Paula Poenitz
paupoenitz@hotmail.com
Investigadora independiente
Resumen
Wassily Kandinsky y Paul Klee afirmaban que la obra de arte no es reproducción de la naturaleza, no reproduce lo visible, sino que hace visible una visión secreta o visión interior. El arte expresionista nace así de una visión secreta. La Novelle, Secreto de un hombre, de Franz Werfel sitúa esta nueva dimensión del arte, que deja a la obra entre lo que esperamos ver, naturaleza representada y visible a la luz de nuestros sentidos, y lo que se muestra como espacio ciego, en el que solamente intuimos la existencia de algo, de la figura.
Palabras clave
Werfel — expresionismo — naturaleza
Title
The «Secret» of Art: Nature and Abstraction in Franz Werfel’s Secret of a Man
Abstract
Wassily Kandinsky and Paul Klee claimed that a work of art is not a reproduction of nature, it does not reproduce what is visible, but rather makes visible a secret vision or inner vision. Expressionist art arises this way from a secret vision. Franz Werfel's Novelle, Secret of a Man, situates this new dimension of art, which leaves the work between what we expect to see—nature represented and visible to our senses—and what is shown as a blind space, in which we can only intuit the existence of something, of the figure.
Keywords
Werfel — Expressionism — nature
Amar la perfección porque es el umbral,
pero negarla apenas conocida, olvidarla muerta,
la imperfección es la cima.
Yves Bonnefoy (140)
Era ambición del período romántico que el artista creara como lo hace la Naturaleza, aún más, como lo expresa el Werther de Johann Wolfgang von Goethe, lo que desea el artista es hablar Naturaleza. Es cierto que el arte se aparta aquí de la mímesis como copia muerta y mecánica, pero la naturaleza sigue siendo el horizonte de la obra, la exigencia es aprehender la fuerza productiva de lo natural. La perfección en el arte está en igualar la Naturaleza.
En el relato La obra maestra desconocida (2017) de Honoré de Balzac, el viejo pintor Frenhofer argumenta:
¡La misión del arte no consiste en copiar la naturaleza, sino en expresarla! ¡No eres un vil copista, sino un poeta! —… —. ¡De lo contrario, un escultor se libraría de todos sus trabajos moldeando a una mujer! Y bien, trata de moldear la mano de tu amante y de ponerla ante ti, encontrarás ante un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado a recurrir al cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, te represente su movimiento y su vida. Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. (39, 40)
Hay que llegar hasta el verdadero significado de la naturaleza, hasta «eso indeterminado que tal vez sea el alma y que flota vaporosamente sobre la forma exterior» (42), como dice Frenhofer. Es posible, por otra parte, que, en esta disputa con la naturaleza, en el anhelo de perfección, se corra el riesgo de enfermar y enloquecer. Tanto en esta historia de Balzac, de quien conocemos bien su afición por el arte y su escritura acerca de los pintores de los salones, como en otro cuento de E. T. A. Hoffmann, «El salón de Artus», los personajes retratados, genios, maestros del arte pictórico, sucumben en su trabajo al ansia de perfección, dando vida a una obra imposible de describir, «obra maestra fracasada y arruinada a fuerza de perfeccionismo, pintura abstracta avant la lettre, pintura delirante»,[1] como sostiene Jacques Le Rider (61). O como dice Silvio Mattoni, «el arte como negación del dato sensible», respondiendo «solo a una voz interior que enloquece» (14).
El personaje de Frenhofer acepta finalmente, después de un trato que le permita ver una mujer naturalmente bella, mostrar su obra desconocida a los otros dos pintores del cuento. Y estos, asisten a la visión de un lienzo en el que sorprendentemente no hay nada que ver. Lo que ven son solo capas de pintura, pero nada de eso que el maestro describe como su obra perfecta: «—Hay una mujer ahí abajo —exclamó Porbus, haciéndole notar a Poussin las diversas capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente creyendo que perfeccionaba su pintura.» (73)
El relato de Balzac explora la posibilidad de la pintura de deshacerse de la línea, del dibujo, para expresar la naturaleza. En el cuento de E. T. A. Hoffmann, el resultado de la búsqueda de la obra perfecta es similar. No se habla aquí de la línea y del color sino más bien de la experiencia de quien a fuerza de perfeccionar su arte contempla un lienzo gris como su obra maestra.
El artista, dice el narrador de «El salón de Artus»:
contempla el ideal y siente la imposibilidad de alcanzarlo; él huye, piensa, irrecuperable. Empero, llega a él luego nuevamente un coraje divino, pelea y lucha, y la desesperación se convierte en un anhelo dulce, que lo fortalece y lo anima a esforzarse por llegar al objeto amado, al cual ve cada vez más y más cerca, sin llegar a alcanzarlo nunca (88626)[2]
Berklinger, el anciano maestro del cuento de Hoffmann, «se pasa los días enteros sentado delante del lienzo preparado, con la mirada fija en él; a eso llama pintar» (88634). Él mismo advierte a quienes contemplan la obra: «Mi cuadro no debe significar; sino ser» (88632). Con el anhelo puesto en que el arte sea naturaleza, el artista, como dirá Le Rider, persigue la realización de la obra maestra, que resulta invisible a los profanos. Pero al mismo tiempo, la aproximación a la realización de la obra invisible se vuelve decepcionante e insuficiente. «Este ideal irrealizable arrastra a la pintura bajo el síndrome del fracaso y de la locura» (Le Rider 73).
Bajo este signo de la obra imposible nace la pintura moderna. Lo visible se vuelve invisible o, dicho de otro modo, ya no hay nada que ver que no sea visión interior. Como afirma Jean-François Lyotard, después de las vanguardias «la obra no se somete a modelos, trata de presentar lo que hay de impresentable; no imita a la naturaleza, es un artefacto, un simulacro» (105). Por lo tanto, la tarea del pintor será «hacer ver que en lo visual existe lo invisible». Allí se afirma y abreva la pintura abstracta. La visibilidad de la obra, así como la posibilidad de una écfrasis y de un relato del acontecimiento de la pintura, queda ahora en una alusión indirecta, del lado de lo invisible.
«El artista», decía Vassily Kandinsky (2011), «no tiene como fin la reproducción de la naturaleza, aunque ésta sea artística, sino la manifestación de su mundo interior» (33). Por su parte, Paul Klee sostenía que las «realidades del arte amplían los límites de la vida tal como ésta se presenta de ordinario» y «ya no reproducen lo visible con mayor o menor temperamento, sino que hacen visible una visión secreta» (51).
La obra de arte expresionista nace de esta visión secreta. En un relato de 1927, Franz Werfel escenifica esta nueva dimensión del arte, dimensión que deja a la obra entre lo que esperamos ver, naturaleza representada y visible a la luz de nuestros sentidos, y lo que se muestra como espacio ciego, en el que solamente intuimos la existencia de algo, de la figura. Secreto de un hombre, la Novelle de Werfel, se desarrolla en el ambiente de las exposiciones y los críticos, del comercio del arte y de los falsificadores, pero sobre todo en la convivencia y controversia entre el arte clásico y el moderno. Desde el comienzo, es la mirada la que advierte acerca de lo que se da a ver en la obra de arte. El personaje del crítico, historiador de arte, es bizco, tiene una doble mirada y además se llama Mondhaus, [casa lunar], y como la luna tiene dos caras, según observa el personaje de Saverio, figura central del relato: «¡Qué perspicaces son esos Mondhaus! Ven, efectivamente, todo lo que hay que ver» (107). Mondhaus ve según esta advertencia lo visible. En Saverio también habrá una mirada particular. En el saludo que le dispensa al narrador se expresa con gestos desmesurados, por lo que éste se pregunta: «¿Por qué había hundido su mirada en mis ojos como si pensara: “¡te conozco!, por fin nos hemos encontrado”?» (90). Mirada esquiva del bizco, que intenta pasar por conocedor del arte, y mirada de artista, aunque puesto en duda como tal a lo largo de la obra.
El personaje de Saverio es además un ejemplar raro, algo «digno de ver» [Sehenswürdigkeit] dice el relato. Y el personaje del historiador, poniendo en duda la autenticidad de Saverio como artista, pide ante un público aficionado, ver sus cuadros. Saverio accede luego de disponer un ambiente musical discordante para tal fin: la voz de Caruso en un gramófono y el mecanismo eléctrico de un piano. «Tal polifonía es la imagen sonora del alma destruida, de la demencia, del abismo», (101) se dice el narrador. Y en este escenario perturbador el artista descubre su cuadro. «Era una cosa bastante chiquita con marco y cristal.» (…) «Se veía un plano negro, cristalino, nada más» (102).
Un plano negro en el que nuevamente no hay nada que ver, o por lo menos eso es lo que ocurre con la mayor parte de los presentes, a excepción del narrador. Ni siquiera un pintor de renombre, «falso Cézanne», que se encuentra entre el público muestra interés en la obra: «Entre este charlatán, que estaba mostrando una mancha oscura, y el afán del auténtico artista que reproduce con colores incorruptibles el poema del mundo, entre Saverio y él, no había puente de comunicación» (103). Y, sin embargo, el narrador ve, traspasando su propio reflejo en el vidrio, venciéndolo, el narrador ve: «Muy despacio se desprendía, como un espectro, de la mancha negra una cara varonil tan llena de una singular expresión dolorosa, que ahora, cuando escribo esto, años después, que ahora y siempre puedo y podré evocarla» (103). Se compara inmediatamente el retrato con el del rey Saúl de Rembrandt, para preguntarse entonces, tal vez del mismo modo que el arte ha sido interrogado en la modernidad: «¿Era pintura, prestidigitación o mi propia imaginación?» (103)
¿Qué hay de verdadero en la obra de arte? ¿Cómo saber si la obra es arte y el pintor es un artista o no lo es? Secreto de un hombre es el relato de estos interrogantes. Hay un signo de época en la disputa entre Saverio y el «simplón de los colores» [Farbensimpel], imitación de Cézanne. Saverio se muestra rechazado por no tener la couleur vigente y elegir otro camino, el de la «salsa oscura» [Dunkles Sauce]. Pero la pregunta es más que esta distinción entre estilos, es el enigma que presenta el arte no solamente al espectador sino, y en forma más angustiosa, al artista. Enigma que Balzac y Hoffmann ya habían puesto en evidencia. Recordemos a Frenhofer y su alusión a lo verdadero: «ése no sé qué que es quizá el alma y que flota como una bruma sobre la forma exterior» (42), y a Berklinger en su afirmación: «Mi cuadro no debe significar; sino ser» (88632). Al artista ya no le basta que su cuadro sea copia perfecta de la cosa, debe ser la cosa. Sobre el final del relato de Werfel, el secreto de Saverio parece haber sido a medias revelado, a medias decimos porque el narrador nunca llega a ver los cuadros pintados por Saverio que anhela conocer.
El enigma en Secreto de un hombre está en distinguir lo verdadero, es el interrogante por la autenticidad de la obra y del artista, la necesidad de saber si Saverio es pintor porque «el hecho de ser pintor», dice el narrador, «había adquirido aquí otro sentido, era el símbolo de una existencia superior, que podía vencer la baja apariencia» (116). Y finalmente el relato asevera que Saverio es artista y un gran artista. El crítico-historiador dice ahora:
A él no le importa el «arte». El arte para él era el lenguaje de la vida diaria, que dominaba a la perfección. La fiebre analítica de la época lo acometió. El objeto, eso era. La cosa, sí señor, aunque le parezca extraño y todo lo que usted quiera. (…) Nada de pintura absoluta, nada de disolución, nada de contorsiones, sino las cosas tal como son, pero al mismo tiempo con su «más allá» (125).
La cosa y su más allá, la cosa y su alma, como lo querían los maestros de Balzac y Hoffmann. Las pinturas de Saverio son las cosas mismas, y tal vez por esto, nada se nos da a ver, no se describen las pinturas, a excepción del retrato del cuadro negro, pero como un efecto de sugestión del que se duda. Se habla del tríptico de Cimabue, del que emana la personalidad de Saverio como si ocupara su alma, se describe un cuadro de Gabriel Max, como una obra que podría haber sido la de Saverio, se compara el cuadro negro con Rembrandt. Pero no hay écfrasis de los cuadros de Saverio. Son pinturas del lado de lo invisible. Y, sin embargo, el narrador insiste en los dos últimos párrafos con los que concluye la Novelle que podría describir perfectamente esta mancha oscura:
Veo un retrato de hombre, oscuro y sin color, del cual no sé, en definitiva, si lo he visto. No obstante, lo podría describir exactamente con todas sus finuras técnicas. Los contornos de la cabeza —los veo girar rápidamente en torno al rostro doloroso— fulgían gracias al blanco amarillento, color de hueso» (151).
Tal vez, habría que concluir que lo que ve el narrador es lo que el cuadro hace ver, ese más allá de las cosas. Y que solamente vemos desde una cierta ceguera, de la manera en que lo explica Jacques Derrida en «Pensar hasta no ver»:
El punto de vista es la perspectiva, es decir, la visión de la mirada que, poniendo en perspectiva, selecciona. Hablar de perspectiva quiere decir que siempre vemos las cosas, siempre interpretamos las cosas desde cierto punto de vista, según un interés, dividiendo un esquema de visión organizada, jerarquizada, un esquema siempre selectivo que, entonces, debe tanto a la ceguera como a la visión. La perspectiva debe volverse ciega ante todo lo que esté excluido de la perspectiva; para ver en perspectiva, hay que ser negligente, hay que volverse ciego ante todo el resto; esto ocurre constantemente. Un ser finito solo puede ver en perspectiva, así pues, de manera selectiva, excluyente, enmarcada, en el interior de un marco, de un borde que excluye. Por ello, debemos rodear lo visible puesto en perspectiva con una zona de ceguera. La perspectiva es igual de ciega que vidente. Asimismo, desde este point de vue cierta ceguera es la condición de la organización del campo de lo visible (62–63).
Quien narra en Secreto de un hombre lo hace desde una cierta ceguera, ha dejado de ver con los sentidos adormecidos por la cotidianidad, tiene una visión de lo invisible. Asimismo, Saverio, el artista, ha encontrado con su mirada la mirada del narrador, reconociendo en ella la mirada de quien podrá ver en el cuadro negro. Y es por esto también que el crítico-historiador bizco no ve, su mirada no enfoca, no hay point de vue, es mirada distraída, imposibilitada de encontrar qué ver para ver.
No interesa de este modo más que el reconocimiento, el encuentro del artista con la obra, obra-objeto, pura materialidad de una visión interior. Dice Maurice Merleau-Ponty:
la visión es el reencuentro, como en una encrucijada, de todos los aspectos del Ser. (…) En ese circuito, ninguna ruptura, imposible decir que acá termina la naturaleza y comienza el hombre o la expresión. Es entonces el Ser mudo mismo que viene a manifestar su propio sentido. He aquí por qué el dilema de la figuración y la no figuración está mal planteado: es a la vez cierto y sin contradicción que ninguna uva jamás ha sido lo que es en la pintura más figurativa, y que ninguna pintura, aun abstracta, no puede eludir el Ser, que la uva del Caravaggio es la uva misma. Esta precesión de lo que es sobre lo que se ve y hace ver, de lo que se ve y hace ver sobre lo que es, es la visión misma (64–65).
Las uvas de Caravaggio… o bien, las uvas de Zeuxis en el poema de Yves Bonnefoy. Zeuxis frente a unas uvas pintadas con tanto realismo que las aves acuden voraces a picotearlas, y el pintor, que no puede pintar en paz porque no logra librarse de ellas. El pintor insiste en la obra:
Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el color o la forma.
Zeuxis, el artista, percibe ahora algo más, ese algo más, que el color y la forma, el objeto y su más allá. Pero Zeuxis pinta un último cuadro, fantasea Bonnefoy:
Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante, calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente dorados con la fantástica silueta que delinea en los ojos infantiles el racimo entre los pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.
Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano en el espejo, que se remueva esa agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se mezclan.
Algo como una charca, dice Bonnefoy, sombras claras y negras, pájaros y uvas confundidos… Visiones en las que parece que podemos tocar las cosas, alcanzarlas. Pintura delirante, pura materialidad pintada casi a ciegas.
En el cuento de Werfel, el artista, Saverio, es confinado en un manicomio. Alguna vez fue artista, ahora es un loco, como Frenhofer, como Berklinger, porque su obra se ha vuelto invisible.
Notas
[1] Para J. Le Rider, la traducción siempre es nuestra.
[2] Para E. T. A. Hoffmann, la traducción siempre es nuestra.
Bibliografía
- Balzac, Honoré de. La obra maestra desconocida. Traducido por Silvio Mattoni, Interzona, 2017.
- Bonnefoy, Yves. Poemas (1947-1975). Traducido por Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata, 2023.
- —. «Las uvas de Zeuxis.» Letras en línea, Departamento de Literatura, UAH, https://letrasenlinea.uahurtado.cl/yves-bonnefoy-las-uvas-de-zeuxis/#comments. Traducido por Rodrigo Cordero.
- Derrida, Jacques. Artes de lo visible. Traducido por Joana Masó y Javier Bassas, Ellagos Ed., 2013.
- Hoffmann, E. T. A. Die Serapionsbrüder: Deutsche Literatur von Lessing bis Kafka. Digitale-Bibliothek.de, http://www.digitale-bibliothek.de/band1.htm
- Kandinsky, Vassily. Sobre lo espiritual en el arte. Ed. Libertador, 2011.
- Klee, Paul. Para una teoría del arte moderno. Traducido por Hugo Acevedo, Libros de Tierra Firme, 1979.
- Le Rider, Jacques. «E. T. A. Hoffmann: Le peintre fantastique et les couleurs de diable.» La Couleur réfléchie, L’Harmattan, 2000, pp. 59–74.
- Lyotard, Jean-François. Lo inhumano: Charlas sobre el tiempo. Traducido por Horacio Pons, Manantial, 1998.
- Mattoni, Silvio. «La búsqueda del absoluto o el deseo de la pintura.» La obra maestra desconocida, de Honoré de Balzac, Interzona, 2017, pp. 3–24.
- Merleau-Ponty, Maurice. El ojo y el espíritu. Traducido por Jorge Romero Brest, Paidós, 1986.
- Werfel, Franz. La muerte del pequeño burgués. Secreto de un hombre. Traducido por Luis de Vivar, Losada, 2012.
Referencia electrónica
Poenitz, Paula. «El “secreto” del arte: naturaleza y abstracción en Secreto de un hombre de Franz Werfel.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 8, 2025, pp. 49–57.
URL: https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-secreto-del-arte-naturaleza-y-abstraccion
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.17664531






