La conquista de lo inútil. Las geografías imaginarias de El Dorado [1]

Catherine Alès
Michel Pouyllau

Resumen

A lo largo del siglo XVI, desde los Andes hasta las Guayanas, las tierras del interior del continente austral fueron el escenario de expediciones tan inútiles como peligrosas en busca de la «Tierra del oro», convirtiéndose con el paso del tiempo, en el refugio incierto de un legendario emperador «dorado».[2] El mito de El Dorado, que se perpetúa en diversas formas hoy en día, se analiza aquí con referencia a la historia de las ideas, al avance de la cartografía y a la permanencia literaria de sus geografías imaginarias. De hecho, hasta el siglo XIX, los cartógrafos, cuyas intenciones no siempre estaban despojadas de preocupaciones geopolíticas, informarán sobre la existencia de un inmenso lago en el espacio inexplorado entre el Orinoco y el Amazonas, el Parime lacus en cuyas orillas se eleva Manoa, una ciudad fabulosa con paredes doradas. Las geografías fantásticas de El Dorado caen en desuso durante el período de la Ilustración, muy especialmente en la época de la exploración científica, y reaparecen en las obras pertenecientes al género utópico o «realismo mágico» iberoamericano. Estas geografías ficticias, ya sean imaginadas por Voltaire, Conan Doyle o Alejo Carpentier, construyen un territorio donde los signos se invierten y donde puede expresarse la lógica de un rito de iniciación. Ciertamente, aunque se resuelve el enigma de la comunicación entre la cuenca del Orinoco y la del Amazonas con el reconocimiento del Casiquiare, aún se desconocen —y esto nos lleva a la segunda mitad del siglo XX— las fuentes del Orinoco y la última Terra incognita del escudo guayanés, el área interfluvial de la división de las aguas.

 


Y pronto aparece, remoto, teñido de luna, el espejismo del Dorado. Fray Pedro sonríe con sorna. El Adelantado escucha con cazurra máscara, arrojando ramillas a la lumbre. Para el recolector de plantas, el mito sólo es reflejo de una realidad. Donde se buscó la ciudad de Manoa, más arriba, más abajo, en todo lo que abarca su vasta y fantasmal provincia, hay diamantes en los lodos orilleros y oro en el fondo de las aguas. «Aluviones», objeta Yannes. «Luego —arguye Montasalvatje—, hay un macizo central que desconocemos, un laboratorio de alquimia telúrica, en el inmenso escalonamiento de montañas de formas extrañas, todas empavesadas de cascadas, que cubren esta zona —la menos explorada del planeta—, en cuyos umbrales nos hallamos. Hay lo que Walter Raleigh llamara «la veta madre», madre de las vetas, paridora de la inacabable grava de material precioso arrojada a centenares de ríos.» El nombre de aquel a quien los españoles llamaban Serguaterale lleva al Herborizador, de inmediato, a invocar los testimonios de prodigiosos aventureros que surgen de las sombras, llamados por sus nombres, para calentar sus cotas y escaupiles a las llamas de nuestro fuego. Son los Federmann, los Belalcázar, los Espira, los Orellana, seguidos de sus capellanes, atabaleros y sacabuches; escoltados por la nigromante compañía de los algebristas, herbolarios y tenedores de difuntos. Son los alemanes rubios y de barbas rizadas, y los extremeños enjutos de barbas de chivo, envueltos en el vuelo de sus estandartes, cabalgando corceles que, como los de Gonzalo Pizarro, calzaron herraduras de oro macizo a poco de asentar el casco en el movedizo ámbito del Dorado. Y es sobre todo Felipe de Hutten, el Urre de los castellanos, quien, una tarde memorable, desde lo alto de un cerro, contempló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus portentosos alcázares, mudo de estupor, en medio de sus hombres. Desde entonces había corrido la noticia, y durante un siglo había sido un tremebundo tanteo de la selva, un trágico fracaso de expediciones, un extraviarse, girar en redondo, comerse las monturas, sorber la sangre de los caballos, un reiterado morir de Sebastián traspasado de dardos. Esto, en cuanto a las entradas conocidas, pues las crónicas habían olvidado los nombres de quienes, por pequeñas partidas, se habían quemado al fuego del mito, dejando el esqueleto dentro de la armadura, al pie de alguna inaccesible muralla de rocas.(1985: 203-204)

En Saint-Dié des Vosges, en 1507, el duque René II de Lorena confía los informes de viaje y los mapas de Américo Vespucio a un monje erudito, Martin Waldseemüller, con órdenes de imprimir un mapa del universo. De un plumazo, este dibuja una cuarta parte del mundo, desafiando así la autoridad de Ptolemeo: la hipótesis de un nuevo continente toma forma. Este mapa aparece en Cosmographiae Introductio, donde el humanista Ringmann se une al brillante cartógrafo (latinizado como Ilacomilus) y propone bautizar «esta otra parte Amerige, es decir tierra de Amerigo o América», en honor al (supuesto) descubridor del continente. Eclipsado y muerto hacía un año, Cristóbal Colón, a diferencia de Vespucio —quien rápidamente se sintió en presencia de un «nuevo mundo» y que, más fabulador, supo destacarse en sus cartas publicadas, Mundus Novus (1503) y Quatuor Navigationes (1506-1507)—, había creído durante mucho tiempo que estaba frente a Asia y cerca de Cipango, es decir de Japón, antes de considerar, poco después de su tercer viaje (1498), pero demasiado tímidamente, la existencia de una «tierra desconocida».[3]

El aporte europeo a la construcción de la geografía de la América austral desde 1492 se situará así, constantemente, en una relación dialéctica entre ficciones, mitos[4] y realidades, cuyo reto serán rápidamente esas manchas blancas sobre el mapa que se reducen como piel de zapa. Y contribuyen, en un primer tiempo, los exploradores y conquistadores hispano-portugueses que desarrollan, a partir de leyendas indígenas, geografías imaginarias en torno a nuevas tierras —entre las cuales está El Dorado, el fabuloso país del oro y las incertidumbres relacionadas con sus caminos de acceso—; luego, en un segundo tiempo, los cartógrafos de diversas naciones europeas que intentan traducir en el papel los caminos de los viajeros. De paso, el mito del Dorado se enriquecerá o se empobrecerá a través de la descripción de sociedades ideales cuyos límites geográficos están inscriptos en algún lugar entre la Cordillera de los Andes y el Océano Atlántico.

 

Si bien se reconoce la experiencia de sus «conquistadores de lo inútil», España, Portugal y el resto de las empresas coloniales iberoamericanas aportaron relativamente poco a las reconstrucciones cartográficas, lugar que dejaron a los italianos, holandeses, franceses e ingleses. Las naciones ibéricas intentaron mantener celosamente el secreto de sus descubrimientos, pero también se puede suponer que los españoles reservaron a los holandeses, entonces dependientes del Imperio español, el cuidado de difundir los conocimientos cartográficos (González Oropeza 1987: 16). En más de un centenar de documentos cartográficos relacionados con la zona que nos concierne es notable que solo una veintena hayan sido escritas por españoles o portugueses. Curiosamente sucede lo mismo con la explotación del mito del Dorado en la literatura: es solo recientemente que autores hispanos como el cubano Alejo Carpentier o el venezolano Rómulo Gallegos retransmiten, en cierto modo, las crónicas históricas o las obras de Sir Walter Raleigh, Voltaire o Conan Doyle. De alguna manera, los iberos se vieron desposeídos de esta experiencia única que les había conferido un avance singular en el campo del conocimiento geográfico.

 

LA VISIÓN CARTOGRÁFICA DEL NUEVO MUNDO

Las geografías imaginarias construidas alrededor de El Dorado constituyen un tema inagotable que ha ido más allá del marco del pensamiento ibérico para mantener el mito de las tierras prometidas. Desde el descubrimiento de América, El Dorado se impone como una evidencia. Es de manera obstinada y, al parecer aparente sinrazón, que los conquistadores se esfuercen en perseguir este espejismo. La leyenda de un país prodigioso con una riqueza excepcional va a asociarse, poco a poco, a los ríos que, sin duda, representan el camino más fácil en esta búsqueda. ¡Y qué ríos! ¿No es el Amazonas el primer río del mundo y el Orinoco el cuarto? ¿Y por qué precisamente estos cursos de agua, salvo que se trate de las últimas etapas hacia la Terra incognita de los cartógrafos? Del mito a la novela, incluso a la caricatura, solo hay un paso que Voltaire no dudará en dar; pero en el camino, un entramado de ilusiones, fracasos y aventuras románticas se entretejen en torno a esta creencia, creando así el soporte materializado de una geografía fantasmagórica.

¿Cómo definir una geografía imaginaria y por extensión la cartografía imaginaria? En su tesis sobre el tema de las «Geografías imaginarias»,[5] Pierre Jourde (1989: 16) propone una definición que haremos nuestra: «Un mundo imaginario es un conjunto espacial complejo identificado por topónimos en su gran mayoría inventados, siempre y cuando este conjunto forme una estructura autónoma claramente separada del espacio conocido y explorado en el momento que escribe el autor». Este enfoque es una constante en las obras que inventan mundos, incluso en el campo cultural que nos interesa: obras como La Guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa o Cien años de soledad de Gabriel García Márquez con sus geografías ficticias de Canudos y Macondo. Ciertamente, este mundo corresponde, en términos generales, a un «espacio en blanco» en el mapa de la novela, pero qué perfecta coincidencia con documentos producidos sobre la América meridional durante los siglos XVI, XVII y XVIII en donde aparece la Terra incognita: precisamente el lugar-refugio de El Dorado.

Conquistadores, potencias hispano-lusitanas, exploradores, autores e incluso geógrafos utilizan de hecho —en grados diversos de percepción, de connivencia o de inocencia— la región Orinoco-Amazónica como un soporte privilegiado para hacer sus cálculos de modo de apoderarse de territorios y riquezas: en el camino se integran fantasías, aventuras, parábolas o acciones fuera de lo común. Este espacio interior, con sus inmensos bosques y sabanas, proporciona la unidad de localización. La unidad de acción nos está dada por la búsqueda sin fin de un tesoro, ya sea oro, tierra, bosques, minerales y ello, en la inversión de todas las señales: calor excesivo, paisajes increíbles, animales extraños y terroríficos, hombres antropófagos o acéfalos y otras razas plinianas. Podría parecer que falta la unidad de tiempo, pero ¿el mito del oro no se perpetúa en las actuales consideraciones, mitad fabulosas, mitad reales y en la potencialidad de la selva amazónica, uno de los últimos frentes pioneros?, y, mucho más allá de la llegada de Cristóbal Colón a las Indias Occidentales, ¿podríamos someter bajo la misma mirada las maravillosas leyendas griegas en la tierra del sol?[6] ¿No es esta permanencia un rasgo característico de la temporalidad mítica?

Tenemos, allí reunidos, los elementos de la tragedia de El Dorado cuya búsqueda condenó regularmente a sus numerosos protagonistas a la perdición. ¿Qué queda de esta aventura? Acordaremos en decir que tuvo al menos el mérito de ampliar el conocimiento del espacio venezolano y guayanés.

Las leyendas «doradistas»

Un siglo después del Descubrimiento, retomando historias nativas, los exploradores de las tierras adentro, Océano-Atlántico-Andes-cuencas del Orinoco y Amazonas, creen que existe una laguna o un mar en algún lugar del centro del macizo de las Guayanas. La búsqueda del oro despierta aún más la idea de la existencia de ese lago que será denominado, según las épocas y autores, «Lago Parime», «Mar Dorado» o «Mar Blanco»: en sus orillas se alza, magnífica, una ciudad con murallas de oro, la fantástica Manoa, la Ciudad del Oro. Allí reside El Dorado, convertido «Gran emperador» en el transcurso del tiempo. Sabemos que se trataba, en sus orígenes, de la leyenda de un cacique chibcha quien, cuerpo y rostro untados con un aceite perfumado, se adornaba con una película de oro reducido en fino polvo y se sumergía ritualmente en homenaje al Sol en el lago de Guatavita, cerca de la actual Bogotá.

 

 

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Figura 1. La Ciudad de Manoa en la orilla del lago salado Parima. Se accede a ella por medio de las embarcaciones llevadas desde el alto Esequibo (Levinus Hulsius, Travels, V, 1599)

 

 

 

De modo que inicialmente hubo una sola leyenda que abarcó posteriormente a todas aquellas que sirvieron de hilo conductor a los conquistadores del Nuevo Mundo y acunaron sus esperanzas. Algunas se propagaron mucho antes del conocimiento de la supuesta existencia de un indio bañándose, pintado con polvo de oro, en un lago donde se arrojaban objetos de oro y piedras preciosas, de este «Indio dorado» que desde entonces van a llamar «El Dorado»: «el hombre de oro».[7] En este marco se construyó el «mito de El Dorado» que adquiere estatus paradigmático para dar cuenta de las múltiples expectativas de los conquistadores de estas tierras desconocidas.

 

 

ElDorado
Figura 2. El «Indio Dorado» era cubierto con un aceite perfumado, luego un fino polvo de oro era soplado sobre su cuerpo. (De Bry, Historia Americae Sive Novi Orbis…, Frankfürt, M. Meriani, 1634)

 

 

Es en realidad toda la conquista, desde el primer viaje de Colón —quien cree descubrir las Indias y las maravillas asiáticas (como el Cathay, el Quinsey o el Cipango), exaltadas por Marco Polo y Mandeville— que se concreta en torno a la expectativa de lo fantástico.[8] El mito de El Dorado tiene allí sus raíces y el descubrimiento del país azteca por Cortés y el de los esplendores de Cajamarca y del Cuzco por Pizarro sientan concretamente las convicciones, mientras que las «noticias» informadas de las diferentes incursiones tierras adentro hacia el «país de Meta»,[9] a pesar de las fallas y las desmentidas, proporcionan constantemente nuevas pistas, confirmando la idea de que existen en alguna parte —en un lugar aún desconocidos— los yacimientos mineros desde donde provienen tantos tesoros maravillosos. Cuando los incentivos a la búsqueda se agotan, son revividos por el fabuloso descubrimiento de esmeraldas y piezas de platería de la cultura muisca que hace Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá y de Nueva Granada. Una vez nacida, la leyenda del cacique dorado se extenderá y crecerá con detalles adicionales que serán aglutinados y luego incorporados a las nuevas informaciones recopiladas durante las diferentes expediciones. Asociada con el «país de los Omeguas» y el «reino de Cuarica»,[10] o a la existencia de una inmensa laguna y al nombre de la ciudad de Manoa,[11] esta leyenda irá creciendo hasta alcanzar una especie de apoteosis con la fértil imaginación de Sir Walter Raleigh tal como nos la restituyó en The Discovery...[12]

 

 

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Figura 3. Mapa de De Bry (1599) con hombres sin cabeza. Acompañó la traducción latina del libro de W. Raleigh y contribuyó enormemente a la difusión del mito de El Dorado

 

 

 

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Figura 4. Mapa de Henricus Hondius (1635)

 

 

 

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Figura 5. Mapa de Sanson d’Abbeville (1734)

 

 

 

 

Dejemos a los historiadores —partiendo de la excelente síntesis escrita por Jerónimo Martínez-Mendoza (1967) a la preciosa suma realizada por Demetrio Ramos Pérez (1973), donde analiza con minuciosidad excepcional la construcción del mito de «El Dorado»— la tarea de trazar los avatares.[13] Nosotros nos proponemos, en cambio, ilustrar la influencia del mito en la exploración de la América equinoccial, su permanencia a través de las fantásticas geografías que va a suscitar y la riqueza de su representación iconográfica y literaria, alimentando un imaginario que continúa hasta nuestros días.

 

 

 

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Figura 6. Mapa de Guiljesmus Blaeuw (1647)

 

 

 

No podemos conformarnos con ver en esta búsqueda una serie de aventuras ilusorias y fantasmagóricas; este conjunto de hechos también forma parte de la historia de las ideas. Aunque lo maravilloso sirva de caldo de cultivo, el mito se nutre de ilusiones nuevas que forman parte de sistemas de pensamiento racionales propios de este período del Renacimiento: concepción en particular de una causalidad alquímica que se ejerce en determinadas zonas telúricas donde la naturaleza se revelaría más propicia para la formación de oro. Esta perspectiva, asimilada por un tiempo al mito, reaparecerá, considerablemente purificada, en la existencia de minas auríferas para justificar la búsqueda de oro cuando estos espacios desconocidos pierdan sus fantásticos atributos. En efecto, esta teoría de un medio que se supone más favorable a la formación geológica de vetas auríferas como consecuencia de la intensidad del sol, preside como tal, y sin su relevo mítico, las empresas de los conquistadores. Ordaz, antiguo compañero de Cortés, es el primero en adelantar la idea de que existen depósitos del precioso mineral, cuyos índices han sido detectados por Pizarro (el oro de los incas) y los demás exploradores del semicírculo litoral; sobre todo postula que se ubican profundamente al interior de las tierras. Poco después, Dortal reafirmó esta teoría y sostuvo que «la grandeza del oro esta devajo de la quinocial», es decir en la zona equinoccial.[14]

La génesis del mito se corresponde bien con este período en el que El Dorado fue localizado de manera inequívoca en el espacio continental situado al este de los Andes (entre el norte del Orinoco y el sur del Amazonas). Posteriormente, las condiciones históricas de las exploraciones y las limitaciones geográficas específicas de tierras entre el Orinoco, el Amazonas y el Océano Atlántico contribuyen a exacerbar la leyenda. El contraste entre las costas colonizadas y el interior, inexplorado y poco practicable, se presta a ello. Existen poderosos ríos fluyendo desde los Andes y sobre los cuales Orellana perderá toda ilusión. Luego, las cuencas altas de los ríos Orinoco, Caura, Caroní, Cuyuní, Esequibo o Río Branco, intercalados con violentos rápidos que cortan y rodean el escudo guayanés. Los exploradores encuentran allí las mayores dificultades para llevar a cabo los transportes entre los diferentes canales de agua.

Las condiciones climáticas extremas y el ambiente hostil alejan más aún a este lugar mirífico. También están esos grupos de «salvajes» que parecen mantener la idea de que se trata de riquezas fabulosas,[15] pero que siembran la derrota entre las tropas mejor equipadas y cuya reputación aterroriza incluso a los más emprendedores. A esto se suman las dificultades de suministro en el cruce de «tierras» de nadie que definen las prácticas de evitación recíproca de las sociedades indígenas. Estas tierras del «Mundo perdido», a las que se arriba en última instancia y que se asocian, además, a los espectaculares acantilados de la formación geológica Roraima, altas mesetas con vegetación y fauna endémicas, reservas de oro y diamantes, riqueza que perdura hasta nuestros días, constituirán, en cierto modo, el último centro geográfico de la leyenda.[16]

Todo esto contribuye a determinar una dinámica particular del mito que se desarrolla en dos direcciones, una literaria, con las crónicas de viajeros, misioneros y varios enviados de las potencias españolas y portuguesas; la otra, cartográfica, con la representación del lago Parima, acompañado o no de la ciudad de Manoa, en algún lugar entre el Orinoco y el Amazonas, a proximidad de la línea ecuatorial. Esta creencia todavía está muy presente durante la segunda mitad del siglo XVIII, aun cuando la exploración de Nicolas Horstman en 1739-1740, en la región situada entre el alto Esequibo y el Río Branco, aporta argumentos decisivos a la inexistencia del lago. El mito se desvanece y reaparece únicamente de vez en cuando en un estado de resurgimiento del pasado: sigue siendo solo la idea de una montaña rica en vetas de oro. Es de esta manera que Manuel Centurión pone en marcha varias expediciones en el lado español entre 1771 y 1775: Vicente Díez de la Fuente cree haber descubierto por fin el «Dorado» y la laguna de Parima, pero solo se encuentra con el pequeño lago Amuku ya descubierto por Hortsman.[17] El análisis crítico, finalmente, comienza a principios del siglo XIX con el viaje de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland, el cual destruirá definitivamente la leyenda confirmando la ausencia de la laguna dorada.[18] Curiosamente, los cartógrafos siguen sosteniendo, en las primeras decenas de aquel siglo, la presencia del lago Parima. Un caso extremo es el de Nicolas Herbert Camron, en Georgetown, quien continúa mencionando su existencia aun en 1856 (Gonzales Oropeza 1987: 68). ¿Se trataría, acaso, de oportunismo en el contexto del conflicto fronterizo anglo-venezolano desarrollado en aquella época? En realidad, con el Mapa de las Provincias de Venezuela y del Reino de Santa Fe de Mariano Torrente (1831), salimos de la era del bricolaje cartográfico para entrar en la de la geografía científica que anuncia Agustín Codazzi (1840).

 

 

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Figura 7. La región Orinoco-Amazonas (Michel Pouyllau 1991)

 

 

 

Los «vaivenes» cartográficos

La consulta de los documentos cartográficos donde figura el lago es interesante desde el punto de vista geohistórico ya que en tres siglos aparecen tres áreas de localización geográfica. La primera —que dura un breve periodo de tiempo— sitúa a El Dorado cerca de la laguna Guatavita; la cordillera oriental de los Andes se reconoce rápidamente y los conquistadores, como Philippe de Hutten (1541-1546) quien va en busca del «país de los Omeguas», Pérez de Quesada (1540-1542) o Gonzalo Pizarro (1542-1542), fracasan en sus esfuerzos por encontrar el reino tan supuestamente rico. A lo largo de los viajes, este país se ve reubicado muy lejos, hacia el este, sobre la línea equinoccial, entre el Orinoco y el Amazonas, en el centro del macizo guayanés. Esta segunda situación corresponde al avance de los conocimientos geográficos luego de las exploraciones que llevaron a cabo, sobre todo desde la costa atlántica, Antonio de Berrío (1584-1595), Raleigh (1595) y Fernando de Berrío (1598-1620). Además, un movimiento se efectúa, siempre entre el Orinoco y el Amazonas, hacia el interior del continente donde el «Lago Parime» viene de pronto a alojarse en los contrafuertes de la Sierra Parima que separa Brasil de Venezuela. Este último avatar corresponde a los trabajos de la Expedición de los Límites realizada por Ituriaga y Solano (1754-1760) con vistas a la delimitación de fronteras entre los imperios español y portugués —ya volveremos a ello. Esta será la última posición que se le conoce.[19] Una vez más se proyectan aquí, aunque nos encontremos en el umbral de la era científica propiamente dicha, las viejas creencias relativas al lago legendario.

 

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Figura 8. Detalle del mapa de Berrío-Raleigh (1595), que representa el lago Parime bajo la forma de un ciempiés, Manoa y el río Dorado (Levinus Hulsius)

 

 

Sin embargo, a mediados del siglo XVIII no faltan giros en la historia ya que se asiste a las primeras «correcciones geopolíticas» asociadas a las tentativas de penetración de los holandeses en las Guayanas. Es así que el mapa de Jean-Baptiste d'Anville, editado en 1748 y que tiene en cuenta las más recientes informaciones relativas al viaje de Horstman, ya no contiene el lago Parima, que vuelve a ser incluido por el autor en la edición de 1760, intentando justificar de esta manera un límite territorial entre las potencias holandesa, española y portuguesa. Así, los españoles pierden el interés por los conocimientos puramente geográficos en beneficio de una cartografía política capaz de fijar líneas de demarcación para contrarrestar el expansionismo portugués, inglés y holandés. De alguna forma, la presencia de un «blanco» en el mapa —es decir, de un sector indeterminado— justificaría los derechos de un Estado sobre los territorios por conquistar. De esta manera, los intereses de cada nación hacen retroceder cada vez más la localización del lago mítico hacia lo que seguirá siendo hasta los años 1970 la última Terra incognita del macizo guayanés, la sierra Parima.

 

LAS GEOGRAFÍAS DEL IMAGINARIO EN LA LITERATURA

Fray Pedro se detiene, respira hondamente y contempla un horizonte de árboles, del que emerge, en volúmenes pizarrosos, una cordillera de filos quebrados, que es como una presencia dura, sombría, hostil, en la sobrecogedora belleza de los confines del Valle. El fraile señala con el bastón nudoso: «Allí viven los únicos indios perversos y sanguinarios que hay en estas regiones», dice. Ningún misionero ha regresado de allá. Creo que, en aquel instante, me permití alguna burlona consideración sobre la inutilidad de aventurarse en tan ingratos parajes. En respuesta, dos ojos grises, inmensamente tristes, se fijaron en mí de manera singular, con una expresión a la vez tan inmensa y resignada, que me sentí desconcertado, preguntándome si les había causado algún enojo, aunque sin hallar los motivos del tan enojo (Carpentier: 266).[20]

Perdiendo progresivamente su eficacia como fuente de conocimiento de estas tierras desconocidas y de su apropiación imaginaria y real, el mito de El Dorado encuentra un nuevo respiro al inspirar a la ficción. Su imagen del paraíso terrestre ya aparece en El Paraíso perdido, poema épico escrito por John Milton en 1667. La novela y otros cuantos géneros literarios también se adueñan de su geografía fantástica, de su laguna y de sus ríos interconectados, ya sea como soporte de la acción o para volverlos los actores mismos del relato. Ya sea que fuesen utilizadas en el siglo XVIII por Voltaire en Cándido, a fines del siglo XIX por Arthur Conan Doyle en El Mundo perdido o, a mediados de este siglo, por Rómulo Gallegos en Canaima y por Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, las geografías imaginarias se mantienen siempre vigentes. El mito de una comarca desconocida y los ríos que allí se introducen nos ayudan a alcanzar la utopía, sea esta realista en Gallegos, idealista en Carpentier, satírica en Voltaire o polémica en Conan Doyle (por la supervivencia endémica de especies no evolucionadas).

Así, aunque el tema de Canaima (1941) sea en sí mismo un clásico —se trata de la vida y la muerte de caucheros, colectores de árboles de caucho y aventureros—, su interés reside sobre todo en una lectura geográfica del texto: encontramos allí lo fantástico asfixiante de la naturaleza que los conquistadores de lo inútil han conocido. Si bien no se trata, para ser honestos, de la mejor novela del autor venezolano,[21] Canaima sigue siendo, empero, la única nouvelle de una cierta calidad literaria cuya acción se desarrolla en el bosque guayano-amazonense, allí donde la historia ha situado Eldorado.

Si el río, el Orinoco, y la tierra guayanesa sirven simplemente de escenario para la obra de Rómulo Gallegos, en Carpentier se convierten en los actores, en la corriente que llamamos «realismo mágico».[22] Profundamente marcado por la tierra venezolana, como atestigua su novela Los pasos perdidos (1953), Carpentier es tanto un geógrafo como un escritor;[23] la obra, ciertamente, sorprende sobre todo por la manera incomparable con la que el autor incorpora en su ficción el mundo en su estado bruto, es decir, a través de la construcción de una región mágica. Tal como lo destaca Bernard Sésé (1984: 294), Carpentier sobresale, como escritor, «en su mezcla cautivadora de lo fantástico y lo legendario inserto en la historia y en vida cotidiana», en ciertos textos suyos «lo utópico, lo mítico, lo quimérico barre toda lógica, toda razón, todo sentido común». No obstante, si existe un campo en su obra que no está atravesado por lo trágico y lo irrisorio, es sin dudas el de la geografía.[24] Es, en efecto, sobre la base de la precisión tanto geográfica como histórica que Carpentier funda la teoría de aquello que llama lo «real maravilloso» americano. Pero, ¿qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?[25]

Explorar la dimensión geográfica en Los pasos perdidos sería entonces retomar prácticamente toda la obra: tan omnipresente, esencial, es ella.[26] Los paisajes descubiertos por el protagonista participan en la elaboración de un mundo nuevo y primitivo donde toda alegría se manifiesta en la creación. La partida hacia aquel mundo nuevo está de por sí ligada al elemento acuático y, desde ese instante, Carpentier estructurará la acción de su novela asociando el reportaje geográfico y lo mágico.[27] La continuación de la navegación lleva al héroe hacia esta tierra de Eldorado muy poco citada como tal pero siempre implícita, encontrando las sensaciones de los conquistadores cuando ellos mismos descubren estos paisajes inauditos, irreales. En el bosque amazonense-venezolano, en compañía de un misionero, de rastreadores de oro y de caucheros, Carpentier construye el redescubrimiento del Nuevo Mundo y, mejor todavía, de lo no revelado de este nuevo mundo.[28] Podríamos seguir el paso a paso del héroe a lo largo del «Gran Río» y, en tal caso, no sería al final más que un recorrido banal, sin eufemismo, en el correr del agua. Pero el río de Carpentier es un tanto sorprendente ya que, volveremos sobre ello, a medida que uno se acerca a Eldorado, es decir, a las fuentes, el río se va ampliando.

 

Bajo la pluma de Voltaire (1966: 214), el viaje hacia Eldorado comienza también al borde de un río: «dejémonos llevar por la corriente; un río conduce siempre a algún lugar habitable. Si no encontramos nada interesante, al menos encontraremos cosas nuevas».[29] Por supuesto, aquí Voltaire se inspira en las expediciones hundidas en el interior de estas tierras, pero, sin dudas, más particularmente en el viaje de La Condamine, su amigo personal, quien le hace llegar el relato de su periplo en el Amazonas; veremos que, en reiteradas ocasiones, elementos de su relación se pueden enlazar con pasajes de Cándido donde se insertan a través de sutiles combinaciones de oposiciones e inversiones.[30]

Por su lado, la continuación del viaje de Cacambo y Cándido seguramente inspiró a Carpentier ya que, señala Voltaire, «navegarán por algunos lugares entre orillas algunas veces florecidas, otras, áridas, a veces unidas, a veces escarpadas. El río se extendía siempre» (ibid.). En Los pasos perdidos, la imagen del río, cada vez más imponente cerca de su fuente, es claramente más secreta y se manifiesta a través de la abundancia de las riquezas que surgen bajo los pasos, pero la escena en que el Adelantado de Carpentier descubre la Puerta en la orilla de la ribera del río, puerta que da acceso a Eldorado, pareciera una relectura de Cándido pues se encuentran las mismas dificultades en la navegación y, entonces, se desprende la misma impresión de viaje iniciático.[31] ¿Es Voltaire, en resumen, el primero en desencriptar lo «real maravilloso» americano? En efecto, el hombre de Ferney aborda la última parte del viaje subrayando que el río «se perdía siempre bajo una bóveda de rocas espantosas que se elevaban hasta el cielo [...]. El río, estrechado en este lugar, los llevó con una rapidez y un ruido horrible. Al cabo de veinticuatro horas, volvieron a ver la luz del día [...]; por fin descubrieron un horizonte inmenso, rodeado de montañas inaccesibles» (pp. 214-215).[32] Para Voltaire, este pasaje es un punto de ruptura entre el mundo conocido y el nuevo y, a la vez, un rito de transición obligado para un nuevo nacimiento en un mundo ideal, hecho de inocencia y de felicidad y protegido de la ambición de los europeos: «como no estamos rodeados de rocas inabordables y de precipicios, hemos estado siempre, incluso hoy, en el refugio de la rapacidad de las naciones de Europa que poseen un furor inconcebible por las piedras y por el lodo de nuestra tierra y que, con tal de tenerlos, nos matarían a todos, uno por uno» (p. 217).[33]

Ciertamente en El Dorado de Raleigh están los Incas con sus inmensos tesoros. Son no solo los únicos pueblos civilizados donde la gente está arropada, sino que, además, son poderosos y declaran guerras a los pueblos que los rodean, pero aquí nos encontramos más bien frente a los Incas como los pintaba Garcilaso, dotados de una gran humanidad y adornados con todo tipo de cualidades, con un refinado urbanismo, con costumbres y leyes modelo: es finalmente el mejor de los mundos buscado por Cándido.[34] Sin embargo, en la reconstitución que hace Raleigh de los Incas, una vez vencidos, estos se refugian hacia el este donde fundan el reino de Guayana, anhelando una predicción que los liberaría del yugo de los españoles. Voltaire, en cambio, decide llevar deliberadamente la contra: los Incas vencidos por los españoles son aquellos que asomaron la nariz por fuera del capullo, dejando el edén para salir a conquistar el mundo: se reencuentran con otras civilizaciones, con su horda de males y atrocidades —entre ellas la inquisición, la colonización y el esclavismo— y, así, son vencidos por los españoles.[35]

El cuento filosófico es el medio por el cual Voltaire expresa sus humores cuando tiene la «sangre encendida» y «está ocioso» (Voltaire 1966: 13). Mientras la guerra causa estragos en Europa, la filosofía de moda es la del «todo está bien». Es, entonces, haciendo referencia al sistema leibniziano del optimismo, que Voltaire hará evolucionar a Cándido en un continuo de peripecias, pues «el mejor de todos los mundos posibles» no puede ser un mundo donde toda suerte de males nos afecte, donde la censura azote, el mal gusto domine y la guerra culmine. El viaje a «El Dorado» es el episodio clave de la «búsqueda del grial» de Cándido ya que pone en juego una serie de inversiones que dibujan los contornos de un mundo perfecto. Este, totalmente del lado del «todo está bien», es el negativo de aquel donde «todo está mal».[36] Pero la irrealidad de este universo perfecto —el único que justificaría el optimismo— se opone también a la realidad de su contrario, y, entre el mundo real y el utópico —aburrido en definitiva— Cándido da lugar al realismo al buscar una solución en el ejercicio de las alegrías simples como la de «cultivar la tierra».[37] ¿Hay ahí un subterfugio por parte del autor frente a la construcción de un proyecto social real? El verdadero sentido de esta fábula volteriana cuestiona siempre a los exégetas; «es algo que se resiste a la elucidación», según René Pommeau (Voltaire 1966: 21). Tal como lo destaca Michèle Duchet (1971: 315), el Eldorado es algo totalmente distinto a un apólogo, «ofrece todas las riquezas y a la vez todo el rigor de un mito».[38] Agrega: «pero Voltaire no cree en las sociedades sin historia: si él construye de la nada un modelo utópico es precisamente para demostrar la vanidad de todo espíritu utópico [...].[39] La vida real está en otra parte y toda la simbología de Eldorado solo apunta a destruir lo que parece figurar: mito en el que vienen a morir todos los mitos. Devuelve, entonces, al espíritu humano, decepcionado por las fábulas, a su propia aventura».

Si la unión íntima entre lo real y lo mágico es, en Carpentier y Voltaire, la guía para acercarnos al mundo mítico, la Terra incognita muestra el derecho a la diferencia en La tierra perdida (The Lost World) (1912) de Sir Conan Doyle. Este autor es mayormente conocido por sus novelas policiales construidas en torno al personaje de Sherlock Holmes. Más discreto se mantiene su explorador de ciencia ficción, el profesor Challenger.[40] La temática de la novela está relacionada con la presencia o no de endemias en la tierra y, particularmente, con una región poco conocida situada en los confines septentrionales de Brasil: he aquí de nuevo la inmersión en una comarca misteriosa que no puede dejar de evocar a la de Eldorado.[41] Efectivamente, la alta meseta del mundo perdido está, como en el Eldorado de Voltaire, cercado por acantilados inaccesibles: en su centro brilla un lago de color plateado; en la orilla, una lava azul y secreta con fabulosos diamantes... Símbolo de la sincronía, esta isla suspendida que domina el bosque brasileño favoreció la permanencia hasta nuestros días de formas reptilianas del jurásico y de hombres-monos (el famoso eslabón perdido de la humanidad) y, simultáneamente, permitió su coexistencia con especies evolucionadas como los Indios y los animales amazónicos que se desarrollaron en otra parte y se les sumaron luego. La idea evocada por Conan Doyle de una evolución separada de las especies humanas, animales y vegetales en esta región del mundo, suele ser tomada como una quimera. Sin embargo, ulteriormente, en particular durante los años 1970-1980, las investigaciones confirmaron la presencia de endemias que conciernen al reino animal y vegetal en las altas mesetas de la formación geológica del Roraima.[42] Se puede pensar que Conan Doyle, conociendo los informes de los científicos encargados de explorar lo que era entonces la Guayana inglesa y que señalaban hechos relativamente extraordinarios, relacionó las hipótesis de Darwin sobre Galápagos y el descubrimiento de estas «islas continentales» para construir su ficción. Pero el interés de la obra, en lo que nos atañe, reside por supuesto en sus descripciones sobre la navegación y el desplazamiento hacia lo que el autor llama «la tierra de Maple White». Al igual que en los textos de Voltaire y de Carpentier, se encuentra aquí el mito-fantasma del túnel, de la bóveda, de la entrada secreta, de la lenta y difícil progresión, de carácter iniciático, como la vía obligada de penetración en «el nuevo mundo».[43]

El paradigma del río y la búsqueda de Eldorado comparten una parte de realidad: la búsqueda de estas tierras prodigiosas, cada vez más lejanas e inaccesibles, solo puede darse por los ríos. Paradójica y efectivamente, todas las expediciones obedecen a una misma estrategia eminentemente lógica. Por más caprichosas que puedan parecer con el retroceso de la historia, nunca fueron llevadas a cabo de manera azarosa. Al contrario, los exploradores intentaban integrar todos los datos explotables y siempre sondeaban de manera muy racional una porción inmensa de territorio desconocido. Estos trazadores de fronteras tuvieron la voluntad, al fijar nuevos límites para el conocimiento territorial, de otorgar un sentido a aquello que no lo tenía, aunque este sentido fuese una proyección del imaginario. Podríamos haber analizado, desde esta perspectiva, el libro de Sir Walter Raleigh, The Discovery of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana (1596), o retomar las crónicas de la triste historia de Fernando de Berrío, quien condujo, desde 1598 a 1620, una veintena de expediciones en las Guayanas. Se dice que lo llevó a la quiebra, pero aun cuando falleció, en 1622, no había renunciado a sus sueños.

Es cuando inspira estas verdaderas geografías del imaginario elaboradas por Voltaire y, sobre todo, por Conan Doyle, que el mito revela sus funciones más universales: mapas, toponimias, paisajes y civilizaciones son los lazos entre nuestra condición, como la ilustran los límites del espacio terrestre conocido, y las fuerzas fantasmáticas de una naturaleza a la cual su carácter no conocido permite atribuir nuevos signos.[44] Entonces, son en esencia los juegos de oposiciones a los cuales pertenece la geografía imaginaria los que justifican su permanencia en la literatura. En la geografía de Voltaire, se sitúan al interior mismo del campo de la civilización (mundo imperfecto / mundo perfecto), mientras que en la de Carpentier se articulan la relación civilización / naturaleza verdadera ("la vida real"). Por su lado, el "mundo perdido" de Conan Doyle se encuentra más en una hiper-naturaleza sobre la cual el hombre moderno no dejará, sin embargo, de afirmar su supremacía. Las geografías ficticias de un nuevo mundo son, en todos los casos, el soporte de un antiguo mundo. Este pone en juego, en el primero, la cultura más civilizada; en el segundo, es el desafío de la cultura más natural; y, en el último, es a la vez el de la naturaleza y la cultura más primitivas.

La creación de este espacio de inversión muestra que el acceso al nuevo mundo representa tanto para Cándido como para el héroe de Carpentier o para aquellos de Conan Doyle, un rito de pasaje. Solo esta clave nos permite entender por qué todos los protagonistas dejan el mundo utópico al que se unieron. Dotados de un conocimiento nuevo, vuelven al mundo del que vinieron, fase última de todo rito de paso -la reinserción en el mundo cotidiano: el despegue hacia la ciudad y el museo de Carpentier, el jardín de Cándido, la conferencia en el Queen's Hall de Conan Doyle. Las dificultades para salir del mundo mítico al final del rito son de hecho igual de grandes que para entrar en él y, si bien el medio utilizado difiere en cada caso de aquel que presidió la entrada, curiosamente cada fábula propone una evacuación aérea de los héroes. En eso, ¿no se puede considerar que la geografía fantástica sea algo muy diferente de una utopía?

Frecuente inversión de los signos de la cultura, ya desde los antiguos griegos, quimeras, fantasías, la fascinación de estas tierras por descubrir, de estos bosques vírgenes, de estos pueblos en los límites de la humanidad, ¿no fueron en definitiva el más fiable motor del conocimiento? Que esta fascinación esté también relacionada al saber geográfico, el interés del mito de Eldorado es el de revelárnoslo. La cita de Carpentier que elegimos para el epígrafe nos parece que da testimonio de la permanencia de esta fascinación, aunque las terrae incognitae hayan desaparecido. Nos queda apreciar las condiciones en las cuales este conocimiento geográfico se desplaza fuera del cuadro mítico, aquellas que igualmente conducen a las geografías imaginarias a refugiarse en el ámbito de la ficción literaria.

 

LA EXPLORACIÓN DE LA DIVISIÓN DE AGUAS O EL FIN DE LAS GEOGRAFÍAS IMAGINARIAS

Son los hombres del siglo XVIII los primeros en aventurarse en el extremo sur de Venezuela, en los confines de Brasil. Efectivamente, hacia 1740, el mito acuático del «lago» es reemplazado por una pregunta, también ligada al agua, en torno a una hipotética interconexión de los sistemas Orinoco-Amazonas. A partir de mediados de siglo, los relatos retoman la información de viajeros sobre la existencia de una comunicación entre los dos ríos y, si bien se descubre la verdadera localización de las fuentes del Orinoco, esta hidrografía compleja será relacionada con el lago Parima.

Sin embargo, ya en el año 1639, el padre Cristóbal de Acuña señalaba que el Río Negro estaba ligado al Orinoco.[45] Su indicación fue retomada hasta principios del siglo XVIII por los cartógrafos, sobre todo siguiendo a Sansón quien dibujara, en 1656, un mapa donde el Caquetá, que desciende de los Andes, viene a formar el Orinoco, que comunica con el Río Negro. Pero este dato, juzgado como extravagante, será luego negado: en la carta que Samuel Fritz escribe sobre el Marañón en 1690 (y que aparece en 1717 en las Cartas edificantes y curiosas...), el Orinoco nace solo de los Andes. Esta idea fue seguida e incluso reforzada por el padre Gumilla (1741) quien, aun viviendo a las orillas del Orinoco, agregó en su mapa de misiones una cadena montañosa entre el Orinoco y el Amazonas. Es recién un siglo después (1745), luego de su viaje por el Amazonas, en 1743, y provisto de la confirmación aportada por el viaje del padre Román en 1744 —quien tomará el Casiquiare desde el Orinoco para encontrarse con el Río Negro—, que La Condamine revela el carácter excepcional de la conexión durante su famosa conferencia en la Academia de Ciencias de Francia.[46]

 

 

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Figura 9. Mapa de Sanson (1656)

 

 

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Figura 10. Mapa de Samuel Fritz (1690)

 

 

 

 

No obstante, la idea común, resultante del viaje de Texeira, según la cual el Orinoco —tal como el Río Negro— es una ramificación del Caquetá o Yapura, persistirá incluso luego de los trabajos geográficos de la «Expedición de Límites» que revelarán el verdadero origen del Orinoco. Luego del tratado hispano-portugués de 1750, la corona española, en efecto, envía una misión, en 1754, para elucidar la controversia hidrológica con el fin de impedir las infiltraciones portuguesas y la búsqueda de esclavos, y para determinar los límites entre la Guayana venezolana y el Gran Pará.[47] Esta expedición llevada a cabo por José Iturriaga y José Solano está compuesta por 300 hombres y va a durar cinco años. Francisco Fernández de Bovadilla explorará el alto Orinoco, el Cunucunuma y el Ocamo en 1758, el Casiquiare y el Río Negro en 1759-1760. Apolinar Díez de la Fuente también emprende, entre 1759-1760, la exploración del Padamo. Luego se dirige hacia las fuentes del Orinoco: es el primero en alcanzar el Raudal de los Guaharibos, punto por el cual, temiendo a los amerindios homónimos,[48] los guías indígenas rechazan pasar y sugieren dar media vuelta. Los trabajos de esta comisión son de total importancia, se fundan ciudades —algunas de las cuales todavía existen— y los planos hidro-cartográficos elaborados, compilados por Solano en su preciado mapa de 1763, son rápidamente utilizados por grandes cartógrafos europeos, particularmente por La Cruz Caño y Olmedilla, así como De Surville. Empero, a partir de la concepción del origen del Orinoco de Díez de la Fuente —quien lo relaciona con la existencia de una laguna detrás de la cadena montañosa Puruma—, la representación del lago legendario, que había sido dejada de lado por un tiempo, ya no será la de un lago desconectado del corazón de la Guayana como sucedía con los ancianos geógrafos o historiadores, desde De Bry hasta Gumilla: por intermedio de un Lago Parime desmedido, que aparece con el mapa de Solano, será repensado todo un sistema hidrológico de interconexiones entre las fuentes del Orinoco y del Río Negro.[49]

 

 

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Figura 11. Mapa de Anville (1760)

 

 

 

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Figura 12. Mapa de La Cruz y Olmedilla (1775)

 

 

 

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Figura 13. Mapa de De Surville (1778)

 

 

 

El fin del siglo XVIII es propicio a las expediciones que asocian objetivos políticos —la fijación de límites entre las naciones portuguesa y española— y objetivos científicos. Así, el gobernador guayanés de Angostura, Manuel Centurión —ferviente «doradista»— es el instigador de un movimiento de reconocimiento sistemático de macizos montañosos situados cerca de las fuentes del Orinoco, el Caura, el Paragua; movimiento que comienza, como ya hemos visto, con Solano entre 1754-1760 y que seguirá con Francisco Bovadilla (1764-1767), Antonio Santos López de la Puente (1770, 1776), y al cual se sumarán los reconocimientos de los capuchinos catalanes en las fuentes del Paragua en 1772. Finalmente, a las puertas del siglo XIX, Humboldt y Bonpland realizan su famoso viaje. Su principal objetivo era reconocer, desde un punto de vista científico, la comunicación del Orinoco con el Amazonas por el canal natural del Casiquiare recorriendo el conjunto de este sistema hidrográfico: la presentación de sus resultados y su análisis establecerán una suma significativa original en la región, poniendo fin especialmente a la leyenda de la laguna.[50]

Alfredo Jahn (1909) y Hamilton Rice (1921) han sido los primeros en dar una verdadera explicación científica de la bifurcación. Confirmando sus trabajos, hoy se admite generalmente que la depresión del Casiquiare, ligeramente inclinada hacia el suroeste,[51] permite desagües fluviales desde el este hacia el oeste; el Casiquiare trasiega aproximadamente un veinte por ciento del caudal del Orinoco hacia el Río Negro. Hay que precisar de forma clara que, contrario a una idea popular, el canal del Casiquiare tiene un flujo y que este se ejerce siempre desde el Orinoco hacia el Río Negro. Así, la hipótesis formulada por el padre Juan Ferreira en el siglo XVIII —aunque involucre la versión según la cual el Caquetá forma al Orinoco y comunica con el Amazonas por el Río Negro— merece atención. En efecto, él estimaba «que esta subdivisión de brazo en poderosos ríos que dibujan cursos contrarios es poco común, pero no del todo extraña, ya que no es imposible que un río, que llega a un zócalo de homogéneo nivel en todas partes, se subdivida en varios brazos». De hecho, si bien el canal del Casiquiare es, en cuanto a su rol de interconexión, un fenómeno natural único en el mundo, su origen sólo se debe a un azar geológico fácilmente explicable, pero, así y todo, excepcional: barras rocosas bien puestas, asociadas a bancos de arena, impidieron la captura definitiva del alto Orinoco hacia el Río Negro y el Amazonas.[52]

Aunque este enigma esté resuelto, siguen siendo desconocidas las fuentes del Orinoco. Si bien fue el primer río de América en ser descubierto, será, paradójicamente, el último en ser completamente conocido. La mayoría de las expediciones que se llevaron a cabo a lo largo de todo el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX tuvieron el objetivo de alcanzar este punto, pero jamás lo lograron.[53] Los diferentes rápidos que se suceden río arriba, pero sobre todo la presencia de los «Guaharibos», actualmente llamados Yanomami, conocidos por ser feroces y reacios a cualquier contacto, van a construir una barrera de lo más disuasiva. Recién el 27 de noviembre de 1951, con la expedición franco-venezolana, poderosamente equipada, llevada a cabo por el coronel Risquez-Iribarren y en la cual participó Joseph Grelier, las fuentes fueron finalmente alcanzadas.[54] Desde el 1° de agosto de 1498, fecha en la cual Colón ve por primera vez las bocas del Orinoco y sitúa en sus fuentes el Paraíso terrestre sobre un monte en forma de mamelón, se habrá necesitado más de cuatro siglos y medio para que el origen del Magno Río sea por fin explorado. La «Terra incognita» ya no existe.

O, mejor dicho, «Eldorado» existe todavía, pero el mito tiene otros contenidos, ya sean económicos o geopolíticos. El conocimiento parcial del medio físico, del medio ambiente y de las sociedades autóctonas solo pudo llenar de ilusiones las potencialidades que recela este espacio sin fin: entre los ríos, millares de kilómetros cuadrados quedan aún por recorrer y mantienen los sueños del desarrollo, incluso aunque estén construidos solamente en arena. Año tras año, con muchos errores, y bastantes incertitudes, particularmente sobre los objetivos del «desarrollo», la exploración sistemática toma forma en los años 1960-1980, ya sea orientada a la antropología, la ecología, la gestión de recursos naturales, o dominada por la afirmación de las soberanías nacionales: con las tecnologías modernas, los medios «aeroportados» y los satélites, la «Terra incognita» pierde sus últimos secretos. Y con ella sus inmensas riquezas telúricas... otra quimera.

C.A., CNRS, París
M. P., CNRS, Burdeos

Notas

[1] Este texto, cuya primera versión fue redactada en enero de 1990, es el resultado de una investigación realizada en 1989 sobre la exploración de la Amazonía venezolana (cf. Alès & Pouyllau 1989). Agradecemos a todas las personas que nos ayudaron a recolectar la documentación necesaria para su elaboración y que comentaron las diferentes versiones, en especial Carmen Bernand, Jean Chiappino, Roberto Lizarralde, Jean Pouillon y Hélène Rivière d'Arc.

[2] N. de las T.: la cita proviene de la edición de Roberto González Echeverría, Los pasos perdidos (1985: 203-204).

[3] Tal como lo muestra Tzvetan Todorov (1989: 16-31) al comparar las cualidades literarias de descripciones —exageradas pero mediáticas, como diríamos hoy— de la especificidad americana que da Vespucio y el estilo pragmático y dogmático, menos capaz de seducir al lector, de Colón. El hecho de que los eruditos de Saint-Dié privilegien a Vespucio sobre Colón (y también a Pedro Mártir de Anglería) y llamen América y no Colombia al nuevo mundo plantea de hecho interrogantes. Según la época, este problema enfrenta a los eruditos —desde Las Casas, Herrera y Navarrete a Humboldt, Levillier y O'Gorman entre otros, los primeros, ensalzando los méritos de Colón, los segundos, reconociendo la preponderancia de Vespucio en la conceptualización del nuevo continente—, y pone de relieve las dudas sobre la autenticidad de las cartas publicadas de Vespucio y sobre la veracidad de sus viajes y descripciones (leer Stefan Zweig 1992).

[4] Usamos aquí el término «mito» en el sentido común de construcción imaginaria de la mente. De acuerdo a las definiciones del diccionario Robert, un mito es la «representación de hechos o personajes reales distorsionados o amplificados por el imaginario colectivo»; también es una «imagen simplificada, a menudo ilusoria, que grupos humanos elaboran o aceptan sobre un hecho y que juega un papel determinante en su comportamiento o en su apreciación».

[5] Este autor evoca obras pertenecientes al género utópico como Utopía de Tomás Moro, El Señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, Le Rivage des Syrtes [El mar de las Syrtes] de Julien Gracq, Ficciones de Jorge Luis Borges y Ailleurs [En otros lugares] de Henri Michaux.

[6] En un contexto completamente diferente, el de un mito de los orígenes que hace del Siglo de Oro la época en que el hombre vive en estado de naturaleza, no en el sentido roussoniano del término, sino que se caracteriza por una inversión de los signos de la cultura (Hesíodo), podríamos evocar otras geografías imaginarias: aquellas de Heródoto, por ejemplo. En el corazón de África, la fascinante Tierra del Sol, más allá del Nilo, es el mundo de la antropofagia, de monstruos, de creencias, donde retroceden todos los valores humanos (véase Vernant 1979).

[7] Es a Sebastián de Belalcazar (Benalcazar) que le debemos la expresión «El Dorado». Cuando se le contó en 1534 la historia de este indio recubierto de polvo de oro, el fundador de Quito decidió de hecho ir a la búsqueda de «el dorado», de este hombre dorado y de sus riquezas. Sabemos que Belalcazar llegará demasiado tarde a Bogotá (1539), precedido por Jiménez de Quesada quien, habiendo partido de Santa Marta, conquistó el país donde se extendía la civilización muisca de lengua chibcha. Este nombre designará primero al cacique de Guatavita, luego a su reino —en forma de lago—, y finalmente a cualquier país que se supone sumamente rico. Los conquistadores nunca conocieron a un príncipe tal; el hecho parece referirse, antes de la conquista, a ceremonias o ritos que practicaban los caciques de la región en algunas lagunas (que para los Chibcha eran sagradas) (Martínez-Mendoza 1967: 28). Fernández de Oviedo es el primer cronista que, desde 1541, relata la historia del «rey dorado» contada por los indios en Quito; le sigue de cerca Cieza de León (1553). Del lado de los propios conquistadores, Gonzalo Pizarro realiza por primera vez el enlace entre el hombre dorado y un lago en una carta escrita al rey en 1542. Por otro lado, Jiménez de Quesada hablará tardíamente de El Dorado en El Epítome (1550); también mencionará las prácticas comerciales de los Muisca relacionadas con panes de sal extraídos de un lago salado ubicado cerca de una gran ciudad con enormes efigies de oro y, más tarde, sus costumbres de enterrar oro y esmeraldas en bosques y lagos. La idea de ofrendas en un lago sagrado es retomada por Castellanos en sus famosas elegías (1570-1580). Luego, los posteriores cronistas endulzarían estos relatos: Antonio de Herrera en 1615 haría del indio dorado capturado en Quito un embajador muisca que fue a buscar alianza militar con el Inca; Pedro Simón (1621-1623) asociaría la ceremonia del sacrificio del lago con un culto observado contra una princesa adúltera arrojada al lago Guatavita, y Juan Rodríguez Fresle (1636) lo relacionaría con el antiguo ritual de investidura del sucesor del Zipa de Bogotá. Finalmente, en el siglo XVIII, Basilio Vicente de Oviedo localizó /em>El Dorado en el río Ariari cerca del Orinoco, un país tan rico que todos los días un joven cubierto de polvo de oro se ofrecía como sacrificio en un altar (cf. Hemming 1978: 97-109; véase también la descripción de la ceremonia de entronización del Zipa en Restrepo 1895; Beuchat 1912: 555-556; Lavallée y Lumbreras 1985: 257-262). Lago «Parima» y «Eldorado» son las designaciones modernas de la Laguna de Parime y de El Dorado.

[8] Desde antes de su partida, Colón estaba convencido de descubrir riquezas fabulosas. Consigna en su diario que en Hispaniola el oro cubre las playas y se encuentra en grandes cantidades mezclado con la arena de los ríos y, al regresar de su último viaje, el rumor de la capacidad minera aurífera del Darién —donde se pesca el oro con una red y donde pepitas-«madre» metamorfosean cualquier piedra en oro— se propaga por toda la Castilla. Con el descubrimiento del nuevo continente, resurgen muchos mitos heredados de la Antigüedad y la Edad Media que en ese momento todavía se proyectaban sobre Asia, como los de la fuente de la eterna juventud, el Paraíso terrenal, las Amazonas o de las «Siete ciudades». Esta inclinación en creer lo increíble, que se expresa a través de una plétora de novelas de caballería, muy populares en la época —como Amadis de Gaula (1508), Proezas de Espladian y Florisandro (1511), Palmerin de Olivera (1512)—, influye en la visión del mundo del conquistador (sobre este tema, cf. Leonard 1953). Juan Ponce de León buscó así en 1513 la isla de Bimini en Florida para encontrar la fuente de la juventud; Francisco Vásquez de Coronado partió en 1540 hacia Kansas para descubrir las «siete ciudades de Cíbola», y es precisamente en busca de estos fabulosos países, en la ruta del Mar del Sur y las Islas de las Especias, que Cortés hizo su descubrimiento mexicano. Ello despertará aún más entusiasmo, un entusiasmo que se integra a un marco ya diseñado y, evitando que la experiencia americana se transforme en una parálisis de ilusiones idéntica a la del «descubrimiento» de África por los portugueses (que solo conduciría a decepciones sobre el «oro blanco» del cual se desviaba solo una pequeña parte del tráfico hasta el encuentro y explotación del «oro negro»), se favorecerá la tendencia a la explotación centrífuga de tierras interiores. En el continente austral, las expediciones se multiplicaron en el Río de La Plata en busca de la fantástica «Montaña de Plata», así como los primeros conquistadores buscaron en vano el «país de la canela», antes de que el mito de la canela fuera relevado por el del «El Dorado» y el reino de las Amazonas. Sobre estos diferentes puntos, véase Ramos Pérez 1973: 6-9; respecto a las creencias de la época, el mito de las Amazonas y la exageración del mundo natural, leer Zapata Gollán 1963 y Gandía 1946.

[9] Antes de que comience la búsqueda de El Dorado, las primeras expediciones se dedicaron a la fabulosa «Tierra de Meta». Así, en 1531-1532, Diego de Ordaz, tomando el camino del Orinoco, será informado por los indígenas que subiendo el Meta (afluente andino del Orinoco) se llega a un reino rico en oro y piedras preciosas. Esta primera forma del mito parece corresponder a una cierta realidad, la de la opulencia del reino muisca, ubicado en las mesetas Andinas y descubierto por Jiménez de Quesada en 1537. Es muy posible que a través de los intercambios de los tramos superiores del río Meta la información haya llegado hasta los pueblos ribereños del río Orinoco a través de los cuales Ordaz tomará conocimiento. Esta tesis de la intercomunicación entre los Chibcha y los Caribes es refutada por D. Ramoz Pérez (1973: 32). Sin embargo, sabemos que los objetos y las noticias circularon ampliamente, poco a poco, a menudo en el marco de redes de intercambio, entre grupos amerindios. ¿No encuentra F. de Berrío (1598-1606) una manta tejida (probablemente de origen andina) en un pueblo del Río Paragua? Humboldt ya señaló que «desde el estado de las sociedades emergentes, el intercambio de ideas precede, hasta cierto punto, al intercambio de producciones»; más recientemente, el trabajo de C.H. Langebaek (1987) confirma nuestro punto de vista. De todos modos, con el fin de verificar la existencia de tal reino y apoderarse de sus tesoros, sin mayor éxito y, a menudo, dramáticamente interrumpidas, las expediciones lanzadas por el Orinoco o por los llanos continuarán. Serán dirigidas por Herrera en 1534, Ortal en 1536, Sedeño en 1538, Spira en 1535-1538 —quien llega al alto Meta y descubre que el famoso reino no existe pero se entera por otro lado de un país ubicado al sur donde viven las Amazonas sin especímenes masculinos—y Federman en 1537-1539, llegando este último a un rico reino, el descubierto por Quesada dos años antes.

[10] La fase propiamente dicha de la búsqueda de El Dorado, la Casa del Sol y el cacique Dorado, que comenzó, como hemos visto, con la expedición de Belalcazar, continúa con la expedición de Philippe de Hutten (1541-1545). Este último retoma la ruta de los llanos que había seguido durante la expedición dirigida por Spira, luego se une a un pueblo de Indios Guaiupe de Guaviare que le indican un opulento reino ubicado al sur, el del cacique Cuarica. Se dirige entonces a conquistar esta «tierra de los Omeguas» que se dice que son numerosos y feroces, ubicada entre las fuentes del Caquetá y el Putumayo, pero tras una escaramuza, ante su capacidad de resistencia, Hutten considera dar media vuelta. En la misma época, tanto Pérez de Quesada (1540-1542) como Gonzalo Pizarro (1541-1542) fracasarán en sus intentos aunque, después de separarse de este último, Orellana logra descender el río Amazonas hasta su desembocadura. La búsqueda de la «tierra de los Omeguas» o «Cuarica» es la nueva forma del mito que inspira ahora a los exploradores, especialmente porque en 1549 un grupo de indios de Brasil llegó al Perú por el Amazonas afirmando conocer la existencia, al este del Perú, de naciones ricas que viven en grandes aglomeraciones: es sin duda alguna la «tierra de los Omeguas» de Hutten. En este marco se inscriben las expediciones de Pedro de Ursúa (1559) y Martín de Póveda (1566) lanzadas desde el Perú y aquellas, que partieron de los llanos, de Maraver de Silva (1568-1569), de Fernández de Serpa (1570), de Jiménez de Quesada, entonces de avanzada edad —quien sondeó durante tres años (1569-1571) los llanos y el sur del Orinoco—, de Francisco de Cáceres (1575), así como el primer viaje de Antonio de Berrío (1584) quien había heredado de Quesada la Gobernación de El Dorado.

[11] Fue durante su primera exploración que Berrío habría recogido de un indio prisionero la información según la cual existiría en la cima de una montaña cercana una inmensa laguna llamada Manoa que prolongaba las grandes provincias de Guyana hasta el Marañón (la palabra «manoa», según Gumilla 1791, I: 356, significaba en achagua, laguna o lago). De ahora en adelante, si exceptuamos la búsqueda de la laguna de Caracana (1591-1600) —otro avatar del mito, supuestamente ubicada en los llanos, probablemente en la región del Apure—, la búsqueda del imperio de El Dorado gira hacia la Guayana, único espacio inexplorado, que seguirá siendo el teatro hasta su desaparición. En esta región circulan diversas creencias, algunas desde 1562, sobre la existencia de El Dorado en Guayana; otras de los nativos de Guayana relacionadas con una fabulosa laguna llena de objetos de oro como consecuencia de la costumbre de arrojar allí las posesiones de los muertos. Las expediciones se realizarán en las montañas y bosques delimitados por el Orinoco y hasta el Esequibo: citemos, desde el Orinoco, los múltiples intentos de Antonio de Berrío (1584-1595) y su hijo Fernando (1598-1606 y 1620), el de Raleigh (1595) y los encargados por Manuel Centurión (1771-1772 y 1773-1774) y, desde el Esequibo, los de Keymis (1596) y de Horstman (1739-1740).

[12] Ya en la época de Antonio de Berrío había circulado el rumor que corría en el Perú, y del cual Pedro Cieza de León se hizo eco, según el cual los incas se habían refugiado en tierras lejanas ubicadas hacia el este llevándose consigo sus tesoros. Los incas reemplazarían, entonces, a los Omeguas y la leyenda de El Dorado se superpondría a otra, la de Paitití. La fusión más fantástica de todas estas leyendas es la imaginativa composición elaborada por Raleigh. Caído en desgracia ante la corona de Inglaterra, Raleigh sueña con conquistar El Dorado a expensas de los españoles. Tras invadir Trinidad y capturar a Antonio de Berrío, zarpa hacia el Orinoco y. no pasa más allá de la desembocadura del Caroní por lo que no habría «descubrimiento». A su regreso, en 1596, publicó en Londres The Discovery con detalles geográficos que, en efecto, provenían de Berrío y sus hombres; por otro lado, presenta como verdaderas las leyendas amerindias. El libro gozará de una inmensa popularidad en Europa y será traducido y editado en varios idiomas contribuyendo a difundir el mito; los mapas de Jocondius Hondius y Theodore de Bry, impresos en 1599, que reflejan las informaciones de Raleigh y su lugarteniente Keymis, harán el relevo eficazmente (véase fig. 3 y 4).

[13] Sobre este tema, véase también Bethe 1984; Bayle 1943; Gandía 1946; Ojer 1960, 1966; Ruiz 1959; Hemming 1978; Sozina 1982.

[14] Ramos Pérez 1973: 1-6, 25-30, 58-59. El oro y las piedras preciosas provenientes de Oriente llegan a Europa por intermedio de los árabes, lo que los asocia desde un principio a países cálidos: las minas están localizadas en la zona ecuatorial donde se supone que hace el calor más fuerte. Esta idea es propagada por los españoles desde el siglo XV y por ello Isabel la Católica le recomendará a Cristóbal Colón que trate de llegar a los países más cercanos al Ecuador (ibid.: 607).

[15] Es de suponer que las informaciones obtenidas de los autóctonos durante los contactos pacíficos o con los prisioneros respondían a preguntas que no dejarían de ser directivas debido a las dificultades en la comunicación; ello explica que los nombres de Manoa, la existencia de la laguna y del oro se confirmen tan a menudo. Además, no podemos conformarnos con afirmar sin más matices que los amerindios mentían así para deshacerse de los españoles; sería ignorar el miedo inconmensurable que debían causarle esos seres extraños, poderes que no había que molestar: por lo tanto, siempre ha habido, aunque siempre más lejos, una laguna cerca de la cual las naciones ricas prosperaron, y también los amerindios trataban sin duda de contestar a las interrogantes en función de sus conocimientos (por ejemplo, cuando remiten a las grandes aldeas Omeguas, a las grandes sociedades ribereñas del Amazonas).

[16] Hoy, triste coincidencia, el «mito» del Eldorado reaparece aún más en estos lugares que acaban de conocer una tremenda fiebre del oro: lamentable realidad con la invasión por una multitud de mineros de oro del territorio yanomami, el cual se extiende a ambos lados de la frontera de Brasil y Venezuela, una región hasta hace poco al abrigo de la explotación y la penetración masiva de agentes externos. La intensificación del contacto y explotación ilegal de recursos auríferos, que se remontan en Brasil a partir de 1987, las pistas de aterrizaje y los puntos de la minería ilegal de oro han aumentado de manera drástica hacia fines de 1988, en el territorio venezolano y, en 1990, a nivel de las fuentes del Ocamo y del Cuntinamo (información recogida por C. Alès y J. Chiappino). Como consecuencia de esto, recordemos aquí el indignante episodio de la masacre de Yanomami en Hashimu, perpetuada por mineros brasileños del lado venezolano en 1993. A lo largo de los años, la minería clandestina se ha desarrollado dramáticamente también en Venezuela en los estados de Bolívar y Amazonas, hasta culminar más recientemente con el decreto del Arco Minero del Orinoco (2016), autorizando la minería en extensas zonas incluidos los territorios autóctonos. Esta actividad extractiva está provocando un irrecuperable desastre social, sanitario, y ambiental. Se nota especialmente un crecimiento de la malaria por la proliferación de los pozos abiertos con aguas estancadas, y la dominación de las minas por grupos criminales locales y grupos armados irregulares colombianos (véase Alès, 2018). Mirando desde la actualidad este artículo de los noventa, notamos que lo allí mencionado se proyecta hoy en día: a partir de la llegada del gobierno de Bolsonaro en Brasil, la situación está crítica con una invasión masiva de buscadores de oro en los territorios indígenas (más de 80.000 en el territorio Yanomami en 2019), que disponen de un material tecnológico más y más sofisticado y armas automáticas, y que no hesitan, como en mayo 2021, en acometer ataques armados en contra de los Yanomami.

[17] Cf. la Carta de Vicente Diéz de la Fuente a D. Manuel Centurión, fechada en Guirior a 3 julio 1776, relatándole lo que a sucedido a los expedicionarios que fueron al descubrimiento de la Laguna Parima y Dorado, in D. Ramos Pérez 1973: 681-3. Es Laurence Keymis, el teniente de Raleigh, quien obtendrá información sobre la existencia de una laguna «Parime» que identifica con la del emperador nativo El Dorado y de su capital Manoa, no lejos de las fuentes del Rupuruni. Esta última ubicación de la laguna y su nueva denominación prevalecerán en la cartografía hasta principios del siglo XIX. Tras los múltiples intentos de Fernando de Berrío, las expediciones cesaron durante más de un siglo. Inspirado en la ruta de Laurence Keymis según los cálculos de Raleigh, el cirujano alemán Nicolas Horstman descubre que solo hay un pequeño lago para llegar a la famosa laguna al que los Makushi llaman «Amuku», ubicado en el pequeño espacio entre el Rupuruni y el Río Maho, afluente del Parima (Uraricuera) que se une al Río Branco. En Europa, la leyenda se debilita definitivamente, pero la noticia de esta expedición no parece haber tenido la misma repercusión en los habitantes de América y la creencia en un Eldorado —minero esta vez— sobrevivirá hasta las expediciones lanzadas por Manuel Centurión.

[18] De hecho, es un libro entero que podría estar dedicado a la historia del avance de la cartografía «orinoquiana» en la segunda mitad del siglo XVIII en tanto sus aventuras son complejas; volveremos a ello en la tercera parte de este artículo.

[19] Esta investigación también permite constatar los considerables progresos logrados en los ámbitos iconográfico y propiamente cartográfico (latitudes, escalas, etc.).

[20] Se supone que la escena sucede en la cumbre del cerro Autana, esta «capital de las formas», verdadera «catedral gótica» de «rocas telúricas», que se erige de manera impresionante por encima del bosque y que es un alto lugar mitológico piaroa; de allí que la «tribu sanguinaria» de la cual habla Fray Pedro sería entonces la de los Yanomami, hasta ese momento aún no contactada y disfrutando por la mediación de las etnias vecinas, particularmente de los Ye'kwana, con la peor de las reputaciones.

[21] En el campo de la literatura latinoamericana e internacional se conoce bien a Rómulo Gallegos por su novela Doña Bárbara (1929) cuyo conflicto del bien y el mal se yuxtapone con la oposición progreso-oscurantismo durante la emergencia de un nuevo país desarrollado: los llanos, grandes mesetas situadas entre el Orinoco y los Andes en Colombia y Venezuela. A la luz de la construcción de una identidad nacional en América Latina, se encuentra este género literario (llamado peonia) que se apoya en la transformación de los campos, desde finales del siglo XIX y principios del siglo xx, junto con el tradicional poema épico argentino Martín Fierro. [N.de las T.: Peonía (1890) de Manuel Vicente Moreno García es, según algunos críticos, una de las primeras novelas que configuran el criollismo venezolano.]

[22] Como recuerda Bernard Sesé (1984), la obra de Carpentier se inscribe en el movimiento del «realismo mágico» que se afirma luego de la Segunda Guerra Mundial y cuyo ciclo termina probablemente con la desmesura barroca de Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez. Su germen fue el movimiento llamado indigenista (1930-1940) que integró al amerindio a la literatura. Es cierto que Alejo Carpentier se sitúa en la encrucijada de los autores realistas y de los «mágicos»; los primeros resultados del naturalismo europeo de Zola cuyos representantes en América Latina lo han explotado ampliamente como hemos visto con Rómulo Gallegos o, incluso, con José Eutasio Rivera, quien, en La Vorágine (1924), explora el tema del colector de caucho enloquecido, asfixiado, devorado por el bosque amazonense; mientras que los segundos como Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y, sobre todo, Gabriel García Márquez, han contribuido ampliamente a la corriente de la «vía mágica» en la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX (sobre este tema, ver Bensoussan 1985). [N. de las T.: para más datos sobre los matices estéticos de Carpentier y las definiciones de «lo real maravilloso americano» y sus diferencias con el realismo mágico, cf. González Echevarría (1993) Alejo Carpentier: El peregrino en su patria. México: UNAM.]

[23] De 1945 a 1959, durante su estadía en Venezuela, Carpentier efectúa numerosos viajes al interior del país y, en particular, hacia el Amazonas (que logra partiendo de Puerto Ayacucho por el curso superior del Orinoco —cerca del Cerro Autana y los pueblos piaroa, la confluencia del río Vichada y el Guacharaca y los pueblos hiwi (guahibo)— o por el curso medio —cerca del alto Caura y los Shirishana— y la región de la Gran Sabana, este «Mundo perdido» del Eldorado. Durante los años cuarenta publica crónicas de viajes en el periódico El Nacional de Caracas bajo el título general Visión de América (I. La Gran Sabana, mundo del génesis; II. El Salto del ángel en el reino de las aguas; III. La Biblia y la ojiva en el ámbito del Roraima; IV. El último Buscador del Dorado; V. Ciudad Bolívar, metrópoli del Orinoco) que más tarde daría origen a sus Crónicas (1983: 295-341).

[24] El editor francés no se equivocó al traducir el título del libro Los pasos perdidos como Le Partage des eaux. En la traducción francesa se cambió una imagen por un enunciado exclusivamente geográfico. Efectivamente, la tierra mística se encuentra situada en una divisoria de aguas, como reza el título. Además, es significativo que al autor le haya parecido importante agregar una nota para satisfacer la curiosidad del lector y señalarle la realidad geográfica de los lugares en los que transcurre su novela. Aunque en el transcurso del doble viaje en tiempo y espacio lo burlesco esté omnipresente, en realidad a lo largo del «Gran Río» (en otras palabras, el Orinoco) y en Santa Mónica de los Venados (actual Santa Elena de Uairen), cerca del punto de reencuentro de las fronteras brasileña, guayanesa y venezolana, las huellas de Carpentier existen efectivamente.

[25] «Lo real maravilloso americano» (1948) retomado en Carpentier 1983: 342-349. Frente a lo desmedido de los paisajes del sur del Orinoco y la imposición de los mitos amerindios, Carpentier dirá: «Una vez más, América reclama su lugar dentro de la universal unidad de los mitos, demasiado analizados en función exclusiva de sus raíces semíticas o mediterráneas. […]. Hay en América una presencia y vigencia de mitos que se enterraron, en Europa, hace ya mucho tiempo, en las gavetas polvorientas de la retórica de la erudición. En 1780, seguían creyendo los españoles en el paraíso de Manoa, a punto de exponerse a perder la vida por alcanzar el mundo perdido, visitado antaño, según fantasiosas versiones, por Juan Martínez, mal guardador de pólvoras de Diego de Ordaz […]. Y es que América alimenta y conserva los mitos con los prestigios de su virginidad, con las proporciones de su paisaje, con su perenne “revelación de formas” -revelación que dejó atónita, no hay que olvidarlo, la España de la Conquista […]. De ahí que la Gran Sabana —confundida con El Dorado— fuese siempre un excitante para el don adivinatorio de los poetas, una fascinante luminaria para esos otros poetas que fueron los aventureros capaces de jugarse la vida sobre la fe de una leyenda. Y no se me diga que hablar de la virginidad de América es lugar común de una nueva retórica americanista. Ahora me encuentro ante un género de paisaje que “veo por primera vez”… »
N. de las T.: la cita original está tomada de Alejo Carpentier (2003: 13-15)].

[26] Sobre la forma en la que la geografía se integra normalmente en las novelas de Carpentier, consultar el análisis de Claude Dumas (1988: 55-66).

[27] Citemos particularmente este pasaje (Carpentier 1985: 206): «El doctor Montsalvatje, erguido junto a la hoguera, señalaba las mesetas lejanas que se pintaban en azul profundo hacia donde iba la luna: “Nadie sabe lo que hay detrás de esas Formas”, decía, con un tono que nos devolvió una emoción olvidada desde la infancia. Todos tuvimos ganas de pararnos, de echar a andar, de llegar antes del alba a la puerta de los prodigios. Una vez más rebrillaban las aguas de la Laguna de Parima. Una vez más se edificaban, en nosotros, los alcázares de Manoa. La posibilidad de su existencia quedaba nuevamente planteada, ya que su mito vivía en la imaginación de cuantos moraban en las cercanías de la selva —es decir: de lo Desconocido».

[28] De todas formas, esta visión geográfica se integra, en Carpentier, a una reflexión más general que privilegia, en particular, descripciones de la vida tradicional de los habitantes de Venezuela. Pero sus análisis tanto sociológicos como geográficos, reunidos, asocian la realidad y el mito. La Odisea de Homero y Anábasis de Jenofonte sirven de referencia para todas las notaciones que esmaltan el viaje suscitadas por el reencuentro con «la vida simple» de la gente de la provincia y de los indígenas, «hombres prehistóricos»: «... y esto me hace mirar hacia donde varios indios [...] trabajan en obras de cestería. Pienso ahora que mi vieja teoría acerca de los orígenes de la música era absurda. Veo cuan vanas son las especulaciones de quienes pretenden situarse en los albores de ciertas artes o instituciones del hombre, sin conocer, en su vida cotidiana, en sus prácticas curativas y religiosas, al hombre prehistórico, contemporáneo nuestro» (1985: 260). La sensibilidad etnológica experimentada por el autor arrastra la crítica de nuestra sociedad, su censura y sus tesis librescas u obsoletas que intentan reconstruir los orígenes de las cosas sin haber visto con sus propios ojos e in situ a la sociedad tradicional.

[29] N. de las T.: excepto que se indique lo contrario, las traducciones de las citas son nuestras de aquí en más.

[30] En la búsqueda del «mejor de los mundos», Cándido aterriza en el Nuevo continente, en «Buenos-Ayres». Apuñala a un jesuita en Paraguay y, huyendo, penetra una gran pradera; allí, mata al pasar a dos monos para evitar que ataquen a dos mujeres (¡aunque en realidad se trataba de «medios-hombres» con sus esposas!) antes de adentrarse en un bosque y ahora estar acosado por los Orejones, feroces antropófagos. Como por acto de magia, se nos traslada, entonces, directamente de Paraguay a Guayana —en realidad, con jesuitas de por medio pues la Compañía de Jesús se encuentra también en Guayana y el padre Lombard habla de los Orejones en las Cartas edificantes... Cuando Cacambo y Cándido están «en la frontera de los Orejones», se encuentran aún en el hemisferio sur y, para regresar a Europa, todavía necesitan ir a Cayena: «No era fácil ir a Cayena; conocían aproximadamente el rumbo que debían tomar; pero por todas partes existían terribles obstáculos: montañas, ríos, precipicios, bandidos, salvajes. Los caballos murieron agotados; se acabaron las provisiones; durante un mes se alimentaron solamente de frutas silvestres y por fin llegaron junto a un arroyo rodeado de cocoteros, que mantuvieron sus vidas y sus esperanzas.» (Voltaire 1966: 214). Se encuentran, entonces, ahí, vastas montañas y sufrimientos que hay que superar antes de alcanzar un río, el único capaz de resolver todos los problemas de encaminamiento. Empero, La Condamine hace alusión a los diversos caminos posibles para llegar al Marañón desde Quito, ya llegaremos a eso.

[31] Carpentier (1985: 223, 245) habla así de un «... pasadizo abovedado, tan estrecho, tan bajo, que me pareció imposible meter la curiara por ahí. [...] ese angosto túnel, con tan poco espacio para deslizarse que las bordas rasparon duramente unas raíces retorcidas. » Alcanzado el final de la primera prueba, es decir, vencer al bosque, el narrador continúa: «... subiendo siempre, navegando tramos de torrentes entre una cascada y otra cascada, caños quietos entre un salto y otro salto, obligados a izar las barcas al compás de salomas de peldaño en peldaño, hemos alcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Mesetas.»

[32] En la descripción que hace Raleigh del imperio de la Guayana se encuentra una fortaleza de montañas que rodean una larga depresión en cuyo centro se erige Manoa a la que se puede acceder a través de un solo río, el Caroní; protegida por un bosque impenetrable, no se puede abordar ni por tierra, ni por mar. Se puede pensar también que hay en el texto de Voltaire una reminiscencia del relato, contado por Charles de La Condamine (1745), del pasaje del conocido Pongo de Manseriche: «Es un camino que el Marañón [...] se abre entre las montañas de la Cordillera cruzando un cauce entre dos murallas paralelas de rocas cortadas casi de manera vertical. [...] la entrada de Pongo, donde la violencia de la corriente es tanta que, aunque no haya saltos propiamente dichos, las aguas parecen precipitarse y su choque contra las rocas causa un ruido aterrador. [...] El canal del Pongo [...] se contraerá cada vez más. [...] pronto fui arrastrado, con la corriente del agua, a una galería estrecha y profunda, tallada en talud en la roca y, en algunas partes, en vertical; en menos de una hora me encontraba en Borja.» Efectivamente, a diferencia de Raleigh que vuelve a subir el Orinoco, Cándido, luego de andar a pie por un mes, desciende el río al igual que La Condamine alcanza y desciende el Amazonas; además, este último también llega a Cayena y luego a Surinam. De todos modos, en el caos geográfico presentado por Raleigh, el Orinoco permite penetrar directamente Perú y llegar a Quito. Esto hace pensar que quizás es posible alcanzar el imperio de Guayana desde ese punto dejándose llevar por el curso del agua luego de atravesar las cataratas del Orinoco y después las del Caroní —recordemos que la travesía tumultuosa de Cándido bajo el arco de las rocas dura veinticuatro horas.

[33] Al salir de Pongo, La Condamine (ibid.) nota un contraste llamativo entre el mundo domesticado al que estaba acostumbrado y el de las tierras bajas: «habiendo llegado a Borja, me encontré inmerso en un nuevo mundo, alejado de todo comercio humano, sobre un mar de agua dulce, en el medio de un laberinto de lagos, de ríos y de canales, que penetraban en todo sentido un bosque inmenso al que sólo ellos vuelven accesibles. Encontraba plantas nuevas, animales nuevos, hombres nuevos.»

[34] Se sabe, siguiendo el inventario de la biblioteca de Ferney, que Voltaire leyó los escritos de Garcilaso de la Vega. Aparte, La Condamine hizo, él mismo, alusión a los Incas retratados por Garcilaso cuando libró su visión de los amerindios; sus juicios refuerzan la idea de que los pueblos de la América austral no salieron jamás de la barbarie; los peruanos, por su parte, son, en el mejor de los casos, degenerados, ya que todo lo que él observa «parece muy difícil de conciliar con lo que Garcilaso cuenta de la policía, la industria, las artes, el gobierno y el genio de los antiguos peruanos».

[35] «Este reino en el que nos encontramos es la antigua patria de los Incas, de la que de manera imprudente salieron con la intención de subyugar una parte del mundo y que finalmente fueron destruidos por los españoles. Los príncipes de su familia que permanecieron en el país natal fueron más sabios... » (Voltaire 1996: 217). En el relato de Raleigh, los pueblos del gran valle son los Orejones y los Epuremei, extremadamente numerosos y —según una información atribuida al viejo tío Topiawari del difunto cacique Morekito—, proceden del Poniente. Harlow (1928: 83) incluso acreditará esta tesis suponiendo que los Arekuna, pueblo contemporáneo de la Guayana, proceden de los Incas. Hay que observar que los «Orejudos» (u Orejones) están citados aquí como los habitantes de «El Dorado» lo que da poco a poco más coherencia al rompecabezas elaborado, a partir de múltiples préstamos, por Voltaire en Cándido (por otro lado, recordemos que los Orejones eran los dignatarios encargados de supervisar la administración de las provincias conquistadas por los Incas).

[36] Es sin vandalismo, sin envidias y sin celos. Allí, la justicia, un parlamento o una prisión serían inútiles. Es sin jerarquía, cada jefe de familia es sacerdote, el gobierno proporciona todas las necesidades de estos sujetos y Dios —él es único— está agradecido por sus bondades: los sacerdotes no son para nada quienes gobiernan, censuran, enseñan y condenan. Sin esclavos, el país es anticolonialista y la frontera puede cruzarse libremente. Pacifismo, salud, orden, tolerancia, cortesía, elegancia y desinterés se oponen a la beligerancia, los males, el caos, la represión policial, la inquisición, el vicio y la avaricia.

[37] Así, Voltaire no cree en el mundo perfecto: esta utopía no puede realizarse en otro lado, a menos que sea de forma modesta pero accesible a todos, en un marco lisa y llanamente doméstico. Se podría pensar que Voltaire se burla del optimismo a la vez que no lo refuta, ya que, si el mundo utópico no es universal sino una cosa única, Cándido tampoco duda a la hora de alcanzar el otro mundo con una felicidad por descubrir, aunque humilde, y una vida activa por experimentar. De hecho, es un alegato en favor del sentido común y un elogio a la lucidez que vienen a contrarrestar las miradas «aprioristas» de Pangloss.

[38] Efectivamente, Voltaire lleva el relato al punto definido por C. Lévi-Strauss (1967: 407) como lugar de transición del pensamiento mítico al pensamiento filosófico, «donde el pensamiento mítico se supera a sí mismo y contempla, más allá de las imágenes aún adheridas a la experiencia concreta, un mundo de conceptos exentos de esta servidumbre y cuyas relaciones se definen libremente».

[39] «El hombre no puede vivir en este estado de perfección así como ningún alquimista pudo crear oro. De igual modo, el Eldorado no es más que un sueño ya que no se cambia la naturaleza del hombre al igual que no se transmutan los metales. No puede el hombre escapar de la historia, cambiar el orden mundial y la ley divina. Es por esto que el Eldorado se parece a un cuento de hadas. Es una anti-utopía cuyo efecto de lo irreal contradice y finalmente anula los efectos de lo real...» (Duchet 1971: 316-317).

[40] Es notable que aquí el personaje tiene un rol de defensor del derecho a la diferencia en el mundo científico, debate de suma actualidad a fines del siglo XIX en la Inglaterra victoriana, donde la polémica con respecto a la teoría de Weissmann desata pasiones. Al postular una disociación entre lo que luego sería llamado el genotipo y el fenotipo, Weissmann (1889: 182) rechaza la teoría lamarckiana de la herencia de los caracteres adquiridos; Wallace (1889) construirá a partir de ahí una teoría neodarwinista basada en las variaciones genotípicas producidas al azar y en una selección (cf. Daniel Becquemont, Darwinisme et évolutionisme, Thèse d'État, Lille, Université de Lille III, 1985: 337-613). En este contexto, el profesor Challenger se parece más bien al profesor Thomas Huxley o al físico Tyndall, fervientes defensores del evolucionismo. Por supuesto, Conan Doyle no participó en este debate, pero, inspirado por los viajeros del siglo XIX en el Amazonas y por la línea de las novelas de Julio Verne, como El soberbio Orinoco (1898) o Viaje al centro de la tierra (1864), estima poder utilizar la conjetura para sumergirse en lo que Jacques Meunier llama «un híbrido entre el humor y la inquietud» (nota de lecturas sobre Monde perdu, en Magazine littéraire, abril 1987, 241: 64-65). En cierto modo, el mundo perdido de Eldorado, en su dimensión de tierra imaginaria poblada por especies endémicas en Conan Doyle, ¿no se sumaría al realismo mágico iberoamericano?

[41] Teniendo en cuenta la época de la narración, fines del siglo XIX, los protagonistas van, desde luego, por el río en búsqueda del mundo perdido. Pero, mientras que Carpentier penetra las grandes mesetas por el norte y, así, por el Orinoco, Conan Doyle y sus héroes llegan por Belem do Para y Manaos, es decir, por el Río Negro. El «Mundo perdido» pareciera abarcar, de acuerdo a las descripciones y medidas otorgadas por el autor, las grandes mesetas conocidas como Gran Sabana y muy probablemente el Roraima-Tepuy, la «madre de las aguas» de los Arekuna. Pero según diversas suposiciones, aunque queda claro que se trata del reborde de la meseta guayanesa, el mundo de Sir Conan Doyle pudo ser localizado, a lo largo de la frontera venezolano-brasileña, en lugares tan diversos como la Piedra del Cocuy, el pico de la Neblina, el pico Ferdinand de Lesseps, la sierra Pacaraima o uno de los tepuy de la Gran Sabana: más de 700 km en línea recta que corresponden, de hecho, a esta última región con fama de inaccesible, cerca de la cual convergen los viajeros de la segunda mitad del siglo XIX, ya sea el naturalista Wallace (1853) sobre el Amazonas y el Río Negro; el botanista Spruce (1853-1854), sobre el Río Negro y el Casiquiare; o Chaffanjon (1886-1887), cerca de las fuentes del Orinoco (cf. n. 46). Pero le sirve específicamente de modelo el geógrafo Richard Schomburgk quien viaja entre 1838-1839 por la sierra Pacaraima y hace su camino en 1842 en compañía de su hermano por el flanco sur de la Gran Sabana donde intenta sin éxito subir el monte Roraima convirtiéndose en los primeros que lo describieron. Finalmente, los naturalistas ingleses Everhard Im Thurn y Harry Perkins lograron subirlo en 1884. Al llegar a la cima, descubrieron extraordinarias especies de animales y vegetales cuyas formas y adaptación no habían sido jamás descritas: ¿cómo el relato de esta exploración no iba a influir a Conan Doyle? Veamos la descripción que hace Carpentier de esta región (2003: 6-9): «súbitamente, con brusquedad que nos arranca un grito de asombro, el suelo ha saltado a cuatro mil pies de altitud. […] un colosal peldaño de roca desnudo y liso, ha levantado la selva entera […]. Sobre este paredón se asienta la inmensa terraza que sirve de base y tierra al alucinante mundo geológico de la Gran Sabana, virgen de las rocas, hasta hace poco mundo perdido, secular asidero de mitos, cuyo ámbito misterioso, inescalable, sin caminos conocidos ni accesos aparentes, se confundió durante siglos con El Dorado de la leyenda —ese fabuloso reino de Manoa, de imprecisa ubicación, que los hombres buscaron incansablemente, casi hasta los días de la Revolución Francesa […].
»[…] una fortaleza lunar, en el centro de la primera planicie que aparece al cabo de tanta selva. […]. Es el mundo del Génesis. […]. Pero ahora, hacia el Brasil, aparece el formidable Roraima-Tepuy, el modelo, el patrón-roca de la Gran Sabana […].
»[…] ese rectángulo oscuro, con paredes tan perpendiculares que podrían creerse levantadas a plomada, que alza a dos mil ochocientos metros de altitud su terraza de seis kilómetros de anchura […] sobre esa planicie limitada por abismos, pedestal de brumas, puente de nube a nube. […] erguida en el extremo límite de las tierras de Venezuela, del Brasil y de la Guayana inglesa.»

[42] Las grandes expediciones llevadas a cabo a partir de los años 70 informaron al mundo lo que queda de Eldorado: simas como Sarisariñama, tepuyes en las cumbres pobladas de plantas carnívoras, batracios sobrevivientes de eras geológicas anteriores, todo para reavivar lo fantástico (ver por ejemplo Huber 1986; Pouyllau & Seurin 1985; Schubert & Huber, eds., 1989).

[43] Challenger declara: «La entrada secreta se halla a media milla más adelante, al otro lado del río. No hay brecha entre los árboles. Ahí está lo maravilloso y misterioso del caso. En el lugar donde usted está viendo los juncos color verde claro en vez de la maleza verde oscura, allí entre los grandes álamos, se encuentra mi puerta privada al reino de lo desconocido. Entremos por ella y usted comprenderá». (Conan Doyle 2003: 100)

[44] «Es cierto que la estrechez de nuestro espacio terrestre nos conduce a extenderlo imaginariamente. Es cierto que el compartimento, la división física e intelectual de nuestras sociedades, su racionalización, no hacen soñar con tierras vírgenes y libres, con reinos míticos donde actúen las antiguas fuerzas que han desaparecido de nuestras vidas y nos unan con la tierra, el agua, las estrellas». (Jourde 1989: 456)

[45] Al leer a Cristóbal de Acuña, no parece seguro que se trate del Casiquiare, lo que pensaba también La Condamine. Ello se atestigua posteriormente en la representación en muchos mapas de una comunicación que se hace a través de las ramificaciones del Caquetá. Un siglo después de Orellana, el portugués Pedro Texeira (1637-1639) lleva a cabo una expedición en el Amazonas y el Napo que lo conduce desde Pará hasta Quito; con la misión de revelar el curso del río, los padres Acuña y Artieda participan en el viaje de vuelta. En su historia (1641) Acuña (1925: 70-78) señala un «río de oro» (el Yquiari, afluente del Yupura, uno de los brazos del Caquetá que forman lagos en las tierras interiores) cuyos habitantes comercian este metal con los Manaus; Texeira hará colocar un mojón en la orilla del Amazonas donde se encuentra la confluencia. El padre Fritz (1922) menciona luego este río en su diario de 1687 y habla también de pequeñas láminas de oro batido que los Manaos intercambiaban con los ribereños del Yquiari. Pero en vano buscará La Condamine las huellas de este río, del lago, de la mina de oro y del mojón: todo ha desaparecido como un palacio encantado. Sin embargo, él ve allí el fundamento de la fábula del «Lago Parimé» y de «El Dorado». Contrariamente a la leyenda de las Amazonas (perpetuada por La Condamine), Humboldt acredita también estos datos. Tanto el oro encontrado durante el viaje de Acuña y, luego, por Fritz, como el oro del cual hablan los pueblos del Orinoco no provendría de los Andes: «¿habrá lavado de oro más al sur [del Guaviare], hacia el Vaupés, en el Iquiare y el Yurubesch? Es allí que Philippe de Hutten fue el primero en buscar El Dorado y libró la tan famosa batalla de los Omaguas en el siglo XVI. [...] Es probable que el oro de la Guayana haya venido del país que está al este de los Andes». En realidad, también había «minas de oro» en el triángulo guayanés de Caroní-Mazaruní-Cuyuní ya utilizadas por los amerindios en la época de la Conquista (véase Whitehead 1991; Rivet 1923).

[46] Manuel Román es un jesuita instalado en el Orinoco medio desde 1734 (fundador de la misión de Carichana). Desde hacía algunos años, en las misiones del Orinoco, se escuchaba hablar de repetidas incursiones de cazadores de esclavos de poblaciones indias. Así, en 1744, emprendió una expedición en el alto Orinoco para ponerle fin a estas prácticas. Se encuentra entonces con un traficante de esclavos, el portugués Francisco Javier Morales, el cual piensa navegar todavía sobre el Río Negro. Decidido a resolver el enigma, el padre Román sigue al aventurero hasta el Río Negro y así constata la conexión. Juan Ferreira, rector del colegio de Jesuitas del Gran Pará, escribe a París a La Condamine, y le informa del descubrimiento del Padre Román, lo que viene muy bien para respaldar los testimonios que recolectó durante su paso por Manaos; sin embargo, poco antes, en su libro intitulado El Orinoco ilustrado (1741), el padre Gumilla todavía negaba la realidad y seguiría haciéndolo durante un tiempo, publicando así en 1745 la segunda edición de su texto bajo el título de El Orinoco ilustrado y defendido. Desgraciadamente, el mapa trazado por el padre Román desapareció.

[47] Recordemos que el reconocimiento científico del canal de Casiquiare jugó un rol sumamente importante en la historia de la Amazonía venezolana. La presencia de rápidos como los de Maipures y Atures, en el Orinoco medio, cerca de Puerto Ayacucho, corta efectivamente el Territorio Federal de Amazonas (actual estado Amazonas) del resto de Venezuela; más cerca de nosotros, es a causa de las dificultades de comunicación con el curso medio del Orinoco, siendo sus intereses comerciales más cercanos de Manaos, que de los caucheros venezolanos, conducidos por el tirano de Funes, hicieron que fuera casi autónomo el Territorio entre 1910 y 1920 (Ybarra 1979). Tras la caída de Funes, Caracas emprenderá la implantación de una nueva capital, Puerto Ayacucho (1924), río abajo de los rápidos de Atures y de Maipures, y de una ruta (1927) que los rodea con el fin de comunicar el alto Orinoco con el resto del país.

[48] En la época, los Yanomami son denominados (peyorativamente) con el término «Guaharibos» por sus vecinos; esta designación del raudal situado en el alto Orinoco sigue vigente en la actualidad.

[49] Sobre la Expedición de los límites y sus aportes, ver Ramos Perez 1946; Díez de la Fuente 1954; Solano 1954. Díez de la Fuente toma las ideas sobre la formación del Orinoco de los indígenas y, puntualmente, de un cacique makiritake (Ye'kwana), con el cual se comunica gracias a un intérprete urumanavi, mientras se encuentra frente al Raudal de los Guaharibos. Este le enseña que, al volver a subir el río Parima (al que llaman Paruma, Parime u Orinoco Grande) que corre detrás de una cordillera de montañas llamadas Purumas, se puede entonces viajar por él hasta el lugar donde nace el Orinoco, formado por otros ríos como suele ser, y continuar la navegación por otro brazo que va hacía el Río Negro (el circuito del cual le hablan los amerindios es confuso: ¿acaso se trata del Orinoquito, del Siapa, o bien del Mucajai, del Catrimani que se unen al Río Branco, o bien del mismo Parima o del Uraricuera?). Díez de la Fuente comprende que este río Paruma desemboca en una laguna atrapada entre las montañas que se encuentran frente a él y que vierte abruptamente su derrame por debajo de una piedra otorgando, como en el ejemplo de las fuentes del Caroní, una multitud de brazos y de rápidos hasta formar el Raudal de los Guaharibos. El Orinoco no nace, entonces, directamente de la laguna Parima, como lo indica el mapa de Solano y lo reflejarán los mapas ulteriores (para el avance cartográfico, leer el comentario de los mapas de La Cruz Caño y Olmedilla así como y de De Surville, en González Oropeza, 1987: 191).

[50] Véase Bovadilla 1964; Mataró & De La Garriga 1960; leer, sobre el tema del Casiquiare, Humboldt, 1819 (Relation historique..., 1° partie, tome Il, Paris, Maze, livre VIII, vol. 2): 527-540, y sobre las fuentes del Orinoco, «El Dorado», Manoa y el «Lago Parime» (ibid.: 559-718).

[51] ¿No sería, por otro lado, la dirección de los ríos antes de la elevación de los Andes? Efectivamente, antes de los tiempos geológicos de la Terciaria, los ríos de la lluvia occidental del macizo guayanés se versaban en un gran mar (el Pacífico) acumulando sedimentos que dieron origen a la Cordillera.

[52] La cuenca del alto Orinoco pertenece entonces de facto a dos cuencas, la del Amazonas, a través del brazo del Casiquiare y el Río Negro, y la del Orinoco propiamente dicho. (La carta del padre Ferreira fue publicada en El Viagero universal o noticia del mundo antiguo y nuevo, Madrid, 1797, XIII, carta CXC: 206).

[53] Podemos citar el viaje de Agustín Codazzi (1837-1838) que incorpora sus notas en el establecimiento del primer mapa moderno de Venezuela, y la expedición del alemán Robert Hermann Schomburgk en nombre de Inglaterra en 1838-1839. Este último, al volver a subir desde la Guayana británica el Esequibo hasta el Río Branco y el Uraricoera, pasa por la vertiente venezolana y desciende por el Padamo hasta el Orinoco. Regresará a Brasil por el Casiquiare y el Río Negro: su viaje es esencialmente geopolítico, los británicos sacarán de allí las famosas «líneas Schomburgk» que serán funcionales a sus pretensiones con la Guayana venezolana. En 1853-1854, el botanista inglés Richard Spruce arma el proyecto (luego abortado) para alcanzar las fuentes del Orinoco desde San Carlos de Río Negro; explora entonces el Cunucunuma y regresa por el Casiquiare y el Pasimoni hasta San Carlos. Entre 1855-1876, el viajero «universal» venezolano Don Francisco Michelenas y Rojas recorre prácticamente todo el conjunto de la red fluvial de la Provincia del Amazonas. El francés Jules Crevaux explora en 1880-1881, el Guaviare, poderosa afluente andina del Orinoco, y recoge datos tan precisos que hasta el día de hoy se mantienen actuales. Luego de un primer viaje efectuado en el Orinoco y el Caura en 1884-1885, el francés Jean Chaffanjon intenta, en 1886, alcanzar las fuentes del Orinoco; al llegar al Randal de los Guaharibos, continúa la subida a pie solo durante dos días y vuelve convencido de haber alcanzado su objetivo. Entonces lo agarra desprevenido al conde Stradelli quien, luego de haber acompañado la Comisión de los Límites en 1882 (encargada de fijar los límites entre Brasil y Venezuela) particularmente en el Padauri y el Mareri, llega en marzo de 1887 a Caracas con el proyecto de probar la aventura. Chaffanjon, de hecho, no habrá traspasado el Raudal de los Waika, a más de 100 km de las fuentes, y hará falta esperar más de sesenta años todavía para lograrlo. Así, en 1897, los venezolanos Guillermo Escobar y Guillermo Level fracasan en su viaje a las fuentes; en 1900, el gobernador del Territorio Amazonas, Tavera de Acosta, retoma el itinerario de Humboldt y recoge material etnográfico, pero su proyecto de exploración de las fuentes del Orinoco no puede realizarse. Al igual que el etnólogo alemán Koch-Grünberg que, luego de haber efectuado múltiples expediciones entre el 1903 y el 1924, muere de paludismo en el Río Branco. Cerca de las fuentes del Orinoco, aún sin éxito, pero alcanzando sus primeros afluentes; se suceden el geógrafo inglés Hamilton Rice (1919-1920), Herbert Spencer Dickey (1930) e Hilario Itriago (1942), mientras que, desde Brasil, Felix Cardona (1945) alcanza la región de las fuentes del Siapa. Finalmente, la expedición «Orinoco-Amazonas» (1950-1951), llevada a cabo por el francés Alain Gheerbrandt, sin llegar, siempre por miedo a los Yanomami, a las fuentes del Orinoco, explora una poderosa afluente de este, el Ventuari, y atraviesa la Sierra Parima alcanzando Boa Vista por el Uraricoera (cf. Vila 1952; Lichy & de Civrieux (1948): 7-18; Cocco 1972: 47-94; véase también Chaffanjon 1889; Codazzi 1940; Crevaux 1883; Gheerbrandt 1952a, 1952b; Koch-Grünberg 1917-1928; Michelena y Rosas 1867; Rice 1921; R. H. Schomburgk 1840a, 1840b y O. A. Schomburgk, ed., 1841).

[54] Cf. Grelier 1954; Anduze 1956; Lichy 1978; Risquez-Iribarren 1962.

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Sobre las reproducciones

Figuras 1 a 12 reproducidas en L’Homme, N° 122-124, 1992.

Fotografías de las figuras 1, 2 y 8 © Musée national d'histoire naturelle de París, Francia.

Fotografías de las figuras 3 a 6 © CEGET/CNRS.

Figuras 9 a 13, mapas estudiados por Humboldt (1800) en «Histoire de la géographie de l'Orénoque-lac Parime, Dorado, Bifurcación pour servir d'éclaircissement aux discussions contenues dans le chapitre 24 de la Relat. Hist. de Mr. de Humboldt».

 

 

 

Traducción: Lucía Santa María y Natasha Kusmusk

Revisión de la traducción: Cristhian Nabone y Daniela Chazarreta junto con los autores


Este artículo fue publicado originalmente bajo el título «La Conquête de l’inutile. Les géographies imaginaires de l’Eldorado» en L’Homme 32. 122-124 (avr.-déc. 1992): 271-308. Agradecemos a los autores tanto la autorización como la revisión de esta traducción.

 

Referencia electrónica

Alès, Catherine y Michel Pouyllau. «La conquista de lo inútil. Las geografías imaginarias de El Dorado».Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 4 (2021): 235-86. https://hyperborea-labtis.org/es/paper/la-conquista-de-lo-inutil-las-geografias-imaginarias-de-el-dorado-253
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5292048

 

Publicación Hyperborea
Número 04