La obra cinematográfica. Introducción para «visionarios» y «reflexivos»

Por el Dr. Kurt Pinthus[1]


Queda a criterio del lector considerar este Libro del Cine [Kinobuch] una broma entretenida o un esfuerzo serio por otorgarle al cine, que se encuentra actualmente en apuros, nuevas obras o motivos de inspiración.

Nadie niega la justificación de películas que brindan una enseñanza, sin embargo, a veces se le cuestiona la posibilidad a la obra cinematográfica [Kinostück] propiamente dicha. Es por eso que cabe discutir al comienzo de un libro sobre obras cinematográficas la esencia de las mismas.

Distíngase entre «drama cinematográfico» y «obra cinematográfica». El «drama cinematográfico» que pone en pantalla dramas teatrales o que dramatiza novelas debe extinguirse. Pues este es el error principal del cine: que comienza a despreciar su ser específico. El cine quiere devenir en teatro, sin reconocer que, en realidad, no tiene nada en común con el teatro. El cine sólo podrá mantenerse y desarrollarse si verdaderamente aspira a ser cine, o sea, si recuerda sus infinitas posibilidades y abandona sus pretensiones de emular un teatro.

Se deberá fijar nítidamente el límite entre teatro y cine. Una breve reflexión sugiere el siguiente juicio: lo esencial en el teatro es el desarrollo de un destino expresado a través de la palabra; lo esencial de la obra cinematográfica: un ambiente entretenido, vivificado por medio de una acción palpable expresada a través del movimiento y el gesto. Lo más esencial del teatro le está negado al cine: el diálogo, la palabra. El contenido principal del cine, por lo contrario, está constituido por las posibilidades que el teatro trata de evitar o solamente insinúa: la naturaleza vivificada, un ambiente extraño, trucos sorprendentes, escenas fuertemente emotivas. Cuanto mejor es una escena teatral tanto no-cinematográfica ha de ser, cuanto más cinematográfica, tanto más imposible para el teatro. Toda buena escena teatral: un diálogo afilado, develamiento, predicción, complicación, causan una impresión opaca en el cine porque justamente les falta la palabra. Un final de escena impactante, por ejemplo la revelación de un hecho terrible, que conmueve a los otros personajes en escena y a los espectadores, en la película solamente generará un temblor silencioso de maxilares inferiores y algunos gestos de espanto, y aun el cartel explicativo no causará efecto alguno. Recuérdese la película «Quo vadis», en la que los cuadros más fílmicos fueron: el incendio de Roma, la vida fastuosa en la corte de Nerón, las escenas en el circo. (Todos estos movimientos de masas y catástrofes no podrían haber sido realizados o a lo sumo sólo señalados débilmente en el teatro).

Toda obra de teatro filmada brinda un extracto crudo que habrá que hacer comprensible mediante innumerables inscripciones explicativas. Por ello es desde el vamos sacrílego filmar obras escritas para la técnica del teatro. La «película-drama» en sí infringe la esencia del cine.

Pero, se objeta, hay algo que el teatro y el cine tienen en común: el hombre, el actor. Sin embargo, ni siquiera el actor es común al teatro y al cine, porque todo cineasta confirmará que, por lo general, ningún actor de teatro es un buen actor de película y que si quiere llegar a serlo tendrá que aprender el oficio. La mímica del cine deberá ser otra que la del teatro: La del teatro está atada a la palabra hablada – la del cine deberá existir y quedar clara sin ella. Por eso deberá ser más contundente, pegadiza y violenta.

Más parecida que a la obra de teatro, la obra cinematográfica podría ser asociada a la novela. Mientras que en la obra de teatro los personajes están sujetos al escenario, tanto en la novela como en la obra cinematográfica el espectador puede desplazarse junto al actor y ver cómo se ejecutan acciones en un movimiento constante sin estar sometido a limitaciones espaciales. Viaja de Posemuckel[2] a América o asciende a la torre Eiffel. El público del cine es esencialmente un público lector de novelas. — Pero una novela llevada a la pantalla no brindará más que ilustraciones que acompañarán el relato: detalles del ambiente, explicaciones, episodios. Sin los rudimentarios carteles de texto explicativo, la acción de la novela (como la de la obra de teatro) nos sería incomprensible.

El camino errado y la decadencia del cine comenzaron en el momento en que el cine olvidó su verdadera esencia, perdió su independencia y comenzó a llevar a la pantalla obras literarias existentes en vez de aprender a inventar obras propias (no obras de teatro) acordes con sus posibilidades.

El cine sería miserable y quedaría demostrada su esterilidad, si no fuera capaz de generar por sí mismo sus obras. Entonces, antes de quitar las capas que rodean la esencia de la obra cinematográfica, habrá que recapacitar sobre la casi olvidada esencia original del cine.

 

 

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Cuando el hombre verdaderamente quiere ver obras de teatro pues entonces va al teatro, no al cine. Entonces, ¿qué es lo que quiere en el cine?

Al cine lo arrastra su avidez por ampliar en la forma más simple y veloz su acervo de conocimientos y experiencias.

El alumno quiere ver las praderas mencionadas en sus libros sobre indios, personajes extraños ejecutando acciones extrañas, orillas exuberantes de ríos asiáticos lejanos a toda población. El oficinista modesto y el ama de casa abocada a sus tareas anhelan ver las fiestas relucientes de la sociedad elegante, costas brillantes y cadenas montañosas lejanas a las que nunca viajarán. Y las personas con formación o los ricos se alegran de conocer la evolución del gusano de seda o de participar de una batalla verdadera. Todos los corazones retumban cuando aparecen esos ejércitos con soldados de rostro endurecido por la desesperación, cuando explotan las granadas echando humo, mientras la cámara atraviesa despiadadamente el campo de batalla devorando cadáveres mutilados de guerreros muertos sin sentido.

Pero incluso el hombre más insignificante y menos complicado siente inconscientemente en alguna parte dentro de sí aquello que el gran Sófocles expresó en forma inmortal hace dos milenios y medio: πολλὰ τὰ δεινὰ κοὐδὲν ἀνθρώπου δεινότερον πέλει. Existen muchas cosas grandiosas, pero nada más grandioso que el hombre (y su destino). Por eso el hombre quiere ver a sus semejantes. Quiere ver en el cine al hombre y su destino. Y no solamente a sus semejantes, a quienes viven en su mismo ambiente, sino también a los más lejanos, figurados, inalcanzables: Las formas humanas en las que anhela convertirse o aquellas que odia o de las que se burla. Y entonces desea ver: soberanos que ejercen su poder, moros, detectives con éxito, pobres, nobles de carácter, recompensados, policías engañados, parejas separadas, delincuentes, enfermos, héroes, bellas mujeres, brutos, suegras y millonarios.

El hombre de nuestros días que trabaja siempre en la misma rutina, cuando descansa, se convierte rápidamente en un romántico. No quiere ver solamente algo realista sino que desea que la realidad sea elevada a una esfera más ideal, más fantástica. El mundo ha de estar condimentado con aventuras y rarezas (como la carne al horno del domingo), deberá reinar una lógica más plausible y desaparecerá la gravedad y la causalidad de las cosas. Y todo esto lo encuentra el hombre en el cine.

El hombre ve pasar todos los días a toda velocidad al rico en su auto; pero cómo se prepara el asalto a este auto, cómo unos muchachos infames tienden una soga que atraviesa la ruta, cómo un pequeño ingeniero valiente hace parar a último momento ese auto y se casa finalmente con la hija del rico, —eso solamente se ve en el cine. Cualquiera viaja en ferrocarril, pero no vivencia cómo ese tren se desplaza a altas velocidades por países desconocidos y exóticos, cómo de repente remonta vuelo por valles y montañas, o bien cómo un niño inocente que juega en las vías se salva por perseguir una mariposa. Nunca se ha visto, y por eso la gente estalla en risa, cuando se exhibe gente verdaderamente parada de cabeza, un automóvil que se incrusta en una pila de vajilla que cae estrepitosamente o cuando huye una suegra por los tejados. Por eso el hombre va al cine. También las almas resecas permiten gustosamente que hierva en ellas jugo dulce y salvaje.

Y quizá deban resignarse los amigos serios del arte con el penoso reconocimiento de que el individuo que va al cine busca en él lo extraordinario, lo exagerado, más allá de lo exacto real busca lo grotesco, sobre todo aquello que se ha dado en llamar Kitsch. Uno debe acostumbrarse a la idea de que nunca podrá ser erradicado el Kitsch de la humanidad. Después de habernos esforzado durante decenios en alejarlo del teatro ahora renace en el cine. Debemos convencernos de que si no hubiera surgido el cine, el pueblo habría vuelto a encontrar el Kitsch expulsado de la escena teatral en otro lugar (de hecho, en la opereta) —así como otras manifestaciones del arte expulsadas del escenario encontraron su lugar en la variété. Incluso podrá ser ventajoso para un reflorecimiento del arte dramático serio que aquellos que antaño buscaban el Kitsch en el teatro ahora vayan al cine: la vuelta al mundo en 80 días, obras de transformación y dramas policiales ya nadie querrá verlos en el teatro sino sólo en el cine.

 

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Ahora bien, quienes se oponen al cine tengan a bien pensar en esto: ¿no es acaso algo extraordinario si pequeños comerciantes u operarios que día tras día están parados en sus tiendas o, respectivamente, detrás de sus máquinas, si señoras de edad, aplastadas y desgastadas por una vida insatisfecha, si delicadas empleadas y gruesas niñeras, colmadas de una vida que no pueden vivir plenamente, si personas ricas y poetas casi ahogados por la vida vivida —son arrancados repentinamente de la monotonía de sus horas gracias a una película? —ellas creen (mientras se hunde el mundo cotidiano) que sus corazones son llevados por ángeles al cielo o que los diablos estrangulan sus almas en el purgatorio, tal que brotan lágrimas de los ojos que en otros momentos parecen indiferentes o solo curiosos y su ánimo conturbado halla recién la paz ante un paisaje marino apacible de arbustos movidos por la brisa y olas suaves y pacíficas que se acercan rodando lentamente.

Es por ello que nosotros, poetas y escritores de joven generación, que creemos que una elevación de la vida (y quizá también un goce del arte) significa ser conmovido en lo más profundo y despertar lo humano y metafísico —nosotros no podemos combatir el cine (por más que sea un enemigo del arte superior). Cautiva por el movimiento que origina en las masas, nos atrae por lo nunca ocurrido. Amplía horizontes. Conmueve los corazones. Y conmover significa (¡oh Aristóteles, Lessing, Schiller, Nietzsche!) ser más noble y más feliz. . .

Cuando el espectador ve a la mujer acosada por lobos, abandonada en el desierto de nieve bajo el firmamento nocturno, brota suavemente en él la percepción de la soledad e impotencia del hombre en el cosmos. Cuando el hombre infortunado estalla en carcajadas ante una escena de persecución grotesca, de exagerada velocidad, es que está emergiendo del martirio cotidiano. Y si el joven o la muchacha se estremecen porque en la película la amada se sacrifica en una muerte horrible para el amado, se despiertan en ellos nobles sentimientos que —gracias al cielo— hacen florecer la naturaleza en el hombre como aquella delicada érica en el arenal estéril.

O sea, lo que desea alcanzar el arte más encumbrado (¡oh Aristóteles, Lessing, Schiller, Nietzsche!) lo logra la obra cinematográfica con medios crudos, primitivos: despertar lo más humano, lo metafísico… devenir más noble y más feliz (sin por ello ser arte).

Y no será culpa del hombre que, desde siempre, la mayor parte de la humanidad —incluso en culturas muy evolucionadas— reaccione más rápidamente a esas estimulaciones groseras que al arte más encumbrado.

 

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Entonces, si un espectador desea ver otra cosa que no sea algo documental-real, ¿cómo han de estar configuradas estas otras obras? Habrá que saciar el ansia de conocimiento, unido a aquello que le provoca conmoción o diversión por cuestiones del destino humano. Aquello que atrae nuestros sentidos: bellos y extraños paisajes, cultura social, ambientes vistosos y raros, situaciones grotescas, instituciones y pueblos desconocidos —lo maravilloso debe ser entrelazado y vivificado por aquello que despierta nuestros corazones: el destino humano, la acción del hombre, historias de amor, traición, sacrificio, intrigas, una visión alegre de mundo, una tristeza que cala profundo, tensiones, aventuras y tranquilidad.

La obra cinematográfica, así fue probado, no es una obra teatral. Al cine no le cabe utilizar el principal medio de expresión del teatro: la palabra, el diálogo. ¿Cuáles son, pues, los medios de expresión de la obra cinematográfica?

El primer medio de expresión del cine es el ambiente ilimitado. La trama puede desarrollarse en el paraíso, en los campos nevados del Himalaya, en un tugurio o en el océano revuelto por un huracán. El ambiente le brinda «interés» a los hechos, nos aparta de la gris y ordinaria cotidianeidad y nos desplaza a la variopinta realidad del mundo. Los hechos más simples en callejuelas extrañas, la naturaleza exuberante, la arena de la corrida de toros en Sevilla o el desplazamiento a la antiquísima Nínive nos abre de golpe los corazones.

El segundo elemento de expresión de la obra cinematográfica es el movimiento.[3] Movimiento en doble acepción: en la gestualidad y en el tempo. La mímica diabólica del delincuente, ver cómo se derrite delicadamente la joven enamorada, los rápidos movimientos de dedos que realiza la mujer ansiosa por tener alguna aventura con el cuerpo de un jovenzuelo nos atrapan así como nos entusiasman profundamente las tropillas de caballos que vuelan hacia nosotros, el paseo al borde de las cataratas del Niágara o el vuelo en planeador por los Alpes. Y nos reímos cuando en una persecución la gente comienza a correr a una velocidad tal como nunca hemos visto correr a nadie —como si se la estuviera pasando a cámara rápida por una pista de rodaje.

El tercer medio de expresión que usa el cine es la situación, el truco. Nos provoca fuerte excitación observar una concatenación de hechos que hasta el momento nunca hemos experimentado. Y es esta excitación, lo milagroso, lo excepcional, lo inaudito lo que busca el espectador en el cine (porque es algo que rara vez le ocurre en la vida real). Por ello el hombre quiere temblar ante aquella mecha que fue prendida por un vengador para destruir una mina convirtiéndola en escombros y cenizas, por eso quiere observar a la pareja que se balancea sobre una cuerda tendida en lo alto entre dos edificios y también por ello espera que el tren sin conductor se desplace por el mundo sin rumbo a altísima velocidad o que de repente comience a volar.

Y lo que aglutina estos tres medios de expresión es el hombre y su destino. El hombre activo, el destino del hombre, anuda la obra cinematográfica a partir del medio, el movimiento y la situación. Su participación y emoción en relación a la película recién se maximiza cuando encuentra a su congénere, amado u odiado, en los paisajes, en los cuartos o en situaciones o movimientos peligrosos y grotescos. Pues las aventuras del hombre en la película pasan a ser las propias. Y así es como la obra cinematográfica debe impulsar y tratar de saciar la avidez negada en todo hombre de experimentar la vida, de abarcar todos los destinos del ser humano y del mundo…

 

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Estas opiniones representan las reflexiones de un sujeto individual. No surgieron de los debates compartidos entre los diferentes autores de este Libro del Cine ni tampoco les fueron distribuidas como prescripción programática básica. A pesar de ello, las obras cinematográficas de los autores de este libro, que residen en lugares muy heterogéneos de Europa, confirman los resultados de esta Introducción.

Cada cual sabía que es una locura imitar en el cine el teatro de alta calidad —el cine jamás podrá proporcionar una creación artística de altísima calidad. Lo más bello en el cine es lo milagroso. Por eso los autores no quisieron brindar mucho más que una invención mecanizada y emociones para el alma. Dieron un material a ser filmado con brío, alegría y tristeza, en un popurrí de ambientes, situaciones, destinos e imágenes sociales conmovedoras y grotescas. Siempre conscientes: esto no es una obra de arte elevado, no es un arte del alma, tampoco del teatro. Solamente escribimos obras para el cine, no para el teatro. Y mezclamos todo lo que es posible en el cine, lo serio y lo ridículo, lo bello y lo que causa espanto; y justamente a lo horrible se le agrega una ironía atenuante.

Mientras que hasta ahora los borradores escritos de las obras cinematográficas permanecieron desconocidos, cada uno de los autores de este libro trató de encontrarle una forma literaria que de alguna manera fuera adecuada para el cine. Como esta forma no podía ser la novela ni el drama —pues el drama es teatro escrito, la novela un relato escrito, podría ser placentero y entretenido contemplar cómo los escritores buscan una forma que pudiera ser la idónea para un registro cinematográfico.

Hemos aspirado a obtener formas mínimas y apretadas para la obra cinematográfica; nos hemos esforzado por ver cinematográficamente, por inventar cada situación tal que fuera fílmicamente realizable. Pero sabemos que estas obras son ciegas —como dijera Kant— intuiciones sin conceptos

Recién el director de cine puede despertar lo registrado en este libro a una vida divertida y conmovedora.

Y también el lector puede disolver en su fantasía estos cubitos de consomé en ricas sopas y transformar estos conglomerados de sucesos en coloridos sueños excitantes. Puede ser su propio director y acelerar o refrenar el tempo de la obra según su temperamento. Justamente por contener en forma apretada tanto material factual, surge de la maraña de oraciones reales de este libro un mundo irreal, romántico, grotesco y aventurero. Y quizá se refleje en este mundo irreal (si bien vuelto realidad en el cine) más de lo que sospechamos que ocurre en nuestro mundo real.

Por eso, en realidad, da lo mismo si estas obras han de centellear alguna vez en la pantalla o si han de permanecer en su estado original de creación: como cine del alma.

 

Notas

[1] N. del T.: Pinthus contrapone a partir de un juego de palabras en alemán estos dos tipos de personas: Vordenkliche (visionarios, guías de pensamiento, pre-juiciosos) y Nachdenkliche (personas reflexivas) a partir de las preposiciones temporales y prefijos antagónicos vor (que indica anterioridad) y nach (posterioridad); pero el término «Vordenkliche» es creación de él.

[2] N. del T.: hoy Podmokle Wielkie, Polonia. Se nombra esta ciudad como lugar mínimo, poco conocido.

[3] N. del T.: el sustantivo Bewegung en alemán puede significar «movimiento» pero también «emoción».

 

 

Traducción: Enrique Bein


Texto original publicado con el título «Das Kinobuch. Ernste Einleitung für Vor und Nachdenkliche». Ed. Kurt Pinthus. Das Kinobuch. Leipzig: Kurt Wolff Verlag, 1914.

Referencia electrónica

Pinthus, Kurt. «La obra cinematográfica. Introducción para “visionarios” y “reflexivos”». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 4 (2021): 130-38. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/la-obra-cinematografica-introduccion-para-visionarios-y-reflexivos-241
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5290831

 

 

Publicación Hyperborea
Número 04