El paraíso habitable. Reflexiones sobre la belleza y el arte de los jardines

Atget_Martella

Sobre el paraíso habitable Reflexiones sobre la belleza y el arte de los jardines

Marco Martella


 

Partamos de una constatación: en el arte de los jardines contemporáneos, como en otros ámbitos artísticos, desde la pintura hasta la literatura, la idea de belleza parece un poco obsoleta, insustancial, incluso molesta.

Sin lugar a dudas, esa idea es menos central que otras cuestiones como, por ejemplo, las relacionadas con el medio ambiente y la preservación de la biodiversidad, o la función social del jardín. Así pues, en lugar de la sencilla palabra «jardín» —sencilla, pero cargada de historia y de fuertes valores estéticos—, desde hace algunas décadas se privilegian expresiones tales como «espacio verde» o, más recientemente, «espacio de naturaleza»: palabras neutras, técnicas, acaso más funcionales y tranquilizadoras. Si se menciona la belleza, cuando se habla de jardines contemporáneos, es para hacer de estos lugares decorados: los jardines, como suele decirse, permiten valorizar la «calidad de vida», mejoran el territorio, aumentan su «atractivo económico», etcétera. Dicho en otros términos: en el arte de los jardines, como en todo arte, la belleza, que para los griegos era el esplendor de lo verdadero, no es ahora más que un simple embellecimiento, su estatuto quedó reducido al de ornamento.

Así se advierte en el arte «oficial» del jardín, el de las creaciones contemporáneas firmadas por paisajistas de renombre, el arte que se aprende en las escuelas de arquitectura y de paisajismo que responde mayormente a las contrataciones públicas.

Muy diferente es la situación de los jardines privados, esos «jardines de jardineros» donde aún se cultiva la felicidad expansiva de la naturaleza libre de cálculos. Se trata de esos vergeles, huertos, jardines, a menudo humildes, con los que nos cruzamos en los suburbios o en nuestras campiñas y que todavía mantienen viva una tradición milenaria, la del jardín como lugar de bienestar donde el esplendor de la tierra se magnifica y se vuelve próximo, como el fruto de un acuerdo tácito entre el hombre y el mundo viviente que lo rodea.

Desde la Antigüedad, la aspiración a la belleza —a una belleza absoluta, a una perfección inalcanzable, aunque siempre soñada y perseguida—, habita en el corazón mismo del arte de los jardines, es su principal razón de ser. Gracias a los valores estéticos que puede encarnar, este arte se ha visto enriquecido con significaciones filosóficas, religiosas, políticas. Es en este sentido, sin lugar a dudas, que podemos hablar de un arte de los jardines.

Se desconocen los orígenes históricos precisos del jardín como lugar de cultivo, destinado a alimentar el cuerpo y el espíritu; esos orígenes han quedado perdidos, como suele decirse, en la noche de los tiempos. Sin embargo, podemos imaginarlos. El jardín podría haber surgido muy tempranamente, en el Neolítico, cuando los hombres advirtieron que el sitio cercado donde plantaban sus árboles frutales y hortalizas producía un efecto que, hoy en día, calificaríamos como «estético»: había allí una belleza, la vida poseía un sabor diferente, la luz no incidía de la misma manera en las cosas, en ese sitio vallado el mundo aparentaba ser más habitable. La forma en la que los vegetales estaban dispuestos, su floración durante la primavera o sus colores otoñales, las vistas que esos jardines abrían sobre el entorno, todo eso producía un sentimiento de bienestar, a la vez que se correspondía con un deseo profundo, tan profundo como el deseo de obtener alimento y cobijo.

Cosmos

Los primeros jardines de los que tenemos noticia son los pairi-daeza de los persas (palabra que los griegos tradujeron como paradeisos), cuya existencia se remonta al año 4000 a. C.

El jardín persa, amurallado, ordenado, con frecuencia dividido en cuatro partes organizadas en torno a un estanque central, era un sitio pleno de frescura en medio de un paisaje a menudo árido, un sitio de abundancia y paz. Era un sitio anhelado, dado que contenía lo más hermoso que la tierra podía ofrecer: plantas y animales atípicos que los príncipes persas traían consigo al regreso de sus campañas militares y viajes; tanto era el valor que se les otorgaba a esos seres, que debían ser protegidos mediante muros. Pairi-daeza significa, en efecto, (igual que «hortus» en latín o «gart» en alemán, de donde derivan los términos «jardin», «garden» y «giardino») «espacio cerrado», «lugar protegido por muros». Era un microcosmos, un reflejo ideal del vasto territorio circundante, representado ahora por las plantas exóticas que se plantaban o transplantaban al interior cercado. En consecuencia, no sorprende que se haya denominado paradeisos al jardín del Génesis, el cual, sin duda alguna, está inspirado en los jardines del Medio Oriente que los hebreos habían conocido durante su cautiverio babilónico: el jardín del Edén, el lugar de donde abrevaban los cuatro ríos que irrigaban la tierra, un lugar de felicidad perdido que, sin embargo, conservamos en la memoria.

Así pues, el jardín, desde sus orígenes, es un mundo aparte, un mundo en el mundo. Más aun: «un pequeño mundo, un mundo perfecto», según la escritora y jardinera Vita Sackville West. Dicho en otros términos, un cosmos.

 

Cosmos. Así era como los griegos designaban el orden adecuado, un espacio cerrado y ordenado, pero también el tocado de las mujeres. Orden y belleza estaban entonces estrechamente relacionados. A menudo se citan, en tal sentido, las siguientes palabras de Sócrates en el Gorgias de Platón (508 a): «Dicen los sabios, Calicles, que al cielo, a la tierra, a los dioses y a los hombres los gobiernan la convivencia, la amistad, el buen orden, la moderación y la justicia, y por esta razón, amigo, llaman a este conjunto “cosmos” (orden) y no desorden y desenfreno.»

 

Esta última podría ser una excelente definición de lo que es un jardín: un sitio cerrado, ordenado, donde el hombre vive o espera vivir en buenos términos con el cielo y la tierra (en nuestra época, se diría, más bien: en buenos términos con la «comunidad biótica», es decir de lo viviente), donde todos los elementos que la componen —los vegetales, el sol, la luz, los animales, así como el ser humano— cohabitan de manera provechosa. Esto es lo que convierte al jardín en el lugar deseado por excelencia. Y es la belleza, en tanto principio rector de la composición del jardín, la que permite al hombre-jardinero refundar en el interior de su recinto un cosmos ordenado. En el jardín, mucho más que en cualquier otro sitio, la belleza convierte al mundo caótico en habitable, le proporciona al hombre un lugar donde permanecer, al que siente como su hogar.

De allí que cuanto más desordenado, inhabitable, hostil sea el mundo que nos rodea, más necesario nos resulte el jardín.

Tonos

Sentado, cerca de un estanque en el parque de Versailles, me pregunto a qué se debe el malestar que siempre experimento en este parque espléndido. No proviene solamente del carácter fijo, estático, de las formas y de las perspectivas o del hecho de que este jardín, concebido para ser admirado antes que para ser habitado, cumple con el proyecto cartesiano, que considera a los hombres «como amos y dueños de la naturaleza» (Descartes 109). Aquí, el malestar proviene de la desmesura. Un mundo desmesurado, según Sócrates en el pasaje citado anteriormente, es exactamente lo contrario a un cosmos, ya que no puede funcionar adecuadamente. Este admirable dispositivo arquitectónico que es el parque de Versailles solo es perfecto en apariencia. Es un problema moderno, un problema de dimensiones; Versailles no puede funcionar porque es demasiado grande. Saint-Simon ya lo había señalado en el siglo XVII: este parque aspira a sobrepasar todos los límites, es culpable de hybris —el peor de los pecados que, según los griegos, el hombre puede cometer. «Los griegos», escribe el filósofo Iván Illich (244), «tenían el concepto de tonos, que se puede comprender como “justa medida”, “carácter de lo que es razonable” o “proporción”.»

El tonos no era una simple armonía formal sino una consonancia profunda con el medio. Según Illich, sobre esta percepción de las relaciones cósmicas se habría edificado todo el pensamiento occidental, así como nuestra praxis en el mundo durante milenios. El tonos debía regular las relaciones entre los hombres (es decir, la vida civil) y el vínculo entre ellos y la naturaleza, y también guiarlos en la realización de sus obras. Era un sinónimo de moderación, de sentido común, de una conciencia de los límites que los dioses les habían impuesto a los seres humanos. En suma, era la expresión de una comprensión intuitiva de las justas proporciones, de una juiciosa adaptación del individuo a su entorno inmediato. Este concepto o, más bien, esta praxis en el mundo, provenía precisamente de la música.

La música era central en la formación filosófica de los griegos. En su ensayo, Illich cita en relación con lo anterior, el fragmento de la República donde Sócrates nos recuerda hasta qué punto la educación musical era indispensable: «[A]quel que ha sido educado musicalmente como se debe es el que percibirá más agudamente las deficiencias y la falta de belleza, tanto en las obras de arte como en las naturales» (401 e). Gracias a la música se aprendía a reconocer ciertas correspondencias y dicha comprensión era indispensable, dado que todo en el mundo era relación y medida, todo resonaba con su entorno inmediato. La música era el maridaje esencial entre lo bello, lo bueno y lo verdadero, un sonido donde se reflejaba el cosmos. Y el arte de la justa proporción era, ante todo, un arte musical, un «arte del oído».

Era esta comprensión íntima de las relaciones armónicas y de las proporciones lo que protegía a los hombres del pecado más grave entre los griegos, la hybris, es decir la desmesura.

Hoy en día, la palabra «tonos» es intraducible dado que hace tiempo que hemos perdido esa inteligencia íntima del mundo que, según Illich, comienza a desaparecer desde fines del siglo XVII (precisamente, la época en que se construye Versailles). Confinado al símbolo positivista de un paradigma científico, a la creciente matematización de la ciencia, al sueño del universalismo, el hombre olvidó el sentido de la justa proporción. La evolución de las artes, de la medicina, del urbanismo modernos lo testimonia, tal como lo testimonia asimismo la evolución de la música. En cuanto a la arquitectura, Illich (243) afirma que, «el funcionalismo triunfa sobre la proporción» en el diseño, en el trazado de los planes, y más tarde, en la concepción misma de la obra a ser construida. Se trata de un verdadero cataclismo, que se ha producido lentamente, sin habernos dado cuenta, y cuyos efectos percibimos tanto en las artes como en nuestras praxis en el mundo.

El paisaje contemporáneo, cada vez menos habitable, cada vez más irreconocible y fragmentado, es la expresión manifiesta de dicha pérdida. Es el paisaje de la dominación de la técnica sobre la naturaleza, del funcionalismo puro, de la indiferencia hacia las posibilidades de belleza implícitas que cada pedazo de tierra tiene en sí. Hace tiempo se ha dejado de buscar la justa proporción, la adecuación, el tonos, esas cualidades o virtudes sobre las que nuestra cultura todo lo ignora.

¿Y los jardines? Si el arte del jardinero, desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, conoció el tonos e incluso llegó a ser una de las expresiones más logradas de lo que de maravilloso podía producir la justa proporción, debemos admitir que dicho arte se va perdiendo poco a poco. En relación a los jardines contemporáneos, tal como señalé al inicio, es posible encontrar los ecos de esta íntima comprensión de la justa proporción en los pequeños jardines llamados «de curé», en los vergeles y huertos que sobreviven con su estilo antiguo en nuestras campiñas o en ciertos jardines compartidos que florecen en el centro de las metrópolis. Estos modestos jardines, a veces rústicos, a menudo ingenuos, expresan una eufonía, una consonancia con el mundo, un tonos. En esos pequeños recintos, cosmos habitables, que resuenan en nosotros y que nos hacen resonar con la vida fuera de nosotros, podemos intentar recuperar el arte ya olvidado de la escucha.

Tiempo

Cada mañana, entre marzo y junio de 1925, el fotógrafo Eugène Atget, entonces de sesenta y seis años de edad, inspeccionaba los dominios de Sceaux, a unas decenas de kilómetros al suroeste de París, uno de los parques más grandes del siglo XVII francés. Sus últimos propietarios lo habían vendido al departamento del Sena que, por el momento, no sabía qué hacer con él. Cada tanto, los jardineros van a despejar los caminos y a cortar la hierba pero, por el momento, Sceaux es un jardín sin dueño y al borde de la desaparición. Por eso Atget está allí.

El fotógrafo es conocido por sus reportajes sobre los barrios populares de París. No se tiene a sí mismo por un artista, no hace más que «reportajes». Desea conservar en imágenes los barrios antiguos de la capital que pronto serán barridos por la vida moderna, para evitar que caigan en el olvido. Sin embargo, las sesenta y seis fotografías que toma en Sceaux no se asemejan a las que había estado haciendo hasta ese momento. Está viejo, libre al fin para probar algo diferente.

En estas imágenes fotográficas, algo un poco lúgubre flota en el aire del parque. Los caminos ya nada tienen de imponente, parecen senderos forestales entre altos árboles que ya nadie poda. Los estanques tienen sus fondos encenegados pero conservan sus líneas geométricas limpias. Las flores silvestres y los helechos lo invaden todo.

A través de las ramas o saliendo de entre la alta hierba, se ven surgir, como si estuviéramos en un bosque sagrado de la antigüedad, estatuas que representan dioses y animales mitológicos. El tiempo y las inclemencias del clima no las dejaron intactas. Sin embargo, estos seres fabulosos, en el objetivo de Atget, parecen despertar de un prolongado sueño. Están vivos.

Es cierto que, en Sceaux, el fotógrafo hace lo que hizo siempre: documentar, ser testigo de algo único, en este caso de una belleza que, por alguna misteriosa razón, decidió manifestarse en el momento justo cuando el lugar estaba a punto de desaparecer. Todo lo que él debe hacer es estar allí en el momento preciso, esperar, observar, pero también escuchar: el más mínimo movimiento en las copas de los árboles, el más mínimo crujido de las hojas muertas sobre los senderos desérticos. Todo aquello que permita entrever una presencia.

Al observar estas imágenes fotográficas, me pregunto si la belleza de esos grandes parques de estilo francés que parecen estar bajo un control absoluto, nacidos de la arrogancia de la razón y del gusto del poder, no se expresa en verdad, y de manera paradójica, solamente cuando esos parques quedan librados a ellos mismos. Su esplendor se manifiesta cuando el hombre ha salido de cuadro. O cuando, finalmente libres, se disponen a desaparecer, como si la muerte fuera la condición necesaria de la verdadera belleza.

La última imagen fotográfica muestra uno de los pabellones del parque, que ya hemos visto cubierto de hiedra en otra imagen al comienzo del reportaje: el pabellón llamado Aurora. Los escalones ahora están limpios, el musgo y la hiedra han sido entre tanto eliminados. En la inscripción, Atget escribe: «Sceaux, 3 de mayo. Comienzo de la limpieza». En efecto, los trabajos de «rehabilitación» acaban de comenzar. El instante pasó, con su belleza de la que solo quedan imágenes, hoy conservadas en un museo.

Cuidado

El jardín vela por quien lo cuida. Esto es algo que todo jardinero sabe. Los jardines llamados «terapéuticos», hoy en día emplazados en los hospitales, las residencias para adultos mayores y las prisiones son prueba de ello.

Vuelvo a pensar en mis conversaciones con Pia Pera, escritora y jardinera, para quien existen analogías complejas entre nuestro espíritu y la tierra. Por «tierra», ella en verdad entendía el suelo con el que el jardinero trabaja y ese vasto espacio circunscripto que es el planeta. Nuestro cuerpo y las plantas tienen tiempos, exigencias, reacciones semejantes, afinidades a veces electivas. Cuidar la tierra es, entonces, cuidarse a sí mismo, restaurar la vida donde la vida se encuentra ausente, allí donde se ve amenazada.

Pero, acaso, esta necesidad que experimentamos de cuidar las plantas —esta preocupación por lo viviente— es lo más humano que hay en nosotros, el rasgo característico de nuestra especie. Acaso no somos plenamente hombres o mujeres hasta que no nos sentimos responsables de la vida, hasta que no protegemos o cultivamos su belleza.

El jardinero, mientras trabaja en su jardín, a resguardo del mundo y de la historia, por completo absorto en sus plantas, se olvida de sí mismo. Su espíritu, diría un sabio taoísta, no es más que un vaso vacío, un recinto cerrado al que las energías de la vida —el viento, la luz, el polen, el zumbido de los insectos— atraviesan en todas las direcciones. Inclinado hacia la tierra, el jardinero se hace un solo cuerpo con ese pequeño mundo del cual es responsable, se dedica por completo a su objetivo: que su jardín sea hermoso, que el esplendor prometido pueda desplegarse… Por qué motivo está él ahí, un ser vivo de paso por esta tierra, se vuelve perfectamente claro a sus ojos en ese momento.

No es solo la belleza la que convierte al jardín en un cosmos, sino también el cuidado que a ella le proporcionamos, la preocupación por la belleza es al mismo tiempo una preocupación por lo viviente.

Utilidad

En mi olivar al sur de Italia, nada me hacía más ilusión que esperar la puesta del sol. El momento más contemplativo, cuando cesaba el trabajo en la campiña y el silencio se extendía sobre la tierra. En las tardes de verano, desenrollaba la manguera para regar las plantaciones jóvenes, a la vez para cumplir con mi deber de jardinero y para sentir el agua fresca escurrirse entre los dedos, mientras pensaba con placer en esas plantas tiernas que por fin saciaban su sed. Mientras tanto, no tenía otra cosa para hacer que admirar los altos olivos, sus troncos nudosos, sus raíces despuntando en la tierra roja. Esos árboles añosos parecían poder resistir todo: la sequía, las sucesivas podas, las tormentas de fines del verano. Estaban plantados de forma irregular, allí donde los campesinos habían encontrado que el suelo era lo suficientemente profundo. Herida tras herida, a través de los siglos, se fueron convirtiendo en lo que eran entonces. Su belleza provenía de esas heridas, de su notoria antigüedad pero también de los lazos que los ataban a los hombres, sus frutos habían permitido a la gente del lugar sobrevivir a la pobreza, a las guerras y a las hambrunas.

Por este motivo, en las regiones mediterráneas, «el olivo es rey», como un día me dijo mi vecino Carlo, uno de los últimos campesinos de la región. Con setenta años, no dudaba en subirse a las copas de los olivos, serrucho en mano, para podarlos. Desconfiaba de los jóvenes agricultores egresados de las escuelas especializadas, que solo tenían nociones técnicas y palabras en latín o inglés en la cabeza y a los que, por otra parte, no les gustaba que los llamasen «campesinos». Las personas del norte que juegan a ser «campesinos domingueros», como yo, tampoco le caían bien. Trabajar la tierra, decía Carlo, solo puede aprenderse desde muy pequeño. Él lo había aprendido gracias a su padre y, a su vez, lo habría enseñado a sus hijos, si estos no hubiesen preferido irse a trabajar a la ciudad. Miraba con incredulidad los grandes y funcionales olivares modernos y las nuevas variedades de olivos salidas de los institutos de agronomía. ¡Qué puede obtenerse de esos árboles pequeños, más fáciles de cultivar y resistentes a las enfermedades, por supuesto, pero alineados como soldados en la guerra, sin belleza alguna, y que debían regarse en pleno verano como si fueran banales plantas decorativas! Los campesinos de verdad se convirtieron en una excepción. Carlo sabía que su mundo desaparecía con él. Como esos árboles añejos, él no era más que un sobreviviente.

Desde que él falleció, su olivar dejó de ser lo que era. Apenas cuidado por los hijos, iba volviéndose yermo. Mientras yo regaba, miraba sus olivos por encima del muro de piedras secas que separaba nuestras propiedades: mal podados, ya no tenían ningún vínculo con la campiña, no decían nada sobre ella, ni sobre los antiguos lazos que los unían a los hombres. Luego, observé mis olivares. ¿Quién los había plantado? Campesinos como Carlo, por cierto, dos o tres siglos atrás. Así como mi mirada se detenía a observar algunos jóvenes olivos que yo mismo había plantado, atados a sus tutores, me preguntaba quién los vería crecidos y hermosos algún día en el futuro. Ojalá que este olivar, pensé para mis adentros, perdure con sus altos árboles difíciles de podar pero bellos y generosos. Que alguien más, aunque sea un «campesino dominguero» como yo, haga perdurar un poco esta campiña.

Un día, Carlo terminó haciéndome un elogio. Me dijo: «Tu olivar está bien cuidado. Es un verdadero jardín…». Creo que me sonrojé de placer. Aún hoy, me llena de alegría recordar sus palabras, dado que no puedo imaginar un jardín más hermoso que ese: una campiña rodeada de pequeños muros de piedras secas y con antiguos olivos dispersos, almendros e higueras plantados sin orden aparente, saliendo de una tierra roja, siempre sedienta. Un jardín del que podría decirse que no tiene edad, donde lo bello y lo útil son una misma cosa.

Silvestre

De existir algo nuevo en el arte de los jardines contemporáneos, sería lo que llaman «jardín natural» o «ecológico».

Estos adjetivos, «natural», «ecológico», son sin duda inadecuados. Prefiero la palabra «silvestre». No porque sea menos ambigua, [1] sino porque conlleva ecos poéticos que siguen siendo fértiles y que nutren el trabajo del jardinero. Es una palabra que evoca a Petrarca, que hizo su jardín en Fontaine-de-Vaucluse, en el medio de un bosque solamente transitado por pájaros y por animales salvajes, pero también a Jean-Jacques Rousseau, a Henry David Thoreau, a los pioneros de la ecología —poetas y científicos— como Aldo Leopold.

El «jardín natural» no es, a primera vista, una revolución de las formas del jardín, como la que alguna vez representaron los jardines italianos, franceses o ingleses. El cambio radica sobre todo en la forma de concebir el jardín y, sobre todo, de habitarlo. Los principios que lo caracterizan son simples: en un «jardín natural», las plantas espontáneas son bienvenidas y se le da lugar a la vida silvestre, vegetal o animal. Lo que significa: hacer lugar a lo imprevisto. Así como al asombro, dado que semejante jardín cambia constantemente de aspecto. La tarea del jardinero consiste entonces en dejar que surjan determinadas formas, antes que imponerlas de forma predeterminada; en acompañar el flujo de la vida activa en cierto lugar y orientarlo, un poco como lo haría un director de orquesta al dirigir una música, pero una música que, a menudo, el va descubriendo sobre la marcha.

¿Y la belleza en todo esto? El jardín silvestre, ante todo, es un «ecosistema» que aspira a ser lo más equilibrado que se pueda, favorable a la biodiversidad y, por lo tanto, propicio para la vida: la de las plantas, la de los animales pero también la de los hombres que comparten ese recinto con ellos. ¿Aún existe una aspiración estética? Sí, más que nunca. La belleza no reside aquí únicamente en el equilibrio de las formas y de los volúmenes o en las perspectivas, sino también en el asombro, en el sentimiento de pertenencia que ella suscita, en la concordancia recobrada con el mundo viviente. La belleza surge así de la felicidad que nos procura el sentirnos seres vivos entre otros seres vivos, inmersos en un espacio y un tiempo orgánicos, lejos del espacio y del tiempo abstractos, funcionales de la modernidad. El «jardín natural» responde a la necesidad de la «recosmización» [2] del hombre contemporáneo.

¿Acaso no es esta, desde el pairi-daeza de los persas, la razón de ser del jardín? ¿Acaso el jardín no existe, sobre todo, para hacer retornar una y otra vez al hombre a la tierra, a su lugar, el único lugar posible?

Utopía

En la medida en que se opone al desencanto de una modernidad «descosmisante», la experiencia estética del jardín adquiere hoy en día un carácter político.

Si es cierto que el jardín es un laboratorio donde siempre hemos experimentado otras formas de estar sobre la tierra, hoy nos invita a una verdadera revolución copernicana, donde el hombre no se ve más como «amo y dueño de la tierra», ni como «medida de todas las cosas» (Protágoras), dado que ahora sabe lo ilusorio que es ese dominio.

El hombre-jardinero ha aprendido que, para conservar su recinto templado, ante todo debe alcanzar cierta familiaridad con las plantas, la tierra, los insectos, los pájaros, la luz particular de un lugar; en resumen, con todas esas presencias terrestres que ve en acción a su alrededor mientras trabaja en el jardín; debe recordar constantemente que él forma parte de la gran comunidad de lo viviente con la cual comparte la tierra; que debe aprender una y otra vez a aceptar los límites que la vida le impone, que son también los límites de ese recinto; y, sobre todo, que es su anhelo de belleza lo que le confiere valor a su paso por esta tierra, esa belleza que es la comunión entre lo bueno y lo útil, entre el esplendor de la tierra y el esplendor de lo verdadero, a la vez el orden correcto y la libertad creativa.

Quizá sea la última utopía que nos quede: hacer que el jardín sea un modelo para el paisaje que lo circunda. Un modelo basado en el respeto de todas las formas de la vida, en el conocimiento y el cuidado, en una visión holística de la naturaleza, en la búsqueda de la verdad. Tal es el camino que el jardín nos muestra, la posibilidad que abre frente a nuestros ojos; su modesta propuesta, tan modesta que permanece casi inaudible entre los fragores de la época.

Si el jardín es un mundo, ¿por qué no soñar con que el mundo se convierta en jardín? ¿Y cómo imaginar que podremos continuar nuestro viaje sobre esta tierra, si no hacemos de ella un lugar propicio para la vida, un cosmos?

Notas

[1] Los recientes descubrimientos de la antropología ponen en cuestión, por lo demás, la antigua dicotomía naturaleza/cultura y por tanto a la que separa lo natural de lo artificial. Veáse Philippe Descola. Par-delà nature et culture. Paris: Gallimard, col. «Bibliothèque des sciences humaines», 2005.

[2] Véase Agustin Berque. Poétique de la Terre. Histoire naturelle et histoire humaine, essai de mésologie. Paris: Belin, 2014.

Bibliografía

  • Berque, Augustin. Poétique de la Terre. Histoire naturelle et histoire humaine, essai de mésologie. Paris: Belin, 2014.
  • Descartes, René. Discurso del método [Discours de la méthode]. Ed. bilingüe, intr. trad. y notas de Mario Caimi. Buenos Aires: Colihue, col. «Colihue Clásica», 2004.
  • Descola, Philippe. Par-delà nature et culture. Paris: Gallimard, col. «Bibliothèque des sciences humaines», 2005.
  • Illich, Ivan. «La sagesse de Leopold Kohr». La Perte des sens. Paris: Fayard, 2004. 233-256.
  • Platón. Gorgias. Trad. Julio Calonge Ruiz. Madrid: Gredos, 1987.
  • ___ ; República. Trad. Conrado Eggers Lan. Madrid: Gredos, 1988.

 

Traducción: Mariano Sverdloff


 

Agradecemos la generosa autorización del autor para la publicación de esta traducción inédita al castellano.

 


Referencia electrónica

Martella, Marco. «El paraíso habitable. Reflexiones sobre la belleza y el arte de los jardines». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 5 (2022): 45-55. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/sobre-el-paraiso-habitable-275

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.7020011

 

Imagen superior: fotografías del parque de Sceaux de Eugène Atget (1925)

Publicación Hyperborea
Número 05