La prueba por medio de la mujer (Sobre L’Œuvre de Zola)

La prueba por medio de la mujer (Sobre L’Œuvre de Zola)

Jean-Luc Steinmetz
Profesor emérito de la Université de Nantes


 

Las orillas hablan — en voz alta. Escuchen a la Liffey Plurabelle de Joyce. Y ahora inclínense. Acérquense a ver lo que (se) pasa en el Sena (la escena) hacia el cual Zola dirige de forma obsesiva el pintor de su historia río, la de los Rougon-Macquart. Eso circula y se desliza; fluye hasta el fondo, luego es engullido por las aguas. ¿Sobre qué se funda L’Œuvre? Sobre ese fondo que existe bajo el agua que corre (de las palabras). A través. Freud, oficiando siempre de «pasador», lo llama Aqueronte, en el umbral de La interpretación de los sueños:

               Flectere si nequeo Superos,

                  Acheronta movebo.

«Si no puedo doblegar a los dioses que están en lo alto, moveré (agitaré) el Acheronte (las fundaciones fundamentales)».

En L’Œuvre (a la vez título de un libro, designación de un cuadro y, además, alusión-vector a un conjunto literario concebido por un hombre y cerrado por su muerte), Zola se divide y asume un nombre: Claude, pintor fracasado, y un apellido: Sandoz, escritor exitoso. No es el mismo y a la vez es el mismo. Hay allí un personaje bi-faz que habla a Zola y al que se podría denominar híbrido onomástico: Claude Sandoz (aun cuando se sabe qué sucede con Cézanne en esa partición). El nombre se borrará al final del libro. Sandoz tiene literalmente la última palabra. 

En la canalización que toma prestada la escritura de los primeros textos, el nombre Claude se escuchaba precozmente, bastaba por sí mismo. La Confession de Claude, su segunda obra. En ella finge presentar las cartas de un amigo de la infancia. Ficción ligada al «trío de Aix», al que más tarde recordará. La Confession de Claude está dedicada a Baille y a Cézanne. El Claude de La Confession no es un pintor, sino un escritor. Hacia la misma época, sin embargo, Claude se convierte en el pseudónimo elegido por Zola para firmar en L’Événement una serie de artículos sobre arte. Desde entonces, el nombre también se anexa la pintura.

Retener de La Confession este final de la Advertencia:

«Claude vivió en alta voz»

Las vidas hablan de sí mismas. ¿Cómo decirlo mejor? Gritan o murmuran. Aúllan o tienen un sonido sordo. Vivió en voz alta el lenguaje del Otro. En gran medida, fue vivido por. En su alienación progresiva. Llamado por. No la vocación clerical, sino la voz terrible, consumación del adentro-afuera. ¡Internado! ¡Excluido!

Desde 1869 reaparece, Claude, en el proyecto global que presenta a Lacroix. Ocupará la novena novela del «totum» que «tendrá por marco el mundo artístico y por héroe a Claude Dulac, otro hijo de familia obrera. Efecto singular de la herencia transmitiendo el genio a un hijo de padres iletrados. Influencia nerviosa de la madre.»

Luego volverá a aparecer en Le Ventre de Paris, antes incluso de que se nos relate fugazmente su infancia en L’Assommoir. Claude es entonces un héroe que recibe una infancia con posterioridad.

Cuando por primera vez ronda por el conjunto de los Rougon-Macquart, tiene edad adulta; reencuentra al condenado a trabajos forzados Florent y le hace visitar los nuevos almacenes de Les Halles.  Todavía está puesto, de un cierto modo, en un vientre maternal, el de la gran ciudad, el París femenino de almacenes sobrecargados. A Gervaise, la verdadera genitora, «una valiente mujer lavandera», se opone este vientre de París de una fecundidad casi antropófaga (Iucha de los Gordos y los Flacos de Breughel).

Modelado por las figuras parentales que el discurso zoliano, encajado sobre la estructura familiar, delinea con firmeza (L’Assommoir expondrá la afección maternal de Gervaise y las diversas imágenes del padre que organizan la infancia de Claude: Lantier el «corazón alegre» y el viejo señor de Plassants al cual es confiado cuanto tiene nueve años), el pintor, llegado a la adultez, los trasladará sobre otros personajes, afirmando así una transferencia en la cual la instancia maternal amenazante (al contrario que la generosidad «sin tacha» de su madre) irá tomando una acrecentada importancia.

 

 

L’Œuvre, mientras crea seres de ficción, libra aquí con una excepcional transparencia ciertas partes de la existencia de Zola. Con el trío Dubuche, Claude, Sandoz, es el mundo del colegio el que es reconstruido en el segundo capítulo, donde la infancia meridional del escritor informa el relato. Hicieron falta trece volúmenes para llegar aquí.  Porque L’Œuvre piensa la obra. Señal, a la vez, del fin imaginable. El texto comienza a volver sobre sí mismo, hace su biografía. Más tarde (Le Docteur Pascal), se contemplará, deduciendo una teoría de su trazado irrefutable y fatalizado.

Hay más de una novela aquí. Está el análisis al cual se libra el autor para que el inconsciente se expatríe en signos reconocibles. (Hay ciertamente también — y la vergüenza no está lejos — un asesinato de alma: el de Cézanne, repugnante sacrificio que pasamos ahora en silencio. Planteemos la pregunta sin embargo, sin responderla: ¿a qué genio Zola quiso matar? En el cementerio de Saint-Ouen donde se inhuma un pintor se entierra una cierta mirada con la cual el naturalismo, evidentemente, no tiene nada que ver).

Sandoz, comprendámoslo ante todo «auditivamente», es un Zola a penas desplazado. Trabajo sobre el nombre que Freud fue el primero en relevar en su Traumdeutung:

En la novela L’Œuvre, sobre la vida de un artista, que tiene que haberse insinuado a mis pensamientos oníricos por su tema, es notorio que el autor [Zola] se pintó episódicamente a sí mismo y a su dicha familiar presentándose bajo el nombre de Sandoz. Es verosímil que recorriera el siguiente camino para tal cambio de nombre: Zola, invirtiéndolo (como suelen hacerlo los niños), da Aloz. Pero esto lo descubría demasiado; por eso sustituyó la sílaba Al, que inicia el nombre de Alexander, por la tercera sílaba de este, sand, y así obtuvo Sandoz.[1]

 

Muchos señalamientos se imponen. Si la palabra Sand, tercera sílaba (aproximativa) de Alexandre, manifiesta quizá la voluntad de conquista del escritor, hace también referencia en Sandoz a George Sand, admiración literaria del joven Zola — y más todavía nombre de aquella que será su esposa, Alexandrine. Sandoz, este nombre «compuesto», sutura a partir de ahora una cierta imagen de pareja — y de la posición social reconocida.

La novela, aunque sobre todo pone en escena a Claude, inscribe de entrada la «Z» de Zola en los zigzags de los relámpagos que iluminan la primera escena, en la cual París, de noche, se distingue en relieves cegadores. Z: querida letra en efecto, si se piensa que la «Z» de Cézanne está aquí también implicada. De Claude se olvida rápido el patronímico «Lantier». Solo su nombre, de una orilla a otra del relato lo interpela. Ahora bien, el nombre de Lantier funciona sin embargo en su genealogía. Ese nombre perdido se intercala en todos sus actos y palabras — como si fuera una fatalidad orgánica.

Si se opone Claude Lantier a Sandoz, se verá curiosamente la totalidad del primero (el entero) depurarse a partir del segundo (Sandoz). Queda volver a equilibrar esta distribución. Pues, si Claude es un Lantier, también está cerrado, precisamente, por el entero, es decir forcluido, excluido. El nombre, otra vez, indudablemente sin que Zola lo sepa, concentra en el Witz la especificidad de un personaje. Excluido de una totalidad, Claude intentará desesperadamente unirse a ella. Jefe de la pandilla que se disemina, se ahorca delante de la imagen de un todo que no puede imprimir sobre la tela final, siempre perforada de una falta-de-ser que consterna. Sandoz (¿se debe remarcar en ese nombre el sans privativo más que la sang [sangre] humoral?), dado que no ha sido afectado por el desequilibrio del genio, cuenta con llegar al totum (lo logrará) allí donde Claude, imaginando el entero, llevándolo en su cabeza, se aleja radicalmente de él por exceso de deseo.

Si la infancia de Claude se dice en segundo lugar (en L’Assommoir), es porque, haga lo que haga, el pintor desequilibrado no llega a la madurez. Zola insiste sobre este hecho en sus Notas sobre los personajes cuando retoma un pasaje del Ventre de Paris en el cual el pintor confiesa:

No necesito yo de ninguna mujer, eso me importunaría demasiado. No solo ignoro para qué sirve una mujer, siempre tuve miedo de hacer la prueba.

Imagen del artista-niño, constantemente repetida en L’Œuvre. Si los padres (el real o el delegado) están muertos, Claude encuentra uno nuevo en la persona de Sandoz que no rechaza ese rol, dando testimonio así de su dulce voluntad de potencia:

Aunque tuviera su misma edad, una paternidad se desarrollaba, una feliz bonhomía, cuando los veía en su casa, alrededor de él…

Quedan las madres, el París matricial siempre presente, y Christine de la cual sabemos que el primer encuentro sexual con Claude la hará mujer y madre. Claude, con todo, está puesto en el mismo plan que Jacques, su hijo, que produce la más cegadora demostración de los equívocos del genio. Christine es su madre común (ella, que por lo demás, solo quiere ser la madre de su amante):

Ella reservaba sus ternuras inquietas para ese, su otro gran niño artista.[2] 
 
Christine se sintió afectada hasta sus entrañas, en su maternidad por ese, su gran niño artista.[3] 
 
Christine […] en la esperanza de ver que se divirtiera su gran niño enfermo tan artista…[4]  

En fin, la corta reflexión de Sandoz:

¡Ah! Mi viejo Claude, gran corazón de niño, estarás bien con ellos…[5]

 

Ellos, los pequeños muertos del cementerio de Saint-Ouen, formando —según la cautivadora expresión zoliana — «la ciudad infantil de los muertos». Claude realmente nunca salió de la infancia. Nunca afrontó verdaderamente la censura de la realidad. Quedándose en el imaginario. Encontrando los substitutos parentales, Sandoz el padre, Christine maternal, identifica rápidamente la carnada que le ofrecen. Un cierto tiempo, marcha a la par de la ley, de la razón, que tiene por nombre Sandoz. Entonces lo escuchan en el grupo. Pero, cada vez más, se verá sumergido en la urgencia deseante directamente ligada al aspecto pulsional de los colores. Cada vez más, el niño, rechazando los polos familiares que le permitían asumir en la neurosis de la civilización su pulsión creadora, quiere reunirse verdaderamente con otra madre, delante de la cual terminará por ahorcarse.

¿Por qué Claude continúa siendo este niño que, finalmente, no llega a asumir su genitalidad (dado que las relaciones con Christine, si conocen una fase de equilibrio, son rápidamente rechazadas de modo que solo el arte se beneficia de la energía libidinal)? Allí todavía, Zola subraya muy precisamente en la ficción una de las causas — quizá la causa — de ese desequilibrio:

[Claude guardaba] solamente en el corazón la llaga secreta de la pérdida de su madre.[6]

Su secreto: esa pérdida, pero también esa muerte. La madre de Zola acaba de morir, en 1880. La obsesión por la muerte, que extiende considerablemente la redacción de La Joie de vivre, nace de allí. Nuestra-Madre la Muerte.

El segundo capítulo de L’Œuvre produce de nuevo como signo irrefutable la palabra «herida». Insatisfecha con la mujer que aparece en su gran cuadro Al aire libre [Plein air], Claude rabiosamente la hace desaparecer bajo la mezcla de sus pinturas:

De esa mujer desnuda, sin pecho y sin cabeza, solo quedó un fragmento mutilado, una vaga mancha de cadáver. […] Claude huyó de su obra, con el sufrimiento abominable de dejarla así, llagada con una herida abierta.[7]

La cicatriz señala explícitamente el equivalente de la fisura interna que se lee en el lugar de la madre (de su interdicción). Y la rasgadura del cuadro repite ese resquebrajamiento. Cierto, la fisura zoliana conocía bien otras extensiones. En el continuo normativo, descubre ella el desfasaje del germen loco, la persistencia anankeana de una palabra errónea, de un deseo mal escuchado. Puede indicarse de formas variadas. Hiere a Claude la primera vez durante una comida organizada por Sandoz:

Claude sintió claramente que algo se rompía… La fisura estaba ahí, la hendidura apenas visible que había resquebrajado las viejas amistades juramentadas.

En esa ocasión, no se refiere a su propia ausencia, pero adivina solamente que un hiato disolvente puede abrirse. Las amistades se alejan, así como se distiende el real amor. Como los Cinco, por ejemplo, que rechazarán La Terre. Si las amistades están recorridas por la fisura, ésta va igualmente a fracturar las telas que pinta Claude, animado de un verdadero furor creador:

Había fragmentos soberbios… ¿Entonces por qué los bruscos agujeros, por qué las partes sin dignidad… matando el cuadro enseguida con un defecto imborrable?

Zola, en su propio trabajo, como en el de los otros, denuncia la laguna, lo vago. No puede sufrirlos (o los sufre demasiado). Continuamente, afirma — verdadero emblema ideológico — lo pleno, lo terminado contra lo incompleto, contra lo indistinto, contra lo impreciso, contra lo inacabado. Sin señalar que su plenum, su entero, revela a través de la fisura, aquí también, el real que se filtra a través de todo simbólico.

Lo que supone Claude — Zola, entonces, por su parte, parcialmente — es que una fuerza destructiva, venida de lejos, atraviesa el individuo alienándolo. El cuadro y sus anomalías traducen el mal íntimo:

¿Eran entonces sus ojos, eran entonces sus manos que dejaban de pertenecerle gracias al progreso de lesiones antiguas, que ya lo habían inquietado?

 

Una fisura puede dejar inermes los lugares del cuerpo por los cuales sube la pintura: el ojo y la mano. Zola volverá sobre esa sorprendente lesión del ojo que revelará en la propia visión una di-visión.

Una ruptura análoga enturbia las relaciones entre Claude y Christine. La comunicación discursiva y sexual es puesta en cuestión a causa de una «cierta cosa» obstacular

Nunca volverían a fundirse. Había allí algo de irreparable, una fractura, un vacío que se había producido.

El mismo término de «fractura» vuelve para significar la distorsión que tortura a Claude, desviando trágicamente el arabesco de su vida. Sandoz adivina en su amigo «una fractura irreparable, una herida por la cual la vida se drenaba, invisible». Fractura que califica todavía la dispersión de la pandilla que el escritor, una última vez, intenta volver a juntar; «¡Ah!, la pandilla lamentable, la última fractura, qué balance para llorar…»

Del socius, la falla errante vuelve a la intimidad de las relaciones sexuales:

[…] su lecho desde hacía tiempo se enfriaba… se tumbaban… después de una lenta ruptura de los vínculos de su carne.

Del pequeño grupo a la pareja, de la pareja al individuo, una fisura trabaja como aquella que agrietaba a la casa Usher. El muro de la representación se agujerea con esa sangría abisal. Así debe leerse en su falta constitucional la estructura del genio:

Sin duda, sufría en su carne, asolado por esa lesión demasiado fuerte del genio…

Con un presentimiento sorprendente que nos muestra que la ficción puede adelantarse al estado de las ciencias (por ejemplo, las psicológicas) de una época porque precisamente ella no duda en desglosar el sistema, Zola hace que prestemos atención a esa división el sujeto de la cual nos hablará Freud, luego Lacan, y que es el «quiasma» (chasma: la apertura) operacional por donde el deseo en confrontación con el objeto se muestra.

Gilles Deleuze ha puesto en valor la grieta de la La Bête humaine. Esta Spaltung (no normativa, sino esquizoide) escande más intensamente L’Œuvre. Zola por lo demás, mostrándola en La Bête humaine, se referencia como de forma necesaria en el ejemplo de Claude. Cuando Jacques Lantier (cirujano nacido entre Claude y Étienne para que se engrose con un poseído genético la posteridad de Gervaise) repiensa su pasado, evoca a sus hermanos:

Quizá tenían ellos cada uno su mal, que no confesaban, el mayor sobre todo lo devoraba la pasión de ser pintor, tan rabiosamente que se decía que estaba medio loco a causa de su genio. La familia no daba ninguna seguridad, muchos tenían una grieta. El, a ciertas horas, la sentía bien, esa grieta hereditaria […] eran, en su ser, sutiles pérdidas del equilibrio, como fracturas, agujeros, por los cuales el yo le escapaba.

El corpus zoliano, cerrado con precisión, reposa sin embargo sobre una máquina compleja en la cual los vacíos, las separaciones son shifters energéticos. Al continuo supuesto de la vida transmitiendo sus semillas se agrega — igualmente transmisible — la disyunción. El continuo transmite la disyunción. La continuidad hila la grieta — y es la grieta misma la que señala que hay continuum. La informática de los genes supone también una letra equivocada, la errata, la falta de ortografía. El trabajo de una différance — la de la letra pervertida — se posiciona en el grafo genético. No es más el signo cargado de sentido que pasa de un individuo a otro, de una consciencia a otra, sino la a-simbolia (siempre reterritorializada por lo demás por una interpretación posible: alcohol, eretismo, etc.) que tacha la lógica, le da de qué hablar al logos, le otorga motilidad al inconsciente.

 

 

Zola formula una concepción del genio (en acto) que se encuentra con o adelanta a la teoría freudiana. Hay en Freud una concepción clásica de la obra de arte-representación y del artista soberano. Freud es, no lo olvidemos, gran lector de los naturalistas que cita un poco por todos lados en sus textos (Daudet, Maupassant, Mirbeau). La concordancia en este punto de Zola y de Freud no tiene nada de sorprendente. Por lo demás, Freud avanza una concepción de lectura del texto o del cuadro según lo Unheimliche, igualmente presente en Zola.

¿Qué pasa en L’Œuvre? Vemos una representación del propio Zola en el personaje de Sandoz, reutilización intensa de elementos autobiográficos. Pero podemos discernir por lo demás un personaje que deja entrever a Zola liberado de su censura. Según la fórmula de L’Ébauche, Sandoz es «un eco práctico y resignado de Claude».[8] Lo que quiere decir que el Zola del deseo se percibe en Claude. Ahora bien, ¿cuál es este deseo? Reproducir, reencontrar la escena primitiva, escenificarla, aunque sea al precio de una fetichización — manifiesta en el cuadro inacabado de L’Œuvre, que deja de todos modos que se filtre el llamado al vacío de la castración.

Dos concepciones analíticas del artista: aquella, clásica, de Freud: «El artista es un introvertido que roza la neurosis». Aquella otra, en la línea de una nueva lectura de Freud, enunciada por J. Kristeva: «El artista debe conocer la psicosis» (pero para atravesarla).[9]

Todo hace creer que Sandoz — como Zola — tiene una experiencia larvada de la alienación psíquica — neurosis — que imponen la vida social, los duelos, las inhibiciones; pero que triunfa sobre ella admitiendo el principio primero de la comunicación. Mientras que Claude, otra polaridad de Zola, fascinado por una cierta imagen maternal (no es, entendámoslo bien, necesariamente la madre real, sino la chora del trans-signo) [10]que parece aprisionar la deriva de su discurso, viene poco a poco a abandonar la Ley-del-Padre, la de la comunicación, para entrar en el juego de una obsesión que se desmarca infinitamente de ella misma. Sandoz tapa el agujero, colma la laguna por el tapón del discurso científico, discurso neutro del sujeto supuesto saber (y es entonces también Zola retomando las tesis del Doctor Lucas). Claude, alejando la fisura que lo penetra, quiere, por un inmenso esfuerzo que señala un retorno (un recurso) último a la Ley, figurar lo infigurable. Es entonces que él mismo se desfigura en esa operación (que es en el fondo la descripción de la muerte) y construye un ídolo, madre fálica desesperadamente puesta sobre el vacío que lo atrae y le repugna a la vez.

Insisto en pensar que en L’Œuvre (y eso a pesar de la neurosis obsesional de Claude que, por lo demás, termina por transformarse en una verdadera psicosis), Zola produce, en su propia ficción, algo que adelanta a Freud cuando habla del productor artístico, cierta cosa que permite reconocer (pero siempre según una incontrolable distancia) a aquellos que, en su transformación de la materia significante, superando la neurosis, siempre vuelta a vencer y siempre victoriosa, asumieron la locura del signo, atravesaron los estructuras del discurso para designar el «en más» de éste, lo ferozmente excesivo, el teatro de la crueldad.

El discurso naturalista, archivístico, documental, desglose del fichero, implica por lo demás su ruptura. Si nosotros lo estudiamos hoy, es menos para abrazar su continuidad reproductiva que para determinar sus lugares de falta, las separaciones de su verbosa plenitud donde actúa lo no dicho que se aplica a callar bajo la efusión de las palabras. Rebasando a lo real, se agujerea de vacíos donde el inconsciente formula un potente horror. La normalidad de sus palabras, sin neutralizar nunca el excentramiento del cual saca sus límites, se combina perversamente con las anamorfosis de la locura (Zola, Daudet, Maupassant, Mirbeau). La «Naturaleza», que este arte quiere volver a decir, termina por fascinar la mirada descubriendo su sexo de Medusa. Tal riesgo, reconocido, se aparta por lo menos mediante el estilo que le permite al sujeto recuperar su primera persona. Todavía se percibe en los instantes del más fuerte de los discursos (cuestión de escucha) ese encuentro con la muerte sobre el cual resbala la palabra ignorante de su más querida inquietud. Si el discurso naturalista se redime en la modelización de los términos de sus palabras, se consume en su puesta en falta, activo agrietamiento siempre presente.

 

 

Referirse ahora al trabajo de Claude, tal como Zola lo formula — esa fantasmatización que proyecta. Gran cuadro del inicio: Al aire libre, que obtiene un escandaloso triunfo. Y L’Œuvre, por el contrario inacabada, llamando a la muerte.

Al aire libre retoma el mismo tema del Baño de Manet (El almuerzo sobre la hierba [Le Déjeuner sur l’herbe]). Sobre un fondo de hierba, dos pequeñas luchadoras. En primer plano, un hombre en chaqueta. Central, una figura de mujer acostada.

L’Œuvre, de concepción más extraña, presenta los «muelles, el Sena, de donde subía la punta triunfal de la Ciudad […] A la izquierda estaba un grupo excelente, los estibadores […], en el medio, sobre el Sena, la barca de las mujeres».[11] Zola mismo inventa entonces su propia locura figural que hace juzgar severamente por Sandoz quien releva inmediatamente lo Unheimliche que grita, por una vez, desde la tela: ese grupo de mujeres desnudas sobre el río, en el medio de París, «una en traje de baño, remando; otra, sentada en el borde, las piernas en el agua, su blusa arrancada mostrando el hombro; la tercera, bien derecha, totalmente desnuda sobre la proa, de una desnudez tan resplandeciente que brillaba como un sol.»[12] Por esta trinidad femenina donde brilla una desnudez central se reflejan los dos cuadros, el primero y el último de la carrera del pintor. División de los sexos: los hombres, ociosos, pero vestidos (primera tela) o trabajando. Seres de la censura y del principio de realidad. Las mujeres, por su parte, en un espacio otro, el de la libertad y el goce. Que aparezcan en número de tres debe llamar nuestra atención. En este punto, comienza, desde Al aire libre, más irreversible, la realización final. Cierto, estas tres mujeres tienen posturas diversas. Pero, entre ellas, una ocupa el privilegio del centro. Se sabe que esa figura será ocupada en uno y otro caso por Christine. Si, la primera vez, se trata para Claude de arrebatar la juventud de ese cuerpo amado para depositarlo completamente viviente sobre la tela, desde la constitución de L’Œuvre, el envejecimiento de la joven mujer incomoda al pintor demasiado ocupado en manifestar el colmo de la belleza. Tres mujeres. Como en la historia de los tres cofres, como en la pieza del Rey Lear. Así se numeran las Nornas y las Parcas. Freud nos asegura que se entrevén aquí «la madre misma, la amada, que él [el hombre] elige a imagen y semejanza de aquélla, y por último la Madre Tierra, que vuelve a recogerlo en su seno».[13] Solo (aparentemente), se implica la amante en la figuración pictórica intentada por Claude. Nosotros sabemos bien, por lo demás, que Christine debe siempre luchar contra la otra mujer del cuadro. Desde la tela de su juventud, Claude ha representado su muerte (el retrato del niño muerto tendrá valor de mediatización entre la primera gran tela y L’Œuvre). Esta muerte en fantasma, ha querido él dotarla del más grande poder imaginal, asumir su perfección. La imperfección del desnudo que pinta lo conducirá a suprimirla, a hacer morir su muerte — indigna de él:

Con toda la mano, había tomado una espátula de paleta muy larga; y de un solo golpe, lentamente, profundamente, restregó la cabeza y la garganta de la mujer. Fue un verdadero asesinato, un aplastamiento…[14]

Misma tentativa de destrucción más tarde, sobre el gran desnudo de L’Œuvre:

De un golpe de puño terrible, reventó la tela. El puñetazo había golpeado en pleno en la garganta de la otra, un agujero enorme se abría allí. En fin, estaba entonces muerta… [15]

A través de años de distancia, misma mutilación de la garganta de la mujer, de su poder de maternidad. Lo que no le impide a Claude fascinarse con el vientre — a menudo solar — que precisamente, quizá por autocensura, no desgarra. Su deseo loco parece hacerle suponer que existiría un envés de la tela, que tiene ella alguna profundidad. De allí esta mutilación cuasi sacrificial (habrá una oreja de Van Gogh; existieron los ojos de Edipo, cegado para ver mejor). Rebasando la propia herida que lo divide, la pone sobre la tela a la vez como negación de toda figuración y como expresión obligada de su lesión. Una cierta falta-de-ser de la mujer ocurre aquí. Es por haber mirado hasta el fondo, hasta todo lo que ella implicaba como modelo, Christine, que ha llegado a advertir el paradigma perdido. Porque si Christine ya maternal — y siéndolo solamente para él — renvía sin duda a la Gervaise en su juventud (el croquis de Louvre representa sobre todo lavanderas), es todavía otra Gervaise la que figura en la cabeza de Claude: la primera madre del incesto.

¿Claude es un verdadero artista, o su locura viene al encuentro de la simple posibilidad de representación? Real invasor, más allá de toda norma simbólica. Cada vez más, falta la sublimación. Aparta la represión. Su máquina pictórica no lo salva, así como tampoco la Lison logra canalizar con sus flujos térmicos el mal de Jacques, su hermano. La totalidad de L’Œuvre, sueña con eso. Tomando todas las medidas para hacer llegar su totalidad al mundo. Pero su totalidad está barrada por la raya de la castración. Véase a Claude en el trabajo. Del color, siempre pone demasiado o demasiado poco. No logra más que raramente a colocar entre él y el mundo la ligera red del fantasma estético. Lagunas, fracturas, grietas agujerean la superficie lisa de su corpus, entreabriendo entonces los orificios de la pérdida. Y se trata aquí de una pérdida irremediable. No de un niño que cae de un cuerpo y que se recupera como hijo o hija. Sino de un instante de placer que ya pasó y no podrá nunca volver a encontrarse. Claude niño del amor — y el amor está perdido.

El 17 de octubre de 1880, Zola, también él, sabe que ha perdido uno de los actores de este amor. La madre ha muerto. No habrá ya ningún testigo (en el encubrimiento de lo no dicho) de la escena primitiva. Entonces se insinúa, incluso antes de su presencia, el encuentro con Jeanne.

Al avanzar sobre el agua de la escena, Claude ha llegado a comprender un poco mejor la voz del agua. Y la escena que se lee en su reflejo, — donde todo puede leerse — y sobre todo a sí mismo. Llamado a comparecer, mira la isla que lo interpela y sobre el agua, frágil, la nave de Lutecia cargada de tres diosas. Avanzar, en el mismo lugar ahora, localizado en la obsesión, hasta el final. Hundirse en la pintura. Pero es una superficie. Y de ese superficial el querrá alcanzar lo profundo que es la negación misma de la retícula de la tela. Lo profundo de la tela, no puede ser más que su desventramiento (y se ve que no hay nada detrás) o la acumulación estratificada de los colores para hacer un volumen, para sexuar el cuadro de una tumescencia pigmentaria no aceptando más que el vacío maternal, la cobertura de un suplemento imaginario. Psicosis esquizofrénica o perversión fetichista. En los dos casos, la Ley transgredida promete la supresión del signo o su sobredeterminación.

«Miedo y deseo de sus horas de trabajo», la figura central. Difícil de caracterizarla. Y con razón. Entra en un doble sistema representación. Zola nos ofrece la reseña de una tela pretendidamente en proceso de hacerse — de hecho, inexistente. La imagina — de hecho Sandoz así la percibe [16] — como una superposición de realismo y de lo extraño. Realista, el paisaje de la Île de la Cité, con los estibadores. Inverosímiles, las tres mujeres, de las cuales la del medio como un ídolo provoca la tela, introduciendo en el corazón de la escena su propia demarcación acentuada por Claude que le presta el bermellón de la tumescencia sexual.

Si el gesto de ahorcarse indica sin duda su desesperación por no poder acabar la tela, es, a la vez, la última forma de remediar su impotencia. Colgado ante la representación tomada por real, Claude le da ahora el líquido de su cuerpo, a falta de cualquier color.[17] Lo consigue en ese último instante confesando así de qué acto la pintura marca el desvío. A propósito, este lapsus de la pluma en las páginas del manuscrito de L’Ébauche: «Este cuadro puede ser el puente Saint-Nicolas, hombres descargando un cuadro…» (destacado mío).[18] Descarga del cuerpo. Decididamente, ya no estamos llevados por un barco. La imagen entra al mundo.

¿A qué figura femenina entonces Claude le reserva toda su energía libidinal? ¿Venus de la Isla, estatua de Piedra? Zola alude a ellas. Al reutilizar la baratija ideológica del mito, vuelven a aparecer Pigmalión y Galatea. Un poco más fuerte, calentada a blanco, la máscara de Medusa. Claude se convierte en el pintor medusino — fascinado por el vientre-rostro, a la vez sol fálico y rosa mística. Inadmisible apariencia del sexo maternal — al cual se le agrega el engaño del falo femenino. Idolatría:

Sus nalgas, su vientre parecido a un astro, espléndido y fuera de la vida. […] Tan extraña desnudez de ostensorio o de pedrerías parecía resplandecer…[19]

Claude cumplió sobre la propia Medusa la metamorfosis petrificante que ella misma sugiere. No más mujer de carne, sino «mármoles, metales, gemas» y su sexo enarbola una rosa mística. En el mismo fetiche, un fetiche más pequeño. Eso podría tener. Si Claude busca Le Ventre de Paris en los mercados de les Halles, puestos de venta de órganos del cuerpo troceado, descubre ese vientre alegórico más tarde, en lo que se ha convenido en llamar el «corazón de París». El corazón de París, su vientre, su sexo brillante de oro, de una Gota de Oro.[20] Lugar meduseano. Lugar de adoración. Donde se hace algo peor que pintar. En el exceso del sacrificio, el Claude crístico abandona a la falsa esposa Christine de modo tal de entrar al tabernáculo de los muslos inhumanos. 

Todo esto combina un conjunto organizador de la carencia. Donde la significación bloqueada por la mujer central idólica se descarga en el flujo seminal y vital del pintor. Tomado por el fascinum, pero a causa de haber visto en la vista ciega de la angustia el lugar ciego. Error loco de Claude. Eso no se representa. El no tiene es infigurable, pero decide al mismo tiempo toda pintura, toda literatura. No se dice y tampoco se pinta. Evidentemente la castración sobre la cual se posa, en placa, el fetiche de la obra (naturalista, por ejemplo), a menos que no se entrevea en el batir del abanico, el fading himénico del texto mallarmeano. Develarlo, es develar los obscoena, lo que trae la palabra de Bataille: «Dios es una puta». Retirar el velo de la Villa de los Misterios donde, bajo la criba mística (la rosa mística para nosotros), el falo inmirable asigna su ausencia.

Yo digo que todo aquél que no haya advertido ese vacío infigurable del cual emana la angustia (y el exceso) no puede comprender la necesidad del arte. Sin la menor duda, — en su montaje fantasmático — Zola lo designa (cerrándolo con un de-más, el suplemento vidente del escondite) — iniciando entonces las novelas del deseo de escritura y, de hecho, un cierto fin de la novela representativa: las dos grandes masas ficcionales demasiado a menudo consideradas ilegibles. Ciudades. Evangelios.

Escribir, pintar: en ambas empresas se arriesga el cuerpo del sujeto hasta que se vuelve extraño.[21]

 

Notas

[1] Freud, Sigmund. »La interpretación de los sueños». Obras completas. Vol. 4 (1900). La interpretación de los sueños (primera parte). Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheberry. Amorrortu, 1991, 306-7.

[2] L’Œuvre, p. 224. Reenviamos a la edición Garnier-Flammarion (1974) presentada por Antoinette Ehrard.

[3] Ibid., p. 305.

[4] Ibid., p. 368.

[5] Ibid., p. 418.

[6] Ibid., p. 418.

[7] Ibid., p. 99.

[8] L´Ébauche, Ms., a.f., no. 10316, p. 281.

[9] Véase Julia Kristeva. La Révolution du langage poétique, Ed. du Seuil, col. Tel Quel, 1974, passim.

[10] «La chora», es decir «el lugar móvil-receptáculo del proceso», «le representación que se puede dar del sujeto en proceso», J. Kristeva, Colloque Artaud, UGE, 1973, pp. 45-47.

[11] L’Œuvre, p. 316.

[12] Ibid.

[13] Freud, Sigmund. «El motivo de la elección del cofre». Obras completas. Vol. 12 (1911-13). Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente. Trabajos sobre técnica psicoanalítica y otras obras, Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey, con la colaboración Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheberry. Amorrortu, 1991, 317.

[14] L’Œuvre, p. 112.

[15] Ibid., p. 305.

[16] Sandoz utiliza el adjetivo «desconcertante».

[17] Por supuesto, Zola no lo dice, ni siquiera en las notas de L’Ébauche.

[18] L’Ébauche, op. cit., p. 282.

[19] L’Œuvre, p. 401.

[20] Se refiere a la Goutte d’Or, barrio popular situado en la colina de Montrmartre [N. del T.]

[21] Claude hace pensar en un pintor posterior — y éste es (más que Cézanne) Willem de Kooning (y sus Women). «Más que Cézanne», dijimos. Por lo demás es necesario recordar que el Cézanne del cual habla Zola es el pintor ultrarromántico de los inicios (ver «Una Olympia moderna» [Une moderne Olympie] y no aquél que recibió, luego, el consenso social.

 

Traducción: Mariano Sverdloff


La versión original en francés de este texto se publicó con el título «La preuve par la femme (sur L'OEuvre de Zola)» conformando el primer libro de ensayos del autor: Le Champ d'écoute. Essais critiques, publicado en Suiza por La Baconnière en el año 1985. 

Agradecemos al autor su autorización para hacer posible esta traducción y publicación.


Referencia electrónica

Steinmetz, Jean-Luc. «La prueba por medio de la mujer (Sobre L’Œuvre de Zola).» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 6, 2023, pp. 38-51. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/la-preuve-par-la-femme-sur-loeuvre-de-zola-304
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8400986

 

Imagen superior: Karl Jensen-Hjell, Junto a la ventana. Retrato del artiste Kalle Løchen, 1887 (detalle).

Publicación Hyperborea
Número 06