas en las múltiples reinterpretaciones del mito de Pigmalión que se manifestaron en la historia de la humanidad —y, con gran profusión, en el siglo XIX—, la imagen del autómata implica una apariencia vaciada que se completa con la voluntad de quien la creó (Clúa, «Cuerpo» 162). Tal como indicamos con anterioridad, este aspecto está representado en L’Ève future, ya que la existencia de Hadaly depende de la intención de su dueño, Lord Ewald. Ella es una cáscara vacía que espera ser llenada.
La cultura del espectáculo fin-de-siècle alumbró una figura que tenía la característica de ofrecer al público —particularmente masculino— la posibilidad de completarla con sus deseos: la diva (161). Estas mujeres, con una hermosura sorprendente y algún talento artístico —actrices, cantantes o bailarinas— hacían que la actuación trascendiera el escenario y alcanzara la vida cotidiana. Así, adquirían fama y fortuna no solo por los papeles particulares que representaban, sino también por el personaje público que construían. Su personalidad siempre era seductora y afable, dispuestas a sonreír complacientes para reafirmar los deseos de los hombres que las observaban extasiados. Jennifer Forrest asegura que no se trata de mujeres, sino de maniquíes (83), muñecas vacías preparadas para ocupar su lugar en el escaparate. El deseo de Alicia Crary, la querida de Lord Ewald, es convertirse en una diva. No obstante, su postura es completamente funcional: ella entiende que la vida de este tipo de mujeres es cuestionable pero elige resignarse a esta carrera porque, dice, «je vois qu’il faut être de son siècle! Et puis, lorsqu’on peut faire valoir des moyens, même bizarres, de faire fortune, je trouve qu’il n’y a plus de sots métiers» (Villiers 957). En ella no hay motivación personal más que la que mueve la necesidad —no de ganarse la vida sino— de hacer fama y fortuna, su maravillosa voz y su aspecto deslumbrante no es más que una herramienta para conseguir los aplausos de las masas. Así, ella, como muchas de las mujeres de su tiempo —la gran mayoría, según Edison—, está dispuesta a adaptar su existencia en función de las necesidades del éxito. Son, al fin y al cabo, en su conjunto, muñecas fabricadas para ser vendidas en el mercado.
El estudio de la histeria posee una estrecha relación con el fenómeno de las divas fin-de-siècle. Tal como indica Paula Arantzazu Ruiz (29), era frecuente encontrar interpretaciones adaptadas de los ataques histéricos en los espectáculos nocturnos de los cabarets. En los escenarios, los cuerpos convulsos toman la forma de danzas zigzagueantes acompañadas de las miradas lascivas que podemos encontrar en las fotografías de la Iconographie. Aquí, la histeria, lejos de ser una enfermedad, deviene un modelo de representación, un esquema de comportamiento; una imagen que, ya estetizada en las salas de la Salpêtrière y expuesta en los tomos de la Iconographie, ocupa su lugar en el escenario del cabaret.
En definitiva, la intención, de L’Ève future, de suplantar una mujer real por otra artificial se asienta en el mismo espíritu de época que habilitaría la transformación de los cuerpos de las histéricas de la Salpêtrière en imágenes estandarizadas —ya sean de diagnósticos generales o de performances artísticas—, asegurando la trascendencia fin-de-siècle del objeto visual. En semejante contexto, las representaciones proliferan al punto de ocupar el espacio de los cuerpos biológicos en el ámbito de las interacciones sociales.
Ahora bien, tal como ya hemos indicado, a estos esfuerzos por utilizar las herramientas mencionadas para perfeccionar la visión y aumentar los conocimientos sobre el mundo se le contrapone un efecto inesperado: una profunda desestabilización del mundo de las apariencias (de Fren 258). Así, en oposición a la certeza sobre la genuina representación de la realidad del despliegue tecnológico fin-de-siècle que hemos desarrollado hasta el momento, el cuestionamiento y la desestabilización de los códigos de producción y codificación cultural serán las claves de lectura en las siguientes páginas. Como parte de un proyecto cultural más amplio, los retratos de mujeres representadas por la ciencia y por la literatura manifiestan características que dificultan su clasificación excluyente entre uno u otro campo. Los relatos sobre los ataques histéricos de las internas de la Salpêtrière —incluso aquellos de la Iconographie, desprovistos de expresiones emocionales— están impregnados de sufrimiento, dolor y enajenación. Las fotografías tomadas en ese contexto, secundan estas impresiones. Allí, los rostros de las mujeres se desfiguran en gestos o risas desencajadas como los de la lámina IX (Bourneville y Regnard 1878, 82). La loca se muestra sin matices, explícita en toda la plenitud de sus gestos y peculiaridad. Su único fin es revelar con claridad las formas de la locura. Por ello, a pesar del grotesco y marcado sufrimiento, Didi-Huberman se pregunta: ¿por qué, sin embargo, se nos pasa por la cabeza que es hermosa? (93). Una imagen compuesta para servir a la ciencia y, por ello, a objetivos prácticos —diagnosticar, recetar y enseñar— es consumida como una composición estética, a la espera de ser considerada bella. En esta idea se esconde mucho más que una mera apreciación personal, dado que implica un cuestionamiento de los objetivos del discurso científico en el marco del cual se compusieron estas imágenes —en este caso, el de la medicina— y una desestabilización de los tratamientos estéticos empleados —y, por ello, esperados— de estas producciones culturales.
Así como el destino de las imágenes producidas en la Salpêtrière afecta los cuerpos ilustrados, el objetivo perseguido por la creación de una mujer artificial en L’Ève future condiciona el resultado final: componer una compañera que, esta vez, alcance el ideal. Tal como indica la novela, la perfección física ya ha sido alcanzada no en una sino en dos ocasiones: primero en el arte —la Venus Victrix— y, luego, en la naturaleza —Alicia Clary. No obstante, el conflicto inicial es que, a pesar de poseer el aspecto más atractivo de la historia de la humanidad, las actitudes de esta mujer la convierten en un triste «ciel terre à terre» (Villiers 812). Como una apuesta superadora, la androide reproducirá, por tercera vez, la insuperable apariencia del ideal junto con un espíritu, manifestado en una personalidad afín a dicha perfección, así: «l’attitude la plus naturelle de la future Alicia —je parle de la réelle, non de la vivante— sera d'être assise et accoudée, la joue contre la main, —ou d'être étendue sur quelque dormeuse— ou sur un lit, comme une femme» (857). Tal como indica su inventor, la actitud más frecuente de esta mujer será reposar sobre un lecho en casi total inmovilidad —con la única excepción de su rítmica y tranquila respiración. La perfección femenina exige quietud y calma.
Esta idea nos remonta, otra vez, a las reflexiones ofrecidas por el medio de producción artístico. Leonardo da Vinci sostendría un principio similar en el conjunto de escritos de su Trattato della pittura, dedicados a esclarecer las características y tratamientos que deben imperar en la correcta representación pictórica de los objetos del mundo y las personas de los retratos. A través de ocho secciones, el humanista enumera con rigurosa atención los aspectos fundamentales de la representación de una diversidad de elementos tales como: cada una de las partes de la figura, el cuerpo vestido y desnudo, las cosas pequeñas y grandes, las sombras, los niños y los ancianos y, entre otros, las mujeres. Sobre estas últimas indica que tienen que representarse con gesto avergonzado (92). Si bien el autor brinda importancia a la perfección de las formas al describir la correcta proporción y armonía de las partes del cuerpo, en el apartado dedicado a la representación de las muchachas pone en foco sus acciones y gestos. Estos elementos no comprenden un aspecto físico sino una personalidad, una manera de comportarse. Un carácter que, idéntico al de Hadaly, representa un tipo de feminidad sereno y dócil, apacible tanto en la belleza que irradia —una perfección asexual— como en su inclinación servicial, ya que solo actúa cuando alguien la convoca (Dijkstra 114). Así, personificará una figura —según el modelo de perfección arraigado desde el Renacimiento— que encarna un concepto clásico de representación, cuyas bases se remontan a reflexiones fundamentales sobre el arte, tal como las de da Vinci. En L’Ève future, el resultado final de una composición concebida y desarrollada con el auxilio de las nuevas tecnologías y los avances científicos refleja la influencia de antiguas reflexiones generadas en el ámbito de la creación artística. De este modo, Hadaly no introduce realmente un ideal novedoso, sino que se consolida como un medio para restablecer lo que ha sido corrompido por la modernidad. Ella es más que un clon de Alicia que acompañará la soledad de Lord Ewald, es la Venus Victrix animada y restaurada para ocupar el puesto que le corresponde en los procesos de idealización de la mujer (Lathers 54; Hosters 71).
Tal como ya hemos indicado, el contexto de nuestro corpus de representaciones literarias y fotográficas implica una reconfiguración de las prácticas de representación y contemplación en las que se multiplican e intensifican las instancias de observación. Entonces, siguiendo a Clúa, reconocemos en este proceso la configuración de un territorio panóptico («Cuerpo» 160). Para la autora, en este espacio, las redes de visualidad son el hilo conductor de las normativas impuestas al deseo y la subjetividad, es decir que existe un paralelismo entre la interioridad de los sujetos y las nuevas posibilidades tecnológicas disponibles para percibir el entorno. Los anhelos del espectador, indica la misma autora, se encuentran profundamente afectados por la capacidad de observar y —en lo relativo a la representación de la mujer— devienen una obsesión ansiosa. En efecto, el siglo XIX, en general, y la producción cultural fin-de-siècle, en particular, producirán una inusitada cantidad de imágenes de mujeres en relación con los siglos precedentes.
Una vez más, la figura de la cantante, actriz o bailarina famosa resulta ejemplar. Si bien estas elegidas solían poseer cierto talento artístico que podían mostrar en los escenarios, sus carreras consistían —principalmente— en componer una imagen pública que despertara el deseo de los espectadores que las observaran. Así, la fama de estas divas excedía las redes de consumo que pudieran ofrecer los clubes nocturnos de una única capital; y el nombre de cada una de ellas —siempre adosado a una imagen de impactante belleza— atravesaba y se hacía conocido más allá de las fronteras locales. La fotografía fue una gran herramienta para alimentar la inmensa fábrica y tráfico de imágenes de mujeres ideales que se configuran de tal modo. La capacidad que ofrecía este medio mecánico de representación permitía producir una sucesión de tomas en las que la diva podía lucir la riqueza de sus ángulos y perfiles, a la vez que se realizaban múltiples copias de cada una de estas imágenes para distribuirlas a lo largo del globo. Así, si bien no es la primera vez que se realizan representaciones de mujeres hermosas —la historia del arte está colmada de ellas— la producción decimonónica destaca por su profusión. La diferencia cuantitativa contrasta con la producción de imágenes de ideales femeninos de la historia precedente, pero también podemos identificar una pretensión similar. Después de todo, la diva de L’Ève future es una copia exacta de la Venus de Milo (Forrest 74). Existe una dependencia entre la belleza de Alicia, o la de cualquier otra mujer, y los estereotipos femeninos de la pintura.
En L’Ève future, Alicia es una talentosa actriz no tanto por el trabajo que realiza en los escenarios —su voz es particularmente alabada por Lord Ewald (Villiers 796)— sino por su capacidad de representar el atractivo del ideal:
Une jeune créature aussi lumineusement belle semble, tout d’abord, ignorer jusqu'à quel mystérieux degré son corps atteint le type idéal de la forme humaine. Ce n’est pas métier que son jeu théâtral traduit, avec de si puissants moyens mimiques, les inspirations de génie: elle les trouve creuses. (802)
No hay duda de que Alicia es la encarnación de una belleza trascendental. Sin embargo, solo es una imitación, su cuerpo alude a esas formas pero no posee la capacidad para comprender el origen de esas verdades. Ella no es más que una mera repetición de la elevada apariencia de la Venus, sus causas, por el contrario, son huecas: la diva solo repite las formas que el mercado, inspirándose en la historia del arte, seleccionó para sus mujeres prefabricadas. Sus objetivos personales solo hablan de fama y dinero, es la encarnación de un producto de masas diseñado para gustar y producir ganancias (Kelly 128). Belleza, sí pero material, divorciada de un mito que le brinde sentido.
Wendy Steiner afirma que la belleza es un gran imán para las ansiedades culturales de nuestro tiempo, trama de pensamientos que comenzó a gestarse con la modernidad del siglo XIX (The Trouble 16). Tal como indicamos, la historia de la representación desde Grecia hasta nuestros días —con la excepción que reclama la particular concepción teológica de la belleza en la Edad Media— otorga una importancia primordial a la representación de la belleza del cuerpo (Zerner 88). Tal es su centralidad en los procesos culturales de representación, indica la autora, que tanto su búsqueda como su rechazo —fenómenos que comienzan a manifestarse en la historia del arte con la aparición de categorías como lo sublime o lo grotesco hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX— encarnan reflexiones complejas que testimonian el sentir de la sociedad decimonónica. Como un punto de condensación, aquello que es considerado bello o feo y el gesto del público de fijar o desviar la mirada —u observar de reojo— representan la subjetividad de la sociedad. Cabe insistir en algo que ya hemos dicho, la representación de la mujer en la cultura fin-de-siècle pone de manifiesto una actitud heterogénea respecto de la reacción frente a lo bello, ya que al ideal clásico de belleza femenina —vergonzosa, dócil y apacible— se le opone la mujer perversa —insolente, peligrosa y fuera de control. Aquí, el ideal seleccionado como objeto de este artículo evidencia una inestabilidad, una alteración, una ansiedad o un miedo, de la misma manera que la imagen de Alicia, aunque bella, representa una corrupción. Ella es la herencia cultural del pasado agonizando por una enfermedad.
La diva fin-de-siècle posee —en extraordinaria abundancia— la cualidad de la belleza. Su abrumadora presencia atrae todas las miradas hacia su cuerpo y su constante performance hace que devenga un espectáculo que no cesa, una visión que siempre vale la pena mirar. Estas mujeres están en constante pose. Por ello, en la figura de la diva se esconden no uno sino dos aspectos que Steiner identifica como catalizadores de las obsesiones de la modernidad: como es evidente, la belleza y, a la par, su identificación con la apariencia al ser una modelo. En efecto, el oficio de una diva consiste en actuar en función de una imagen pública previamente elaborada y, en este sentido, debe preservar dicha imagen sin contradecirla nunca. Su vida deviene una pose permanente, estas mujeres son, en verdad, modelos de la imagen que crearon de ellas.
En la historia de la pintura, el papel de la modelo ha sido fundamental; sin embargo, una vez concluida la composición que había inspirado, su valor desaparecía (Steiner, The Real 4). En el preciso instante en que la obra es finalizada, la modelo es olvidada para siempre, incluso se pierde su nombre. El análisis que hemos realizado de la figura de la diva fin-de-siècle no coincide en apariencia con esta última afirmación, debido a la superposición entre la imagen y el soporte: la performer es la obra final —o viceversa. En este sentido, la desaparición de la modelo implicaría la desaparición de la representación misma. En L’Ève future, la restauración del ideal implícito en la creación de una mujer artificial conlleva la responsabilidad de volver a situar a la diva —Alicia— en su lugar transitorio de modelo. Hacia el final de la novela, cuando Hadaly intenta convencer a Lord Ewald de que la acepte como compañera de su vida exclama: «tu songes à la vivante? Compare! Déjà votre passion lassée ne t’offre même plus la terre; moi, l'Impossible, comment me lasserai-je de te rappeler le Ciel!» (Villiers 991). La androide arriba al mundo para desplazar a Alicia, garantizar su supresión. En efecto, luego de dicha escena, la diva no vuelve a aparecer en la narración o en la vida de Lord Ewald, solo contará con una breve mención más informando sobre su errática y ridícula partida. La despreciable materia que la compone se degrada por completo pero la imagen de ella, convertida en una representación del ideal, permanecerá como recordatorio de lo trascendental.
Naturalmente, Edison es «désigné comme le protagoniste de la quête de l’Idéal, les sciences et les techniques modernes, comme les seuls moyens, même s’ils échouent, de cette quête» (Deneys 177). Según lo planteado en la novela, los tradicionales medios de producción del ideal, como el arte y su legado, se ven sumidos en un declive y, su imagen, profanada y corrompida por los medios de producción en serie de la cultura de masas. En L’Ève future, la ciencia emerge como una posible alternativa para alcanzar un modelo de representación que no sea meramente superficial y vano, sino que recupere su significado. Los medios científicos se proponen como herramientas para trascender su utilización convencional y alcanzar resultados fantásticos: técnica e imaginación componen un solo cuadro. Ahora bien, es importante contrastar esta idea con las, ya mencionadas, características que adquirió el realismo científico fin-de-siècle, en particular en lo referido a la representación fotográfica. La producción científica se guía por el objetivo de crear preceptos y evidencias que reproduzcan una realidad objetiva. Aquí, la imagen buscada no debe ser modificada de ninguna manera, incluso aunque eso implique alcanzar composiciones más agradables o interesantes de ver. No obstante, Edison indica que la nueva compañera de Lord Ewald ya no será «plus la Réalité, mais l’IDÉAL» (Villiers 823). La ciencia le otorga la oportunidad de transformar a la mujer en un ángel. En esta dinámica, el ideal no solo descarta a la modelo, sino también a la realidad.
Si relacionamos este último aspecto con las fotografías de la Salpêtrière, podemos señalar algo interesante. Afín a las pretensiones del discurso de la ciencia, estas imágenes fueron compuestas con la finalidad de servir como evidencia médica y —en particular, en la Iconographie— legitimar un discurso científico. La argumentación que estos dos elementos componían en conjunto —el relato médico y las imágenes fotográficas— pretendían tener valor de verdad revelada. Encontramos tal aspiración de objetividad, incluso, en Les Démoniaques dans l'art, estudio de revisión histórica en el que Jean-Martin Charcot —junto al ilustrador y médico Paul Richer— explora pinturas y grabados de exorcismos para identificar las posturas y gestos propios de los ataques histéricos de las internas de la Salpêtrière. Allí, se identifica a autores medievales y barrocos con la asincrónica distinción entre realistas y naturalistas, y se descartan otras composiciones por faltar a la verdad, tales como las del pintor renacentista Rafael Sanzio, sobre quien afirman que sacrificó «sobre todo en sus últimas obras, el estudio escrupuloso del modelo a la búsqueda demasiado exhaustiva de un ideal convencional» (Charcot y Richer 51). En la creencia que justifica esta publicación como una investigación científica, la mirada del artista —sin importar la época o contexto social en la que compusiera sus representaciones— posee la misma rigurosidad que la de un médico formado en el siglo XIX. Todos ellos —románicos, bizantinos, primitivos flamencos, barrocos o psiquiatras decimonónicos— pueden observar el mundo y producir una imagen exacta de la realidad. Si el médico no logra encontrar en estas representaciones de endemoniados —en verdad, de histéricos e histéricas— las posturas de la locura es porque el artista desvió su objetivo por su obsesión por un ideal artificial. El cual —si bien lograba componer imágenes más atractivas y, por extensión, mucho más llamativas a la vista— era ajeno al mundo y sus formas.
Aquí, la aspiración del ideal se torna problemática, sin embargo, en la Iconographie se habla frecuentemente de la búsqueda de un tipo de perfección: la perfección de las formas (16). Una de las maneras de representar los cuerpos de las internas —constatable en las ilustraciones ejemplares de la Iconographie, así como también en las fotografías— intenta esquematizar las posturas de los ataques histéricos simplificando el número de sus variaciones (fig. 3). Semejante intención implica, por necesidad, un recorte. El mundo debe ser fragmentado y ordenado para componer cuadros claros e identificables. Lo que se descarta, lo que queda fuera de campo, está subordinado a la selección de la mirada clínica y, una vez realizada la toma, se pierde para siempre. En este contexto, la fotografía no se utiliza como una herramienta para reproducir fielmente la realidad sino que se convierte en un documento que legitima el recorte que realiza el médico. Aquí, «la cámara fotográfica no es en el fondo más que un aparato subjetivo, un aparato de la subjetividad» (Didi-Huberman 86).
En efecto, a la par que el proceso de perfeccionamiento de la visión —que permite el desarrollo de nuestras tecnologías ópticas— consolida un nuevo tipo de realismo, se desarrolla una progresiva relativización del valor de verdad del discurso visual del empirismo óptico. Así, el desarrollo de la imagen virtual, una composición que no existe en el mundo real y que se manifiesta de manera efímera por acción de una fuerza externa —sea la de un ser humano, en ocasiones, el propio observador como en el taumatropo, o un sistema mecánico, como el del estroboscopio. Si bien la fotografía es —tal como también indicamos— la innegable protagonista de la consolidación de un nuevo tipo de realismo, también «mostraba la fragilidad de la frontera entre lo real y su representación» (Clúa, «Género» 183). Tras la invención y popularización de las técnicas de retoque y manipulación fotográfica en la década de 1840, la creencia de que la imagen podía tener la apariencia de realidad y ser pura ficción se volvió palpable.

La desconfianza hacia el método científico como herramienta para conocer el mundo se pone de manifiesto, y evidencia cómo su dogmático reinado, que ha prevalecido durante siglos, comienza a resquebrajarse (Matton 51). En este contexto, surge la impresión de que el rápido progreso científico y técnico no ofrece mejores herramientas para dominar y comprender el mundo, sino que, en cambio, limita las posibilidades de las facultades imaginativas del individuo y, por ende, lo desorienta (Lepenies 52). Como consecuencia de lo anterior, el discurso cultural del periodo se caracteriza por poseer una marcada hibridez de formas, contenidos e influencias (de Fren 236). La concepción del arte como una construcción nacida de la inspiración del sujeto en contraposición a la ciencia como un conjunto de saberes empíricos se vuelve más compleja, y ambos campos se alimentan mutuamente en la creación de sus composiciones. La presentación de Edison en L’Ève future es muy significativa:
Sa physionomie rappelait (…) d’un illustre Français, Gustave Doré. C'était presque le visage de l’artiste traduit en un visage de savant. Aptitudes congénères, applications différentes. Mystérieux jumeaux (…) Leurs deux photographies d’alors fondues au stéréoscope, éveillent cette impression intellectuelle que certaines effigies de races supérieures ne se réalisent pleinement que sous une monnaie de figures, éparses dans l’Humanité. (Villiers 767)
Aquí no solo se solapan las fotografías, sino también los espíritus y los oficios. La similitud entre Edison y Doré —a diferencia de Alicia y la Venus o, más bien, Hadaly y Alicia— evidencia una afinidad intelectual: el mismo talento detrás de la misma imagen. Es el recurso que Villiers utiliza para expresar la supremacía del genio de Edison: éste es el hombre de ciencia perfecto, al mismo tiempo que un científico riguroso y un artista (Matton 53). De esta manera, la nutrida imaginación del inventor no resulta una desviación sentimental que lo aleja de la realidad sino que, más bien, su destreza como inventor radica en su naturaleza de soñador (54). En efecto, la buena producción científica es aquélla que implica un proceso de creación. En L’Ève future, ciencia y arte «are two aspects of the same creative process (…) the two have the same performative function, that of an idea that is materialized to create a new entity, an idea that becomes real, whether a statue or artificial flesh» (Kelly 149).
La equivalencia entre arte y ciencia establecida aquí posee estrecha relación con la abstracción y la reconstrucción radicales de la experiencia óptica que se desarrolla durante el siglo XIX, derivando en la consolidación de la visión subjetiva del estereoscopio por contraste con la visión objetiva de la cámara oscura (Crary 25–6). Por ello, lejos de enfatizar la separación entre el arte y la ciencia en la producción decimonónica, «es importante ver cómo ambos formaban parte de un mismo campo entrelazado de saber y práctica» (26). Tal es así que Edison lamenta lo tarde que se inventó la fotografía en la historia y afirma con pesar: «il nous eût été agréable posséder quelques bonnes épreuves photographiques (prises au moment même du phénomène)» (Villiers 786). Sus anhelos lo llevan a extrañar la ausencia de retratos de personajes históricos como Juana de Arco o Koang-fu-Tse; así como de escenas bíblicas —por ejemplo, los paisajes del Jardín del Edén o el Diluvio universal—; y de personajes mitológicos como Prometeo, la Medusa, la Sibila, las Danaides o las Furias.
En esta hibridez, la ciencia parece distanciarse de la realidad a la vez que la literatura adopta un contenido cada vez más empírico (Lepenies 79). El interés fin-de-siècle por una producción literaria que refleje con fidelidad el mundo —en este caso, el medio social— se evidencia en las propuestas del Naturalismo. Sin embargo, el Decadentismo, el Simbolismo y el Esteticismo reconocieron los peligros del progreso a la par que cuestionaban la capacidad de la ciencia para comprender la realidad (Matton 45). En estos movimientos, la crítica no conduce al rechazo, sino que da lugar a un proceso de hibridación en el que los recursos retóricos de uno se emplean en el otro y viceversa. De esta manera, es tanto una cosa como la otra. L’Ève future, por ejemplo, pretende una reconciliación entre ciencia y aspiraciones metafísicas (Deneys 176). La fabricación del autómata permite recomponer una realidad en estado de decadencia al restablecer los sistemas de correspondencias que conforman el mundo. Por ello, Edison indaga una y otra vez en dualidades tales como: el original y la copia —por supuesto, pero también— el bien y el mal, la naturaleza y el artefacto, etcétera. El objetivo es crear una forma más armoniosa, más completa que la realidad, al utilizar en simultáneo las bondades del método científico y la imaginación.
La hibridez de los discursos fin-de-siècle no es ajena a la producción que se realiza en la Salpêtrière. Para empezar, el mismo concepto de histeria como entidad clínica conlleva una inherente indeterminación. Tal como indica Didi-Huberman, todo caso difícil era clasificado con el nombre de esta afección nerviosa (39). Así, la ausencia de definición de la enfermedad la convierte en un mal escurridizo, cuyo tratamiento incurre con facilidad en la especulación. Aquí, la influencia de la imaginación siempre estuvo latente. De hecho, son frecuentes las denominaciones de los síntomas de la histeria como parálisis psíquica, parálisis dependiente de una idea, parálisis por imaginación o parálisis imaginaria (Charcot y Richer 7). Existen registros —como, por ejemplo, el cuerpo que levita por su absoluta rigidez retratado en la plancha xiv del tomo de 1880 (fig. 4)— donde el organismo de la interna cobra posturas que parecen ajenas a las leyes de la física, la histeria parece burlarse de la anatomía. Para colmo, tanto los procedimientos como las técnicas empleadas para tratar, diagnosticar y documentar la enfermedad afectaban considerablemente los resultados que se pretendían objetivos. Por un lado, los ataques histéricos, con sus característicos movimientos zigzagueantes, generaban lapsos de tiempo que la cámara fotográfica no lograba capturar, ya que requería de quietud para plasmar la imagen en el papel fotosensible (Arantzazu Ruiz 31), resultando en plazos de tiempo sin registro visual. Por otro lado, la hipnosis, uno de los métodos más comunes para inducir los síntomas y producir fotografías, necesitaba pacientes jóvenes debido a su mayor sensibilidad, impresionabilidad y emotividad (Abeijón 216). En otras palabras, más propensas a ser sugestionadas por la voluntad de los médicos y actuar en función de lo que ellos querían observar. La histeria, después de todo, es un mal imitativo, es un mal que —tal como indica Ángel Cagigas en el prólogo de Démoniaques dans l’art— «reproduce en vivo lo que ve representado en otros enfermos, en cuadros de escenas bíblicas, o en cualquier otro lado, imita incluso la imitación» (Charcot y Richer 11). Esta interpretación sugiere establecer un paralelismo entre la histérica y la actriz, ya que ambas ganan su respectivo título por la capacidad de actuar y, de igual manera, la envergadura de su talento de imitación es lo que las vuelve un sujeto factible de aparecer en el escenario —sea el auditorio médico o el estrado de la fama— y ser retratadas.

Según Steiner, la continua acción de modelar —frecuente tanto en las internas de la Salpêtrière como en la diva fin-de-siècle— produce que la persona que ejecuta esa acción, la modelo, se encuentre en una neblina ontológica (The Real 4) porque en ella se condensan, al mismo tiempo, la condición de lo humano y la de imagen (The Trouble 220). El rol que posee la modelo en los procesos culturales de creación de imágenes es un símbolo que puede enseñarnos mucho sobre la condición humana de la modernidad y, por extensión, de la contemporaneidad (The Real 1). Por su parte y en línea con lo anterior, Didi-Huberman afirma que la identidad de la modelo es «esencialmente disociada, retorcida y, por ello, terriblemente inquietante» (89). El reconocimiento de una definición híbrida de la naturaleza de la modelo, tanto en la teoría de Steiner como en la de Didi-Huberman, subraya la importancia de comprenderla como una figura que fusiona la condición humana con la de imagen, manifestando así la complejidad ontológica inherente a su papel.
Hasta el momento hemos identificado esta característica hibridez existencial en varios de los elementos que analizamos: la modelo, la mujer perversa, los discursos culturales fin-de-siècle —los del arte y los de la ciencia— y, también, la androide que es, como indicamos, una conjunción de técnica e imaginación (Matton 45; Deneys 174). Ya hemos dicho que la ansiosa voluntad por retratar el cuerpo de la mujer que caracteriza a las producciones culturales fin-de-siècle persigue el objetivo —en el discurso de los médicos y del inventor de L’Ève future— de alcanzar mayor claridad, sin embargo, sus resultados son borrosos, sus acciones parecen no hacer más que enfatizar el carácter inaprensible de lo retratado.
Lathers señala que es curioso que la técnica utilizada para crear la imagen de Hadaly —la fotoescultura— sea la misma que permite que los cuerpos de las mujeres reales —Evelyn y Alicia— puedan ser observados y analizados exhaustivamente a pesar de su ausencia (Lathers 137). En efecto, a la ausencia de la primera a causa de su muerte, se suma la de la segunda —privada de acción hasta el libro vi, el último— pese a que ella es tema en la novela desde el comienzo. Su cuerpo se materializa gracias a una fotografía que Lord Ewald lleva en el bolsillo, de hecho, en la breve escena en la que arriba a la casa de Edison éste exclama: «Prodigieux! C’est, en effet, la fameuse VENUS du sculpteur inconnu! s’écria-t-il; c’est plus que prodigieux, c’est stupéfiant, en vérité, je l’avoue!» (Villiers 826–7). Entre la imagen y el referente no parece haber una relación de representación sino de cancelación. En apariencia, la imagen hace que ya no sea necesaria la presencia de lo real.
Así, la encrucijada discursiva en la que se encuentra la representación de la mujer fin-de-siècle (Clúa, «Género» 191) no solo imprime su definición de hibridez, sino que también afecta los estamentos que la diferencian de aquello que es real o ficticio. Esta idea no es nueva para nosotros, la hemos desarrollado anteriormente al referirnos a los procedimientos de alteración de los mecanismos —técnicos y de comportamiento humano— que se desarrollan durante el siglo XIX. En efecto, la creación de una imagen virtual que no existe en el mundo pero que se fusiona con la realidad (Crary 164), y la crisis del empirismo óptico originando la impresión de que el mundo ya no es lo que parece (Arantzazu Ruiz 23) relativizan el valor de la experiencia —sobre todo visual— como una fuente de verdad, al menos de una verdad más verdadera que aquélla que se percibe en los retratos.
En la escena de L’Ève future en la que Lord Ewald se adentra en los laboratorios subterráneos de Edison y observa no rocas, tierra y humedad, sino una profusa jungla repleta de aves exóticas que revolotean en lo alto se ilustran las posibilidades que la técnica ofrece para construir una realidad mecánica. Allí, las leyes de la naturaleza están suspendidas, las plantas crecen sin necesitar el sol y los pájaros cantan, sí, pero lo hacen con voces extrañas y Edison señala: «j’ai cru devoir substituer en eux la parole et le rire humains au chant démodé et sans signification de l’oiseau normal. Ce qui m’a paru plus d’accord avec l’esprit de Progrès» (Villiers 871). En definitiva, el progreso permite y requiere la construcción de una naturaleza de segundo orden, una que establezca nuevas relaciones de correspondencia entre las formas constitutivas del mundo (Kelly 139). Aquí, inevitablemente, el vínculo de referencialidad que conecta a la imagen con su modelo deviene una ilusión fácilmente falsable. De hecho, el argumento principal de L’Ève future encuentra sentido en esta afirmación porque para que Hadaly, la creación mecánica, le brinde a Lord Ewald el consuelo que necesita y renuncie al suicidio, debe convertirse en el original (Lathers 71).
Según Sascha Hosters, la novela se construye en torno a la discusión de un único tópico central: la inestabilidad de las fuentes y los referentes (54). Aspectos de la realidad que en apariencia son claros y significativos —tales como animado, natural, original— de hecho, no se conectan con una verdad trascendental que les brinde valor. La realidad no tiene sustancia, tal como en el caso de la diva fin-de-siècle, el mundo moderno ya se encuentra vaciado y manipulado. En este escenario, los principios sobre los que se asentaba la definición de los opuestos tematizados en la novela —inanimado, artificial y copia— desaparecen y pueden intercambiarse unos por otros de manera indiscriminada. La realidad, defectuosa ya no merece cuidado, de hecho, lo mejor que se puede hacer con ella es descartarla a favor de una imagen superadora. Por ello, porque todo es ilusión, «one should not be concerned to know which is the copy, which is the model, and one should pick the best illusion and take it for the real» (Kelly 139). En verdad, indica la autora, no hay crisis de distinción porque lo artificial ha sido declarado lo universal.
En este escenario, la inestabilidad referencial —tema central de la novela para Hosters— es aparente y, en verdad, la representación cultural del periodo estaría inspirada en una estética del borramiento y la desaparición (Dubois 224). La pretensión de referencialidad absoluta del realismo fotográfico en paralelo al desarrollo de otro tipo de realismo que Crary llama subjetivo (18) no responde a una necesidad genérica relacionada con un par de campos disciplinarios específicos —ciencia y arte—, sino que es transversal a la producción cultural. De hecho, indica Dubois, las creencias populares sobre que la fotografía atenta contra la integridad del cuerpo o el alma del fotografiado —ya sea el mito de que una foto roba el alma o, por el contrario, logra que un muerto viva tras su deceso— «de manera indirecta o muy directa, tiene una relación específica con la fotografía científica de fines del siglo XIX» (202). La explicación que el autor encuentra a estos fenómenos reconoce sustanciales similitudes con las reflexiones que hemos planteado en torno a la figura de la modelo. Para Dubois, las técnicas y las tecnologías fin-de-siècle exigían que los retratados suspendieran sus acciones vitales por algunos minutos para permitir a la máquina atrapar correctamente su apariencia. La creación de una imagen requería que los retratados actuaran como si fueran una imagen. La pose, indica el autor, es una muerte momentánea, es un lapsus de tiempo en el que la persona entrega la vivacidad de sus acciones a favor de la representación. En esta idea, la imagen no aparece tras el revelado de la fotografía, por el contrario las personas convierten sus cuerpos en soportes icónicos. La gran popularidad del tableau vivant durante el último tercio del siglo XIX delata un interés por explorar la delgada frontera entre la vida y el arte. En consideración de lo anterior, el talento del actor radicaría en la capacidad de imitar lo más perfectamente posible la imagen y el espectáculo consistiría en observar cómo una persona viva permanece en el tiempo sin evidenciar su condición animada. El tema de la obra retratada es una excusa, el contenido del mensaje es, en verdad, la supresión de la frontera entre la vida y el arte (Bredekamp 90). En efecto, estamos ante un proceso en el cual la vida se suspende para devenir imagen y, al mismo tiempo, puede evidenciarse el mismo proceso a la inversa, tal como queda de manifiesto en el concepto de acto icónico postulado por los últimos dos autores citados (Dubois 14; Bredekamp 33).
El acto icónico supone la existencia de un elemento iconográfico que se manifiesta en el mundo y en la vida de un observador para provocar una modificación significativa en su accionar o sentir. Aquí, el poder de influencia de la imagen es tal, que pareciera que ésta posee voluntad y, por extensión, cobrara vida. Así como antes —en la pose o el tableau vivant— podíamos hablar de una connivencia de la imagen en lo animado, el acto icónico supone la vida en lo inorgánico (Bredekamp 65). Aquí, la imagen tiene dos existencias: una en la que es materia discreta y otra en la que revive para realizar su voluntad en la vida de las personas que se relacionen con ella. Como es evidente, la creación de autómatas sugiere una estrecha relación con esta idea. De hecho, Bredekamp sostiene que la existencia de un ser fabricado por el hombre —en la ficción o en la realidad— solo puede generarse al producirse un acto icónico. Ya que este fenómeno es el que permite que «los cuerpos sean tratados como imágenes y las imágenes como cuerpos» (129). Ya mencionamos que la cultura visual fin-de-siècle produce un efecto de engrosamiento de la realidad y lo relacionamos directamente con la aparición de la imagen virtual, una composición que no existe en el mundo pero que se materializa brevemente ante un espectador. Aquí, no solo se supone un mundo con mayor densidad iconográfica, es decir, uno con más cosas por contemplar —y reflexionar—, sino también un mundo que se supone con más voluntades de acción, con más impulsos vitales: los de los humanos y los de las imágenes.
Marilyn Gaddis Rose afirma que una de las características más significativas de la prosa simbolista de Villiers es la sobreplasticidad de las formas (145). La abundancia de imágenes y copias que hemos referido es un buen ejemplo de este aspecto, sin embargo, indica la autora, la mejor manera de comprender la densidad de la realidad construida en L’Ève future es considerar el modo como el autor utiliza el lenguaje. Cuando leemos la novela nos topamos con un continuo exceso, una cantidad abrumadora de descripciones, aposiciones, paréntesis, argumentaciones y recurrencias de explicaciones (Gaddis Rose 145). Exceso de palabras, exceso de ejemplos, exceso de copias y exceso de imágenes cuya consecuencia no es brindar mayor claridad sino, por el contrario, opacar la verdad. Un mundo de gran espesor, un desafío cognitivo mayor que requiere explicaciones minuciosas y dedicadas. En efecto, la comprensión de esta realidad —necesaria, en el caso de Lord Ewald, para llegar a tomar una decisión— requiere dedicación y, por sobre todas las cosas, tiempo. Tiempo para hablar y reflexionar. Esto genera, indica Gaddis Rose, la creación de un tiempo virtual por sobre el tiempo de la acción de la novela. L’Ève future ilustra lo anterior, puesto que a pesar de que la acción transcurre en cinco semanas, cinco de los seis libros de la novela consisten en las conversaciones que los protagonistas tienen en una única noche.
La ansiedad por representar y la pretensión de codificación del cuerpo de la mujer, a las que venimos refiriéndonos, pueden estar relacionadas con el fenómeno de una realidad donde las cosas mensurables y palpables escapan el control. El tiempo y el espacio se espesan, aumentan su consistencia, se vuelven más graves, más pesados y, en consonancia, los intentos por dominarlo y comprenderlo también se multiplican. Sin embargo, existe en la profusión de imágenes propia de la época una promesa de futuro, de permanencia. De hecho, es gracias a la posibilidad de reproducción infinita que Edison puede prometer la eternidad para la androide (Matton 54). En este sentido, la representación aparece como un gesto que busca fijar lo efímero y producir una memoria significativa y duradera, capaz de resistir el desgaste del tiempo.
Nuestro artículo se inauguró con la afirmación de una paradoja: el advenimiento de la tecnología óptica que revolucionó el fin-de-siècle desencadenó un efecto doble y contradictorio. De esta manera, la técnica de la visión prometía imágenes —y verdades— más claras pero al mismo tiempo desencadenó una estética del borramiento. Luego nos dedicamos a caracterizar un escenario de hipervisibilidad en el cual los espacios y las personas que los ocupan quedaron expuestos a una mirada constante y atenta. De manera pendular, hemos considerado sus efectos en L’Ève future, donde una mujer defectuosa es observada, analizada y copiada en un cuerpo artificial para alcanzar su ideal, en oposición a las fotografías de la Iconographie, en las cuales la escenificación del síntoma —y posterior retrato— deviene una clasificación más funcional al orden social. En ambas —a pesar de su dispar procedencia disciplinar—, ilustrar equivale a crear y conferir utilidad a los fines de sus compositores. Tal como indicamos, la hibridez es central en la producción cultural fin-de-siècle, podemos identificarla en la figura de la representación de la mujer —y, particularmente, en sus manifestaciones como divas, histéricas o androides— así como en la definición de los distintos medios de representación artística o científica. En este escenario el cuerpo de la mujer aparece como una construcción visual inestable, codificada por prácticas técnicas y discursos que remiten a un sistema cultural más amplio, allí radica su potencia y ambigüedad.
Nota
[1] De ahora en adelante nos referiremos a estas publicaciones bajo el título abreviado de Iconographie.
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Referencia electrónica
Zori, Paula. «El enfoque y el desenfoque fin-de-siècle: la representación de la mujer entre Villiers y Charcot.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 8, 2025, pp. 18–48.
URL: https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-enfoque-y-el-desenfoque-fin-de-siecle-la-representacion-de-la-mujer
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.17664454
Fotografía superior: inauguración de los nuevos edificios de la Pitié-Salpêtrière el 19 de marzo de 1913, detalle que retrata una parte del personal de la institución.






