La gran huelga

Paul Zech


 

I.-

Afuera, donde los andamios de las galerías y los túneles de extracción se elevan al cielo como brazos de cíclopes y los montículos de escorias producen grandes acumulaciones, una montaña al lado de otra, hace un par de días se fue silenciando notablemente el tumulto. Las chimeneas gigantes humean con una delgada y lenta columna de humo y comienza a aclararse el aire contaminado de hollín. Automóviles se desplazan a toda velocidad por pésimos caminos llenos de baches. Marchan por allí extraños personajes, con vestimenta colorida y salpicada de metales. Como si se hubiera esfumado, desapareció la negrura estúpida de los siervos con sus espaldas inclinadas y su característico andar arrastrado. En los cruces de caminos hay ahora grupos de tres o cuatro, cuyas gesticulaciones intensas rasgan el aire. De los asentamientos sumidos en un gris lavado van apareciendo grandes y pequeños grupos. Se acercan y arrastran a la reunión a quienes están debatiendo a la vera del camino. La ciudad expelió más personas. Cada vez más anchas las columnas. Se intensifica el gentío. Mineros con vestimentas domingueras. Con las caras lavadas meticulosamente con jabón para quitarse el hollín. Casi puede percibirse un temblor en sus cuerdas vocales al intercambiar opiniones. La corriente aprieta el paso y empuja lentamente hacia el alto, donde se enorgullece la sala de reuniones como un cajón voluminoso, como un arca. Una maraña infernal de voces surca el aire y suena a lo lejos como una tormenta que se aproxima. De a docenas se van empujando al interior del salón, atiborrado ya de gente como ovejas en el corral. Cabeza a cabeza. Cráneos de todas las formas y dimensiones. Anchos y cuadrangulares, redondos y ovalados como huevos. Con cabellos negros, colorados o rubios. Y entremedio muchos con la imagen de la luna en todas sus fases. Y por debajo de ellos, cuellos largos con forma de tubos. Otros más cortos rematan pareciéndose a cabezas de toros. Y a pesar de la diversidad externa de las fisonomías, una unidad hermanada de pensamientos. Cabeza a cabeza, y por encima, el humo espeso de tabaco de mala calidad y las evaporaciones de muchas respiraciones conformando un vellón en bruto extendido sobre ellos como nube de tormenta. El estrado algo elevado bosteza aún su vacío. Otro cuarto de hora. Cada vez más caras se abroquelan en esta estrechez espantosa que sube y baja como agua que hierve a borbotones en la caldera, al borde de producir en cualquier momento una explosión. A veces se eleva una mirada burlona hacia la galería en la que se encuentran, expectantes, los custodios uniformados de la reunión. Miran, indiferentes, a la multitud, y todas las flechas disparadas en su contra rebotan en su escudo broncíneo de tranquilidad. Ya retiñen las señales de la campana por el ambiente. Se agudizan y amenazan. Y luego se acalla el ritmo claro de los ruidos y se extiende un silencio solemne. El orador sube ágilmente y con seria expresión al podio. Un sonoro saludo corta el aire sofocante y se elevan unos miles de brazos. El orador se estira y se queda parado, parpadeando, unos segundos. Luego comienza a hablar. Tiene voz estridente. Pero no logra alcanzar con ella las últimas filas. Allá atrás da la impresión que el hombre mueve la boca como si estuviera masticando. Como si quisiera devorar cada una de las caras bien atentas. Solamente cuando una palabra subrayada especialmente se expande hacia el fondo se percibe un gruñido significativo de los oyentes. Estado y sociedad, hambre y policía son algunos de los diferentes bocados. Y luego muerde cada vez más fuerte y aniquila las caras fatigadas como lo hace un granizo fuerte en un sembradío. Hasta que el hastío se muestra ostensiblemente en todos los rostros. Sólo unos latigazos más y luego el triple ¡hurra! para el movimiento. Durante unos instantes todos callan, un silencio atroz. Luego se dispara un júbilo formidable, que atraviesa el salón como un huracán. Sacude las guirnaldas de vivos colores y se desuella contra el cielo raso tiznado. Los puños cerrados trizan el aire y los blancos de los ojos destellan desde las caras rojas de fuego como hojas brillantes después de una lluvia rápida. Y es una sola voz que surca el salón. Una voluntad que la mueve. El techo parece ascender y descender por efecto de la marea que produce esa voz única. Lentamente, muy lentamente se vacía el salón inmenso. Afuera, el frío repentino hace cerrar los hocicos que estaban castañeteando. Inclinados hacia adelante y pensativos los primeros descienden la colina a los tropezones. Las tabernas, abajo, se llenan rápidamente. Y solamente unos pocos hombres, en general mayores, se desvían hacia los costados a sus pobres moradas, en las que el grito de los niños pequeños espera a su proveedor de comida.

II.-

La taberna más poblada por los mineros en huelga, el hospedaje «zum alten Schacht» [A la vieja galería], está situada en una de las múltiples callejuelas del suburbio. Una construcción común de ladrillo. Cuatro grandes ventanales visiblemente iluminadas arrojan su luz amarillenta sobre la calzada negra sucia. En el extenso recinto las personas están sentadas cabeza a cabeza. En general hombres jóvenes. Germanos rubios y robustos, eslavos y romanos morochos, todos mezclados al azar. Entre ellos, cual manchas coloridas, algunas mujeres. Con la iluminación blancuzca de las lámparas de gas las caras producen una impresión fantasmal rara. Solo sus ojos irritados centellean como brasas. En el salón, las paredes pintadas al óleo están tapizadas con carteles agresivos. El piso, manchado de restos de comida, de tabaco escupido y de mugre pisada de la calle. Contra la pared, a la derecha, está ubicado el aparato de música. El aire está denso, producto de las emanaciones de los tan numerosos cuerpos y de la cerveza en barriles. El calor emanado de las llamas de gas, hace vibrar el aire sofocante y lleno de humo. Todo ello acompañado del tintineo de los vasos de cerveza y el revuelo de voces. Alguien introduce ahora una moneda en el aparato de música, que comienza a emitir una canción de opereta ligera. Vacilante, se larga una voz, tenue e insegura. Estas voces emiten un sonido metálico raro. Los vasos continúan golpeteando infatigablemente. Hay fuentes de carne sobre las mesas sin manteles. Repentinamente uno cualquiera, sentado en la esquina, comienza a cantar la Internacional. Eso cae como chispa en un matorral de pasto seco. Inmediatamente se elevan unas treinta, cuarenta, cien voces. Los puños golpetean pesadamente sobre las mesas y marcan el ritmo que redoblan con los pies. Tiembla el piso y las ventanas vibran levemente. Esto es como un canto de guerra que despierta los sentidos opacados y los catapulta hacia un entusiasmo extático. La masa misma: en el canto, la masa en camino hacia aquella tierra lejana que perciben a través de la neblina de la sórdida cotidianidad como una luz triplemente irradiante. Las voces prácticamente se desgañitan. Repiten dos, tres veces el himno, hasta que uno tras otro deja de hacerlo y se acalambra en una expectoración que rasga su garganta y le produce fuerte tos. Alzan con ímpetu los vasos y vacían inmensas cantidades en sus gargueros. Los mozos, con sus sucios sacos blancos, corren de un lado al otro. Todos levantan sus vasos y brindan unos con otros. Beben por la fraternidad y se abrazan hasta que, de repente, la hermandad generalizada se convierte en su contrario. Alguien profirió un improperio, quién sabe por qué. Los primeros en levantarse fueron los de las mesas centrales. Un lío de hombres se revuelca ásperamente por el piso. Se rompen vasos. Hay palos que se parten. Caen mesas y sillas y se enciman como bolos. Y en un abrir y cerrar de ojos todo el mundo se está peleando. Sabe Dios por qué. Profiriendo alaridos, las mujeres se precipitan hacia la salida. El tabernero grosero y sus mozos fornidos se esfuerzan en vano. Pero en un santiamén aparece la policía, que «corta por lo sano». Un par de manotazos en el montón que se revuelca y ya quedan tres o cuatro jóvenes prendidos por esposas. Se levantan cuerpos maltrechos y llenos de moretones. Tambaleándose salen dando pisotones. En los cruces de calles el viento fuerte del Oeste silba como por tubos de órgano. A lo lejos se divisa un fuego rojo. Es la llama gigante de los altos hornos. Y por encima de ella se yergue un escorial imponente. Es más negro que la noche y su espalda curva sostiene la mitad del horizonte.

III.-

Es alrededor de la cuarta hora de la tarde. Cae una llovizna ligera que vuelve prácticamente intransitables las anchas calzadas que llevan a la mina. En los árboles y arbustos tullidos que cercan el camino, unos brotes de hojas, que se adelantaron en su aparición, miran hacia la luz plateada de la tarde. Aquí y allá se acuclillan paredes pintadas a la cal. Detrás de los cercos medio destruidos bostezan manchones yermos de jardín. Un mirlo ensaya el nuevo salmo de primavera. Pero el humo de las chimeneas voluminosas oprime pesadamente y envuelve todas las cosas como en un leve arreglo floral. Los andamios de las galerías ciernen una amenaza oscura y gigante. A veces el aullido de una sirena a vapor hiere el silencio. Un cansancio opresor se plomiza en los pensamientos de los transeúntes. Una vaga sensación como la de una enfermedad en ciernes. Solamente quien dispone de sentidos muy afinados puede adivinar los poderes que pesan sobre la atmósfera y que están proyectando algo que se está armando como para una batalla. Para una tormenta liberadora que ha de limpiar todo.

Un par de sujetos negros suben pesadamente la cuesta. Aparecen de todos lados. Las manos en los bolsillos y el termo de café en el porta-termo de cuero al hombro. Los mayores, de barba plena, caminan balanceándose en silencio. Los más jóvenes, por el contrario, charlotean animadamente. A medida que se van aproximando al complejo de galerías interminables retardan el paso. Como esperando alguna emboscada pispean para todos lados. Salen por detrás de las casas los policías con sus carabinas cargadas. De alguna ventana largan un granizo de improperios. Alguien arroja una piedra. Los hombres que están de paro se agrupan alrededor de los bicheros. Fuman su pipa y cierran su puño en los bolsillos. Más preocupante es la situación en el barrio de los extranjeros. Pares de guardias van y vienen. Los cascos de los caballos destruyen los adoquines de las calles. Delante de las galerías los huelguistas se paran en grupos. Pero el personal de seguridad los hace circular. Empieza a sonar la sirena y el escape de vapor. Los voluntarios de trabajar apenas levantan la vista. No se dejan inmutar por el ruido de las voces roncas de los mirones. En la expresión de sus rostros no hay nada provocador. Con una resignación adusta siguen su camino. Es que necesitan vivir. Trabajar para poder vivir. Clandestinamente quizás estén cerrando los puños como sus compañeros en huelga. Pero ¡la preocupación por el pan de todos los días! Esto los convierte en enemigos a muerte de los hermanos parados en las esquinas.

A pocos metros de la entrada del complejo se detiene la caravana. La recibe un griterío ensordecedor. Aparecen los gendarmes y cierran la entrada. Algún joven impertinente masculla un improperio. El gendarme lo aprehende y lo interpela. El mozuelo se desprende y se escabulle dentro de la masa. Más improperios vuelan como lanzas. Rostros alterados se adelantan y agitan sus largos brazos en el aire. El custodia saca la espada y la eleva por sobre las cabezas. A la carrera acuden camaradas. Un griterío ensordecedor que no parece provenir de gargantas humanas recibe a los recién llegados. Se arrojan adoquines. Relucen sables y carabinas. Fuertes voces y gritos desbordados. Un disparo. Luego estallan diez o doce más. Al sargento más próximo le arrancan el sable. La masa lo destroza a puntapiés con un sonido vibrante: «¡Abajo con la jauría de mastines!». De las ventanas vecinas arrojan botellas y ollas que se estrellan contra el suelo. Rompen a pedradas las luminarias a gas. Y mientras tanto traquetean las carabinas. Se vociferan órdenes militares. Varios guardianes tienen heridas sangrantes en la frente. Aquí y allá se retuerce algún trabajador apaleado en el piso. Varios palos estallan contra los cascos de cuero. Un revuelo impresionante.

En eso se aproxima al galope una partida de la policía montada. Retumba la calle y rápidamente queda limpia. A lo lejos detrás de las casas todavía se escucha un ruido tumultuoso. Ocasionalmente suena algún disparo efectuado desde un tragaluz. Cuatro policías llevan a un joven a la casa más cercana. Tiene una bala en medio del cráneo. Un joven de dieciséis años.

Allá en la obra, sin embargo, los voluntarios del trabajo se preparan para la bajada. En las profundidades, donde sólo resuena el pinc, pinc del pico de minero y el tintineo de la pala de hierro entre los carbones desprendidos, alguno de ellos habrá de tomar alguna resolución —apretando los dientes y con una risa furiosa.

IV.-

En el barrio de las minas de la ciudad del carbón, donde viven los polacos, reina una extraña paz. Las ventanas están firmemente cerradas y raramente se ve alguna persona en las calles mal adoquinadas que, en otros momentos, están tomadas totalmente por niños rubios semi-harapientos de cabello enrulado. Los charcos parpadean tristemente y reflejan el cielo que mira más tristemente todavía. Los jóvenes muchachos, en su mayoría inquilinos, que en otras circunstancias se aglomeran, holgazanes, como la arena del mar contra las estacas y estiran por metros sus acordeones a piano, no salen de los cuartos traseros. La botella de aguardiente pasa de boca en boca. Juegan a las cartas sobre la mesa de pino. En el rincón de la ventana hay un mozo jovencito con la cabeza vendada. Un sable lo rozó ayer poco delicadamente. Y ahora juega este «guerrero lastimado» con el revólver y hace repetir el cargador vacío. Los compañeros lo miran de reojo y le dedican alguna cargada. Él levanta el arma en forma de amenaza. Risotadas. En eso se precipita una niña dentro del cuarto. Sus trenzas se levantan desordenadamente. Con una toalla tapa su pecho semidesnudo. Sus mejillas están enrojecidas de color púrpura. «Vienen los soldados» grita quejándose, «¡los soldados!». Los muchachos saltan de sus lugares, como mordidos por víboras. Los naipes y las botellas vuelan al rincón. Una inquietud extraña se desparrama por toda la casa. Golpean puertas, vibran las ventanas. Una cuadrilla salta al exterior. Corre calle abajo: ¡vienen los soldados! Cómo el sonido estridente de las sirenas se derrama por los techos. Hace temblar los vidrios de las ventanas y resuena con fuerza en los ambientes pobres: ¡Fuera, hombres, afuera! ¡Vienen soldados! Un niño en edad escolar, descalzo y con pantalones sucios, fue el primero en dar la noticia. Y ahora se esparce como reguero de pólvora de boca en boca. «¡Mátenlos a palazos!» resuena desde las casas. Pero afuera nadie responde. El suelo retumba, los pasos van remontando la calle. Un, dos, un, dos. Todas las mujeres sitian las ventanas. Paso y paso, un y dos. Las armas tintinean. Los niños estiran sus cuellos. Ya toman la esquina. Paso y paso. Refulgen los cascos. Hombro pegado a hombro. Un muro interminable. Una, dos compañías. Fusiles al hombro, la cartuchera cuelga pesada. Hombres barbudos apostados tras las estacas murmullan y susurran: «¿Qué deben hacer?» — «¿Qué sucederá?» Las mujeres vociferan maliciosamente y gesticulan con los brazos. Un par de niñas pequeñas gritan con alegría: «¡Madre, los soldados!». Más allá, en el portón de la mina abierto de par en par, desaparece el último guerrero. Paso y paso.

Siguen parados en la calle con caras abiertas y puños cerrados. Cual si fuera un cuerpo de víbora con manchas de varios colores. Ya nadie es uno mismo. Cada uno solo la escama de un cuerpo que tiene solamente un pensamiento. Solo un interrogante: ¿Qué habrá de suceder?

V.-

Abajo, en la tercera galería, trabaja el aprendiz de minero Flimp Stumpa. Su padre, un responsable técnico gris-hielo, pertenece al grupo de obreros en huelga. Noche y día el viejo trató de convencerlo de que se uniera a los huelguistas. En su interior brilla una chispa de simpatía para con los mineros sublevados. Pero debía oponerle una resistencia al padre, alimentada por otras fuentes. Su amor a la hija del inspector de minas era más fuerte que el amor al padre, a los hermanos que servían a la gran causa. Lleva ahora su resistencia como arma de doble filo.

Un viejo picador, que vive con siete hijos menores de edad allá arriba en el asentamiento, lo encara y le avisa que ya no bajará en el próximo turno. Ya no puede soportar más la maldición de los compañeros. Prefiere morirse de hambre a ser de por vida un despreciado. Un expulsado por todos los hermanos.

Flimp Stumpa toma con vigor el brazo del viejo, busca su mano callosa y la aprieta. Un sollozo desgarra su respiración. Siente como una de las mitades del arma se clava profundamente en su corazón. Y la otra se mueve nerviosamente hacia la izquierda y hacia la derecha, hacia los hermanos. En círculos alocados destruye el rostro de los muchos, las gargantas desgarradas en gruesos chorros de sangre, se deja caer al piso. Se le juntan bruscamente las rodillas. Por encima y sobre ellas bailan cabezas desfiguradas. Sus manos, sus ropas beben sangre. Intención, dudas, miedo ruedan en franca confrontación en el escenario de la conciencia que desciende de las alturas del alma.

El viejo tambalea con su oscura decisión por el pasillo salpicado y con ímpetu demencial arroja los martillos al pedrero.

Y el inspector de minas revisa el recorrido y entra en el cono de luz que la llama de la lámpara de Flimp Stumpa arroja sobre la montaña cónica. El inspector profiere unas duras palabras. Rechaza todos los hechos ocurridos durante el día y habla de los mineros como de una mercadería despreciable. Flimp Stumpa debe escuchar las burlas y las blasfemias en contra de su padre, cabecilla de los huelguistas que ha de ser entregado a la justicia. Y al hijo de un delincuente el inspector no puede entregarle su hija. Con estridencias una lámpara se hace añicos contra la piedra. Dos cuerpos oscuros luchan entre ellos. Golpes, que hacen retumbar la montaña; con manos ensangrentadas el capataz tambalea cuando emerge del foso. Flimp Stumpa se retuerce con encorvaduras demenciales. Una palabra le había señalado el camino. Ésta alcanzó, fue imperativa.

VI.-

Flimp Stumpa ascendió con el turno noche. Los huelguistas habían limpiado las calles delante de la mina como a la mañana. Los militares custodian fuertemente armados.

Al ingresar a su casa por la puerta trasera, Flimp Stumpa encontró el pasillo lleno de gendarmes. Maniatado, se llevaban a su padre. La madre yacía desvanecida sobre el piso duro. Los hermanos estaban parados con los puños cerrados. En eso uno de ellos lo ve y con el atizador arremete contra él al grito de: ¡ah, traidor!

Comienza una persecución por cercos y setos. En un pozo de escorias se desplomó y quedó desvanecido durante toda la noche. Fue el preludio de un motivo, de un drama. Imaginó desaparecer castigador y vengador.

Volvió a bajar con el turno siguiente. No habló con nadie y se acercó sigilosamente al depósito de dinamita. Jadeando, acercó un pico y destruyó la puerta. Y con manos febriles revolvió las cajas y cargó los cartuchos.

Bajo el encofrado del pozo de extracción cavó un agujero y ubicó la carga explosiva. Suficiente como para destruir toda la montaña. Esto será el fin, mío y de los rompehuelgas y el triunfo de los combatientes y la venganza por mi padre.

Con manos tranquilas prendió la mecha y el trueno produjo su estampida en el mismo segundo.

La montaña se desmoronó hasta el tercer nivel. Y cien vidas humanas se pegaron quemadas y formando bultos sanguinolentos contra la roca destruida.

Y demoró catorce días hasta que pudieron llegar al lugar de la desgracia. Y participaron de la acción de salvataje todos los obreros sobrevivientes.

El inspector de minas, quien contemplaba este hecho, cuya causa no podía desentrañar, como un mal presagio, logró hacer valer en la administración las pretensiones de los obreros. Los soldados se retiraron a sus cuarteles, se enterró a los muertos. En el asentamiento volvió a escucharse la diversión inocente de los niños.

 

Traducción: Enrique Bein


Texto original publicado con el título «Der große Streik». Ed. Kurt Pinthus. Das Kinobuch. Leipzig: Kurt Wolff Verlag, 1914.

Referencia electrónica

Zech, Paul. «La gran huelga». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 4 (2021): 142-150. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/la-gran-huelga-240
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5596954

 

 

Publicación Hyperborea
Número 04